viernes, 18 de octubre de 2019

El derecho a decidir de los pobres*


          En el Estado social, los impuestos son progresivos. Eso quiere decir que quienes más tienen pagan más para que el Estado pueda atender con la dignidad que toda persona se merece a los que tienen menos dinero. Para que la sanidad sea gratuita, por ejemplo, y lo sea la educación, para que pueda haber carreteras por las que circulen tanto los coches potentes como las bicicletas, para que las plazas sean bonitas y disfruten de un buen paseo tanto los que pueden costearse un patio muy grande como los que viven en un piso pequeño, para que las playas estén limpias y en ellas puedan bañarse tanto los muy ricos como los parados, para que los pensionistas puedan costearse viajes más baratos y, en fin, para un montón de cosas más

                Que sean progresivos quiere decir que si eres muy rico pagas más que si eres rico, y si eres rico más que ni no lo eres. Y quiere decir que si eres rico vas a tener las mismas prestaciones públicas que si eres pobre. O que vas a tener menos prestaciones.

                Y quiere decir que si eres muy muy muy rico y no quieres pagar tantos impuestos te jodes y te aguantas, porque los pobres son como tú, tienen la misma boca que tú y el mismo estómago, tienen el mismo frío que tú y los mismos mocos cuando se resfrían, le duelen los mismos huesos cuando se caen y tienen las mismas necesidades de cuidados que tú cuando envejecen y chochean.

                Y quiere decir que tú, por muy muy muy rico que seas y, en consecuencia, por muchos impuestos que pagues, no puedes decir que la culpa de que los pobres sean pobres es de ellos, porque no trabajan, porque no estudian, porque no saben administrar el dinero o porque se lo gastan en tonterías. No lo puedes decir ni siquiera aunque sea verdad, porque tú no le puedes negar a nadie, a nadie, el derecho a vivir como un ser humano, igual que no le puedes negar a ningún fumador el derecho a ser tratado en un hospital de un tumor causado por el hábito del tabaco, ni le puedes negar a un alcohólico el derecho a ser tratado de una cirrosis, ni a un drogadicto el derecho a ser tratado por un experto por muchas veces que recaiga en su adicción.

                Tú, por muy muy muy rico que seas, no tienes derecho a decidir lo que se hace con tu dinero. No lo tienes, aunque tengas la certeza de que va destinado a pobres que no hacen lo suficiente por dejar de ser pobres, porque esos pobres que tú minusvaloras quizá han tenido menos posibilidades que tú para dejar de serlo y, en cualquier caso, porque esos pobres son personas y ya está.

                Los partidos de izquierda hacen mucho hincapié en esto, y mí me parece bien, perfecto. Lo que no me parece tan bien es que casi todo quieren solucionarlo con la progresividad de los impuestos. Es decir, no me parece bien que prometan el oro y el moro a cambio de que paguen más los que más tienen. Y que vuelvan a prometer más cosas a cambio de que paguen más los que más tienen. Y que vuelvan a prometer más. Y así una vez y otra, como si los ricos fueran un pozo sin fondo.

Fuente: INE. Pincha sobre la imagen para ver la página.

                Como los partidos de izquierdas quieren que pague más quien más tiene para dárselo a los que menos tienen, y nunca están bastante contentos con lo que pagan los ricos, no entiendo cómo se puede ser, a la vez, nacionalista y de izquierdas. No parece sino que hay pobres de distintas clases, dependiendo del idioma que hablen o de si están al otro lado o a este de un río, del Ebro, por ejemplo, en cuyo caso ya no son pobres de los otros, sino nuestros pobres.

                En España, los partidos nacionalistas de ámbito autonómico han echado mano continuamente del agravio que supone pagar más teniendo más, como si eso no fuera lo justo. Y lo han hecho con el apoyo de los partidos de izquierdas, que para colmo son los más nacionalistas, y, en ocasiones, como en Cataluña, acudiendo a tópicos como que el dinero que ellos pagan se derrocha en otros territorios, como en Andalucía, como si ellos no tuvieran corrupción, o como si los andaluces no fueran los más sufridores de la corrupción de sus propios gobernantes.

