30-4-2020
Siempre que voy a hacer de jurado a un concurso u oposición
relacionado con mi profesión me acuerdo de un profesor de universidad que nos
decía: «Disfrutad ahora que podéis, aquí, donde todavía el mal de unos no es el
bien de otros». En la universidad, en efecto, todos podíamos aprobar y ser
felices, en tanto que afuera la competencia sería encarnizada, algo que se aprecia
enseguida en casi todos los ámbitos profesionales, pero especialmente bien en
las oposiciones.
Me acuerdo de aquellas palabras y siento una sensación de
vértigo. Ser justo no es nada fácil. La justicia requiere de una mezcla de
distancia y de proximidad, de rigor y de comprensión, de determinación y de
temor. La evaluación del justo tiene que ser tan flexible como implacable. El
justo tiene que tener tanto valor como conciencia y, luego, tanta facilidad
para la memoria como para el olvido. Y más si se piensa que quien va de jurado
a un tribunal no tiene entre sus manos el suspenso del alumno, que puede volver
en la próxima convocatoria, sino un trabajo para toda la vida, esto es, el
soporte del proyecto vital de una persona.
Tengo comprobado, además, que quienes van a examinarse ante
el tribunal del que yo formo parte saben por lo general más que yo de la
materia, pues ellos han estudiado y yo no. Yo tengo un conocimiento distinto. Mi
conocimiento es de experiencia y de saber estar, y es de sedimento, es decir, yo
tengo eso que queda cuando olvidas lo que no necesitas y aprendes lo que
necesitas. Pero eso no es lo que se evalúa en las oposiciones a la Administración, ni siquiera se
evalúa quién es el mejor para el puesto, sino quién es el que tiene mayores conocimientos
relacionados con un temario amplio.
Los opositores saben más que yo, en fin, y yo debo evaluarlos
con Justicia. Y si he escrito todo esto aquí es porque eso mismo es lo que nos
ocurre a diario con casi todo, pues casi todo está sometido a nuestro juicio y
casi todo está hecho por gente que sabe más que nosotros. Nosotros debemos
evaluar a médicos, albañiles, fontaneros, entrenadores… y, ahora, a científicos,
estadísticos y epidemiólogos. Debemos evaluarlos porque la vida nos empuja a
ello, y nuestra obligación es hacerlo con justicia desde ese conocimiento «de sedimento»
que tenemos.