domingo, 29 de septiembre de 2019

El afán de los huesos*


          "No hay entierro con trasteo", decían nuestros compañeros de viaje colombianos para explicar los gastos de sus viajes. O, como dijo el papa Francisco, "no hay un camión de mudanza detrás de un cortejo fúnebre". O, como se ha dicho aquí en alguna ocasión, no es bueno plantearse el futuro como excusa, si no queremos que el día menos pensado nos plantemos ante el espejo y al preguntarnos qué ha sido de nuestra vida no hallemos cosas de verdadera sustancia. Lo que tenga que ser, en fin, ahora mejor que mañana, pues no sabemos cómo será el futuro, ni si lo habrá para nosotros.

            Los antiguos egipcios se planteaban un futuro no muy distinto del presente y hacían entierros con un montón de objetos (con trasteo, vaya), que depositaban en sepulturas grandiosas junto al cadáver momificado, a fin de que cuerpo y alma pudieran disfrutar en el más allá de una vida eterna con la misma cotidianidad de esta y de la misma simpleza. Para una eternidad del cuerpo, parece natural que este se embalsamara y que se le dotaran de las máximas comodidades posibles, o incluso de lujos.

            El caso es que esos objetos atraían enseguida a los ladrones, de manera que muchas de aquellas tumbas fueron pronto asaltadas, especialmente las que acumulaban más ajuar para el difunto. Y el caso es que las que no fueron saqueadas por los ladrones lo fueron luego por los arqueólogos, quienes, no conformes con repartir los objetos por los museos del mundo, repartieron también las momias.

            En las tumbas no quedó el cuerpo momificado, ni quedaron los objetos, y es de presumir que tampoco quedó el alma. En las tumbas, en fin, no quedaron más que las tumbas, que ahora se visitan como si fueran parques o plazas de los pueblos, como un atractivo turístico más, por personas venidas de todos los continentes que pagan por entrar en ellas y se fotografían en su interior, personas que lo mismo admiran a los seres que se enterraron allí, capaces de las construcciones más inverosímiles, que los desprecian por la simpleza de creer que es posible irse al más allá con los bártulos del más acá.

Museo Egipcio de El Cairo

            Ese ir y venir de momias, de ajuares funerarios y de turistas que visitan museos y tumbas es una buena prueba de lo mundano de la muerte y lo es, también, de la natural convivencia que ha existido y existe entre los muertos y los vivos, cuya muestra más cruda la encontramos en la Ciudad de los Muertos de El Cairo, donde mucha gente vive en pleno cementerio, en viviendas habilitadas en los mismos panteones o junto a ellos y hay calles con comercios, mezquitas y pequeños bares con terrazas cuyos parroquianos ven pasar con indolencia los coches de las agencias turísticas.

            Y bien pensado, ese y venir de vivos y muertos no es muy distinto del que tenemos nosotros y nuestros muertos, ni parece muy distinto del afán por sobrevivir que tienen nuestra alma y nuestros huesos, sobre todo estos, a los que depositamos en un cementerio con el vano afán de que perduren cincuenta años, y luego otros cincuenta, y así hasta que se cumpla el plazo máximo que indica el Reglamento Municipal o se cansen de cuidarlo nuestros herederos.

            Que somos polvo y en polvo nos hemos de convertir lo sabemos, pero no queremos reconocerlo, como no reconocemos que en cada puñado de tierra hay parte de nuestros antepasados y habrá parte de nosotros.

* Publicado en el semanario La Comarca.

lunes, 23 de septiembre de 2019

Asuán


En países como Egipto, presuntamente no demasiado seguros, los turistas nos atenemos a los recorridos oficiales y vamos detrás del guía, fotografiando solo lo que nos muestran y hablando con los que nos acompañan, que son como nosotros, de nuestro idioma y nuestra cultura. Los turistas, que casi siempre solemos vivir en una burbuja allá por donde vamos, no acabamos conociendo del lugar que visitamos más que su envoltorio, y en función de eso lo juzgamos, lo que si se tratara de una persona equivaldría a juzgarla no tanto por su fondo como por cómo va vestida. Los turistas, en fin, somos seres más dados a oír que a escuchar, a mirar que a observar.

En Asuán, los turistas tienen un día bastante ocupado. Se tienen que levantar a medianoche para, tras tres horas de viaje en autobús, llegar a Abu Simbel al amanecer y, de vuelta a la ciudad, deben ver otros monumentos, visitar una aldea nubia y navegar por el Nilo en alguno de los medios tradicionales que les proporciona la organización.