                Ahora, que tenemos en Cataluña un problema, conviene recordar que casi todo empezó cuando Artur Mas le pidió a Rajoy un modelo de financiación como el cupo vasco y recibió un no como contestación. Después vino el injusto discurso del "España nos roba" y el eslogan casi imbatible del "derecho a decidir", al que, increíblemente, se sumaron los sindicatos de Cataluña y, en el colmo del disparate, los partidos de ámbito estatal situados más a la izquierda, con Podemos al frente, precisamente los que más hincapié debían haber hecho en que el único derecho a decidir, el más democrático y social, el auténtico, es el derecho a decidir de los pobres, el de los humildes, el de los parias del mundo.


* Publicado en el semanario La Comarca

viernes, 11 de octubre de 2019

La ciudad: nuestro hogar*


Hace tiempo, un amigo me hizo ver que lo mejor era comprar un taladro entre unos pocos y dejárselo al que lo necesitara, porque de lo contrario no se amortizaba nunca, dadas las pocas veces que se utiliza. El taladro en común es una muestra anecdótica de la eficiencia a la que está condenada nuestra sociedad de consumo, acuciada por los problemas medioambientales y las limitaciones económicas, que ya está en marcha en algunos ámbitos. Hace unos días, por ejemplo, leí en un periódico que la propiedad pierde tirón en beneficio del arrendamiento de cosas y servicios, especialmente entre los jóvenes, quienes están tomando partido por el sentido práctico de la mera posesión.



La diferencia entre tener (especialmente si se tiene a título de propietario) y usar es muy grande y tiene más consecuencias de las que nos creemos, a poco que nos fijemos en la cantidad de cosas que tenemos y no usamos suficientemente o, incluso, que no usamos nunca. No en vano, “mantener” viene de “tener”, pues todo lo que se tiene hay que mantenerlo, en tanto que no hay un término similar para “usar” (no se dice “manusar” o algo parecido). Y quien debe mantener también debe decir guardar, y defender, y asistir al inevitable deterioro de la cosa.


Cuando voy al campo, siempre recuerdo esa diferencia esencial. El que merienda en los ruedos públicos de una ermita se vuelve a su casa y se deja allí los problemas, igual que el que camina por una vía pecuaria o el que se tumba al sol en una playa, pues no tiene que pensar en los conflictos con los colindantes, ni en si los pozos tienen o no tienen agua, ni en que pronto vendrá el recibo de la contribución y tendrá que pagarlo. El que usa lo público, en fin, disfruta del aire puro, del paisaje y de cuanto puede ofrecerle la cosa y no tiene que preocuparse de su mantenimiento.

Quizá por eso, cuando pienso en cuál puede ser el estado ideal de una persona siempre imagino a alguien que tiene una pequeña vivienda con una salida accesible y fácil a una ciudad confortable. Una pequeña vivienda obliga a un mantenimiento pequeño y una ciudad confortable ofrece todos los servicios que necesitamos, pues no hay mejor patio que un parque bonito, no hay mejor sala de estar que una plaza coqueta ni mejor lugar para charlar con los amigos que la acogedora terraza de un bar.


Para eso, para que la ciudad o el pueblo en el que vivimos sea confortable, debe estar a nuestro gusto, tiene que ser como nuestra propia casa. Que sea como nuestra casa supone que esté tan limpia como nuestra casa, que esté tan bien adornada como nuestra casa, que esté tan bien mantenida como nuestra casa. Supone, dicho de otra forma, que si nuestro perro no se caga o se mea en nuestra casa, tampoco se cague o se mee en la esquina de la calle (o, al menos, que no se quede allí lo que hace), que si no tiramos los papeles, las colillas o los chicles al suelo de nuestra casa, tampoco los tiremos al de la calle, que si no queremos que nadie meta humos o ruidos en nuestra casa, tampoco los metamos en la calle, etc.

El párrafo anterior contiene adrede muchas veces las palabras “casa” y “calle” para explicitar que lo privado y lo público forman parte del medioambiente en el que vivimos, que son nuestro ecosistema, igual que el campo abierto es el de los lobos, esto es, que necesitamos de una equiparación de la casa y de la calle para completar correctamente nuestro espacio vital, por el que debemos sentir siempre el mismo aprecio si queremos realizarnos como los seres sociales que somos, si queremos ser más felices, en fin.

