Aunque
era muy de noche y llovía, cogí un paraguas y fui a ver si el
arroyo Jaboneros llevaba agua. Y llevaba. Y mucha.
En
el silencio de la ciudad dormida, el chapoteo de la lluvia sobre el
asfalto y los coches aparcados provocaba un murmullo ancestral, como
de principios del Génesis, cuando Dios aún no había creado la luz
ni separado las aguas de la tierra. Y quebrando ese murmullo, como
dos solos instrumentales en una orquesta de canales y canalones,
cobraban protagonismo el alboroto alegre de la corriente y el eco de
un rugido lejano. Hacia este último me dirigí, andando junto al
ancho pretil que protege a los viandantes del cauce, el mismo que,
según me han dicho una vecina, ha estado en dos ocasiones a punto de
ser sobrepasado por las aguas en los últimos tres decenios, cuando
descargaron en los montes de Málaga unas tormentas con ínfulas de
ciclón tropical. A la altura de la glorieta que distribuye el
tráfico entre El Palo y Pedregalejo descubrí el origen del ruido en
el salto de un arroyo que se une allí al Jaboneros, después de
venir soterrado como de los pinares de San Antón, y que aquella
noche parecía un Niágara pequeño.
Carmen
y yo le decimos a ese sitio El Foro, porque no es infrecuente hallar
en él a un grupito de personas sentadas sobre el pretil, en animada
charla. Pues allí, en El Foro, a aquellas horas intempestivas, bajo
el exiguo resguardo de un paraguas que compré en la feria de
Pozoblanco y al amparo de unas luces ensimismadas con el diluvio, yo
me acordé de mi amigo Jorge, y solo porque en una ocasión me dijo
que él era feliz con poco, y me puso de ejemplo la visión de una
seta junto a un arroyo.
A mi amigo Jorge también le gusta el mar, como a mí. Me gusta tanto
que a la mañana siguiente hice lo de siempre y, aunque seguía
lloviendo, cogí mi paraguas y me fui a andar por el paseo Marítimo.
Al mar le pasa lo que al cielo, que no tiene días malos o buenos, ni
colores feos o bonitos, sino fisonomías distintas y los cambios de
carácter de un dios arcano. Como todos los dioses, el mar es como
nosotros, solo que infinitamente más grande y más duradero. Y lo
mismo le pasa al cielo. Debe de ser por ese parecido por lo que nos
atrae tanto.
* Dedicado a mi amigo Jorge