En Asuán, los turistas acaban el día rendidos, habiendo visto de la ciudad los modernos edificios que dan al río y la avenida donde atracan los cruceros, que no es esencialmente distinta de la de cualquier ciudad de Occidente. Carmen y yo, sin embargo, junto a otros miembros del grupo al que nos asignaron desde el principio, queríamos ver más y nos apuntamos a un paseo nocturno en calesa por la ciudad, que incluía tomarse algo en la terraza de un bar, lo que cambió la idea que me había hecho de ella.

Interior del templo de Ramsés II, en Abu Simbel

Y es que, vista de noche desde los asientos de un coche de caballos, Asuán (buena parte de Asuán, al menos) es como un inmenso museo vivo de artes y costumbres o, mejor, como un gran portal de Belén en el que se hubieran metido más figuras de la cuenta y coches, muchos coches, tanto de caballos como automóviles, sin que para ninguno de ellos exista norma alguna de tráfico.

El cochero, un señor por cuyo rostro curtido no podía averiguarse su edad, se giraba de vez en cuando y nos señalaba con la mano algunos elementos del paisaje, que citaba con una palabra en inglés. Señaló una barbería, y una zapatería en la que el zapatero dormitaba tendido de lado sobre el suelo, y algunos locales más de la infinidad de tiendas y otros establecimientos que había abiertos, todos muy pequeños y con una multitud de objetos abigarrados. Cuando pasamos por el centro de la ciudad, poco después de haber cruzado una zona terriza donde las ovejas y las cabras estaban estabuladas en pequeñas cercas de madera frente a las fachadas de las casas, se volvió un poco más y nos lo indicó con el mismo orgullo con el que saludaba a alguno de los transeúntes conocidos con los que se cruzaba: "Center", dijo.

Más tarde, tomamos un té en la terraza de un bar y, el que quiso, fumó (o "vapeó") en una de las cachimbas que nos pusieron sobre la mesa corrida, junto a la que conversamos amigablemente. Éramos colombianos, peruanos y españoles. Y creo recordar que todo el mundo habló con respeto de lo que hacíamos y de lo que habíamos visto.

Coches de caballos en Luxor



viernes, 20 de septiembre de 2019

Un paquete


            Cuando compras por internet, el paquete va de un lado a otro del mundo saltando fronteras, guiado por un sistema de gestión que le asegura el trazado desde el almacén primero hasta tu casa. Aviones, barcos, camiones, coches de reparto y multitud de brazos y manos le sirven de apoyo en una secuencia automática y eficiente, tan lógica como inverosímil. Es la aplicación de la Logística, esa ciencia puramente formal que "despersonaliza" las cosas, pues les quita su esencia y las convierte en códigos.

            Cuando estoy en un aeropuerto, siento que soy como uno de esos paquetes. Largas salas sin adornos ni asientos, absolutamente impersonales, en las que debes hacer cola para que te den el billete, colas zigzagueantes para pasar a la sala de embarque que deben seguir el trazado de las vallas de quita y pon que un operario uniformado controla con esmero, colas para subir al avión, trazados kilométricos sobre suelos fijos o suelos móviles, unas veces entre tiendas dutyfree y otras doblando esquinas y transitando enormes corredores, mostradores que se marcan en las pantallas, puertas que también se marcan en las pantallas, controles, más controles, todavía más controles, ahora tienes que mostrar el pasaporte y el billete, ahora solo el billete, ahora solo el pasaporte, ahora de nuevo el pasaporte y el billete, ahora te cachean, ahora debes subir una escalera mecánica, ahora bajar otra, ahora quizá debas coger un tren interior…

            Mientras espero aquí y allá, leo "El castillo", de Kafka. Si el gran escritor checo hubiera vivido en esta época, habría escrito algo sobre estos lugares inhóspitos, en los que no se ven personas mayores y transitan gentes hablando en todos los idiomas del mundo, de todas las razas, de todas las culturas, con todas las imágenes posibles.

            Soy el número de mi pasaporte. Voy de aquí a mi destino siguiendo la lógica de una ciencia nueva, sumamente eficiente, la Logística, como uno de esos paquetes que pido por internet.



domingo, 15 de septiembre de 2019

La opinión*

           ¿Es usted, amable lector de este artículo, un individuo dispuesto a escuchar las razones de los otros, aunque le incomoden, aunque sean contrarias a sus intereses, aunque sean muy distintas de las suyas? ¿Es usted de los que solo ponen la emisora que le gusta, de los que solo leen el periódico que se ajusta a sus ideas, de los que admiran a las personas que piensan como usted y desprecian a los que piensan de un modo diferente?