La idea de que para hacer más confortable nuestra vida hay que hacer más confortables nuestras ciudades es una obviedad y, quizá por eso, nadie se plantea en serio debatir sobre el asunto. Detrás de lo obvio, sin embargo, está el detalle: el detalle son las pinceladas con las se forman los cuadros, los ladrillos con los que se levantan los edificios y los elementos con los que se construyen las ideas propias, no esas que vienen de fuera y asumimos enseguida sin darle más vueltas. Si para ser consciente de cualquier detalle hay que tener una sensibilidad especial, también hay que ser muy sensible para ser consciente de los detalles que integran nuestros lugares públicos, que son los elementos sobre los que en buena parte se asienta nuestro bienestar.


Mis amigas Jose y Cecilia tienen una sensibilidad especial, piensan por su cuenta y tienen mucha determinación. Lo digo porque, después de debatir en privado sobre estos asuntos, tuvieron a bien ponerse manos a la obra para cambiar las cosas y nos citaron en una plaza para hacernos partícipes de sus inquietudes sobre el estado de lo público en Pozoblanco. Lo hicieron acompañadas de Javier Fernández, arquitecto especialista en paisajismo, quien, a lo largo de un relajado paseo posterior, ilustró a la treintena de paseantes que habíamos acudido a la cita sobre el significado de los árboles de la ciudad y, especialmente, sobre cómo son y cómo deberían ser los árboles que pueblan la nuestra.

A tenor de lo que aprendí, puedo decir alto y claro que hay posibilidades de mejora, y no pocas. Así que harían bien los que tienen competencias sobre la materia en dejarse asesorar por los que saben y tomar las decisiones que correspondan, que nunca deberían ser para el corto plazo, pues un árbol no se hace de la noche a la mañana.

No se puede plantar cualquier árbol en cualquier sitio. No se debe plantar así por él y por nosotros. El árbol es un ser vivo que nos da oxígeno, que nos da sombra, que nos da frescura y que hace más bellas nuestras ciudades y más amable nuestra vida, es un ser vivo que necesita de mimos, de cariño, que es sensible al amor de sus vecinos y sabe corresponder a ese amor de muchas formas.


Nuestros abuelos plantaron olivos en la sierra y transformaron el bosque mediterráneo en dehesas pensando en sus hijos, o incluso en sus nietos. Quizá no tenían el concepto de planificación en su mente, pero planificaban sin saberlo a largo plazo, a muy largo plazo. Ahora que todo se quiere para ayer y nuestros gobernantes no hacen nada sin que conste en la correspondiente foto que les dé réditos inmediatos, convendría seguir el ejemplo de nuestros abuelos y el de los árboles mismos, todos ellos seres sobrios, generosos y fuertes.


Jose y Cecilia nos han dicho que habrá más paseos para tratar otros temas. Habrá que estar atentos, porque esto promete.

*Publicado en el semanario La Comarca.
** Todas las fotos son de Carmen.

jueves, 3 de octubre de 2019

La voracidad que acaba con la naturaleza o Ese frenesí suicida


(Cuento)
(c) Juan Bosco Castilla

         
         En esta época de loco frenesí, incluso a mí me resulta difícil conjugar los verbos en otro tiempo que no sea el presente y armar frases con ideas que han caído en desuso, como nostalgia, constancia o crisis. A pesar de todo, quiero explicar cómo nació, creció y fue superada la Empresa, con un propósito que seguramente tiene más que ver con mi vanidad que con el final ineludiblemente querido de la raza humana.
            Ahora nadie lo recuerda, pero todo empezó en el Teatro de la Ópera de esta ciudad, durante la actuación de la compañía titular. Cuando terminaba el espectáculo, un grito espeluznante ahogó el sonido de la orquesta y una figura rasgó el aire al caer del paraíso a la primera fila de butacas. Naturalmente, se produjo un gran alboroto, la representación se dio por terminada y el público abandonó conmocionado el recinto.
            Lo que menos podía esperarse el público del día siguiente era que a la misma altura de la obra se repitiera el acontecimiento. Uno de los críticos que había acudido a ver la función escribió en un periódico de renombre que el grito había sido menos desgarrador, pero el vuelo más espectacular. “Era como si el suicida quisiera formar parte del espectáculo”, dijo.
            En aquel entonces había pasado y, junto a la memoria, existía el olvido. La gente acabó por olvidar y a la semana el teatro estaba lleno de nuevo. La fecha más trágica de esta historia quizá sea la del tercer suicidio, porque a partir de aquel día cambió el público del teatro. El nuevo público no atendía a las notas de la orquesta ni a las voces de los cantantes y sólo guardaba silencio cuando llegaba el momento clave, que miraba absorto al paraíso. El cuarto suicidio, pues, no cogió desprevenido a nadie. Con el grito, el director mandó callar a la orquesta y el tenor se retiró enfadado al camerino.
            Hubo un quinto suicidio. Y un sexto. El teatro se llenaba todos los días y el empresario prolongó la temporada con una compañía de comedia.
            Hubo un séptimo suicidio, un octavo, un noveno.
El jardín de las Delicias, de El Bosco (detalle)
            Los ciudadanos más recalcitrantes acabaron mirando con admiración a los presuntos suicidas, señalados por el dedo experto de los veteranos. En los circuitos de aficionados se creó una jerga que pronto fue asumida por el lenguaje común. Palabras y expresiones como “vuelo”, “contacto”, “salto de pecho”, “escorado a la izquierda”, “largo”, “corto” y “duda inicial” se intercalaban en cualquier tipo de conversación para hacer más gráfico el argumento.
            Un día los periodistas publicaron que el teatro había sido vendido a un precio increíble. La nueva Empresa quiso montar un suicidio por función y para conseguirlo concedió premios y subsidios y publicó en la prensa local anuncios incitando al fatal acto.
            Fueron muchos los que acudieron a la llamada y se lanzaron al vacío intentado alguna acrobacia. Con el tiempo fueron tantos que el subsidio fue reduciéndose y la gloria tornándose vulgaridad. Cuando todos, espoleados por la publicidad, descubrieron una razón para matarse, la Empresa pasó a cobrar los saltos.
            Desde aquel mismo momento la actitud de los ciudadanos ante el suicidio pasó a ser mayoritariamente activa, es decir, hubo más ciudadanos dispuestos a suicidarse que a ver el suicidio. Por ello se crearon nuevas formas para revitalizar el espectáculo y atraer espectadores: saltos desde trampolines, saltos múltiples, repeticiones en pantallas gigantes, saltos sobre blancos, admisión de apuestas, etc.
            Pero también aquellas innovaciones dejaron de ser atractivas, y llegó un momento en que los ciudadanos hacían enormes colas para saltar mientras que las butacas estaban vacías. Cuando el Gobierno, acuciado por revueltas populares, fijó un precio máximo para los saltos en lo que se consideró el mayor logro social de la Historia, a la empresa se le ocurrió fomentar la entrada de espectadores rifando un suicidio entre ellos. Luego la Empresa se vio obligada a rifar dos suicidios, diez, veinte, cien, hasta que, finalmente, la entrada dio derecho a suicidarse.

El jardín de las Delicias, de El Bosco (detalle)
            Si este escrito tiene lectores, será de épocas menos oscuras y abyectas que la nuestra. En nuestra época no había sentimientos, sólo una idea fija: el suicidio, y a ella dedicaban su entendimiento los sabios y los necios.
            El mayor problema que se planteó a los sabios fue el de las enfermedades producidas por los cadáveres en descomposición: nadie los recogía, porque al carecerse del concepto de futuro no se quería trabajar, pero tampoco se quería morir de una enfermedad, sino por la propia mano. Muchas voces se alzaron reclamando el suicidio de la humanidad en solo acto, en un instante supremo compartido, arrasando la superficie de la tierra con bombas nucleares, por ejemplo. Era una idea con la que se mostraban en desacuerdo los filósofos. “La vida es una secuencia personal a la que se debe dar término utilizando la libertad individual”, decían. Cuestiones como la del suicidio de los niños o la de los miembros de tribus salvajes inclinaron la opinión pública a su favor.
            Al lector le parecerá vil la solución, pero técnicamente es correcta: tenga en cuenta que morir por sí era lo fundamental y que para ello se necesitaban métodos asépticos. Sin eliminar la libertad individual, era necesario desprenderla de su contenido absoluto, civilizarla, hacerla solidaria: los sabios dijeron que el suicidio debía desformalizarse, que había que dejarlo sin acto.
            Los gobiernos hicieron caso a los sabios y cerraron los teatros. Las guerras que destruyen las ciudades, las drogas que matan a los jóvenes, la voracidad que acaba con la naturaleza y la locura sangrienta de los iluminados también fueron sugerencias de los sabios. Según ellos, una expresión civilizada y solidaria de aquel afán suicida que impedía enterrar a los muertos y del que ahora no se tiene memoria.