                ¿Ha pensado alguna vez que quizá usted no tenga la razón? ¿Se ha creído eso de que la verdad es solo una? ¿No le parece sospechoso que, casualmente, esa única verdad coincida con la suya, que es también las de las emisoras y periódicos que le gustan a usted? ¿Ha pensado alguna vez que la verdad es compleja, que está llena de matices, que tan necesaria es la parte de la verdad que cuentan las emisoras y periódicos que le gustan como la parte que cuentan los que no le gustan?

                ¿Ha reparado alguna vez en que hay una relación de intereses entre lo que le gusta a usted y lo que publican los medios? ¿Ha pensado que usted y los medios que sigue se refuerzan mutuamente, que lo que quiere el periódico que usted lee es contar con muchos lectores fieles como usted y lo que quiere usted es un periódico que le diga lo que usted quiere leer y solo eso?

¿Ha pensado usted que si ve un determinado noticiero de televisión, la emisora venderá más publicidad y sus directivos podrán repartirse más dinero? ¿Ha pensado que quizá a un periódico no le interese que usted sepa la verdad, sino que piense del modo que le interesa a un determinado partido político?

¿Ha pensado usted que los medios de comunicación viven de la publicidad y la publicidad sale de las grandes empresas? ¿Se ha preguntado si las grandes empresas quieren que usted piense de una determinada forma para que usted vote de una determinada forma?

¿Se ha preguntado por qué esa filtración que tanto compromete a un determinado partido político la ha dado un periódico y no otro?

¿Se ha preguntado por qué los políticos se pelean por salir en las fotos, por qué algunos "opinadores" presuntamente libres son tan sectarios?


En el fondo, todas las preguntas anteriores se resumen en esta: ¿Ha pensado que a ese periódico que lee o a ese noticiero que ve o escucha no le interese que usted tenga un pensamiento crítico (que piense libremente), sino que usted sea un seguidor fiel de una ideología determinada, a la manera que lo son los seguidores de un equipo de fútbol o una religión?

Si me he extendido cansándolo con todas esas preguntas es porque acabo de leer "El director", de David Jiménez, un libro en el que el autor cuenta su experiencia como director del diario El Mundo en el breve periodo de un año. En "El director" se describen con bastantes detalles las interioridades de la prensa, especialmente en su parte de la relación que une al informador con el informado.

El informador es el periódico y el informado, usted. El periódico le facilita a usted la información, a fin que de que usted sepa más de la realidad que lo rodea, y le facilita la opinión de pensadores cualificados, a fin de usted cuente con asesoramiento autorizado a la hora de entender mejor esa realidad. O así debería ser.

Pero no lo es. No lo es porque de por medio hay muchos intereses que no pretenden hacer de usted un pensador crítico, sino un consumidor. Y no solo un consumidor de los productos que se anuncian o del periódico mismo, sino un consumidor de ideología. Al parecer, en la mayoría de las ocasiones la información que a usted le llega está más o menos viciada por causas que tienen que ver con los intereses personales de quienes las emiten o con sus prejuicios, con los intereses de las grandes empresas o con los intereses de los partidos políticos.

O sea, que como usted es en buena parte lo que es por la información y la opinión que recibe, usted es en buena parte lo que es a partir de una información viciada, que no pretende hacer de usted un sujeto libre, sino un consumidor de intereses ajenos a usted.

¿Lo sospechaba usted? Seguramente sí, porque en el fondo nada de lo que se cuenta en el libro es muy distinto de lo que sabíamos o, al menos, de lo que sospechábamos.

Y si lo sospechaba usted, ¿no sospecha de lo que oye, de lo que lee, de esa emisora que tanto le gusta, de ese comunicador al que tanta devoción le tiene?

¿Entiende ahora por qué le hacía tantas preguntas al principio?

La información va del informador al informado. Para que el informador respete la verdad, el informado (o sea, usted) tiene antes que respetarse a sí mismo. Nada de lo que le cuenten será verdad si usted no quiere que le cuenten la verdad, sino la parte de la verdad que a usted le gusta, porque eso será lo que se venda. O dicho de otra forma, el problema se solucionaría si los periódicos malos dejaran de venderse, si los programas manifiestamente parciales dejaran de verse, si dejara de leerse a los periodistas sectarios.

Quiérase. Piense por sí mismo. Lea también lo que leen los que no piensan como usted. No consuma información como si fuera hierba que se limitara a engordarlo, porque entonces los que supuestamente lideran su forma de pensar lo trataran como a un borrego y, sin que usted se dé cuenta, lo estarán pastoreando.

* Publicado en el semanario La Comarca.