jueves, 21 de mayo de 2020

Los cardos


Ayer por la tarde, poco antes del anochecer, fui por un camino cercano al pueblo y corté bastantes cardos. Eran del tipo mariano, de esos que tienen una corola púrpura con unas puntitas blancas sobre como una pelota de la que salen unas púas enormes, de esos que tienen unas hojas y unos tallos muy pinchosos y no mira nadie, aunque son muy bonitos.

Los cogí con unas tijeras y unos guantes gruesos y me los traje sin atar ni formar con ellos un pequeño haz, enganchados unos en las espinas de los otros sobre la mano abierta, el brazo doblado por el codo, el antebrazo extendido al frente, en una posición ciertamente incómoda que me obligaba a cambiar de mano de vez en cuando. Iba llamando la atención, me di cuenta, por poca curiosidad que tuvieran y comprensivos que fueran los paseantes con los que me crucé, que fueron bastantes. ¿Para qué querrá ese hombre esa maraña de cardos?, habría dicho yo, y yo soy una persona corriente, así que eso debió de pensar cualquiera.

Los dejé en el patio y Carmen, luego, hizo un ramo con los más vistosos, que puso sobre la mesa del comedor. Tampoco es frecuente un ramo de cardos. «Es original», dijo ella.

Y hermoso, añado yo. Es hermoso porque las flores se abren en cepillitos de un color blanco y púrpura muy llamativo, por la increíble forma esférica que toma su capítulo de púas gigantescas y porque son bonitos su tallo, sus hojas y sus agudísimas espinas.

Y es hermoso por lo que representa. En tiempos, los cardos marianos tuvieron muchos usos medicinales y hasta se dice que fueron cobijo para la Virgen en su huida a Egipto (de ahí su nombre), pero hoy, al menos aquí, no son nada, no sirven para nada. No se les considera ni siquiera hermosos. Pasan totalmente inadvertidos, aunque son fundamentales para la armonía del paisaje. Con los cardos ocurre lo que con esas personas que están ahí, ayudándonos, dando todo lo que tienen dentro de sí, y es como si no estuvieran. De esas que hermosean el paisaje pero nadie repara en ellas. De las que tienen cualidades que nadie explota, que nadie quiere.

Los cardos viven en los bordes de los caminos, en las cunetas, donde hay toda clase de animales que los devorarían si no se protegieran, expuestos a todos los peligros del que se halla sumamente a la vista. Los cardos son callados y humildes y, entre tantos enemigos, no han tenido otra forma de salir adelante que volviéndose ásperos y pinchudos, como les ocurre a muchas personas calladas y humildes que viven rodeadas de enemigos. Esas personas, aparentemente rudas, aparentemente ariscas, son en realidad sumamente tiernas y, como los cardos, guardan dentro de sí un tesoro que a nadie aprovecha.

domingo, 10 de mayo de 2020

Viviendo en la distopía 57. Hasta pronto


10-5-2020

Los 56 días pasados han sido muy especiales para todos. Muchas personas han muerto, con lo que eso supone de desolación en una civilización como la nuestra, que ha vivido tan de espaldas a la muerte. Han muerto y no hemos podido ni despedirlas: se ha añadido dolor al dolor y se ha dejado pendiente la reconstrucción de las vidas afectadas por las ausencias.

Muchas personas han trabajado en condiciones penosas, arriesgando sus vidas para salvar las de otras, con lo que se ha demostrado, una vez más, que el espíritu humano puede ser tan sublime y hermoso como el de que aquel hombre ideal que fue creado a imagen y semejanza de Dios.

Muchas personas han perdido su trabajo o se han visto obligadas a dejar en suspenso sus empresas y están sufriendo, bastantes de ellas en condiciones que no se puede permitir una sociedad mínimamente justa.

Ha cerrado los colegios, los bares, los comercios… Ha cerrado casi todo y nos hemos recluido en nuestras casas, pendientes de un montón de medios de comunicación que nos traían a la par noticias y bulos y de las decisiones de quienes debían representarnos, todas ellas difíciles por lo inaudito del caso, decisiones para que las esperábamos una unidad que no siempre se ha producido.

Y mientras ese mundo distópico se hacía realidad, yo escribía. Durante un mes lo hice con mi mujer en el hospital o encerrada en su habitación. Yo escribía porque había gente que me leía y, leyéndome, me acompañaba. Te he sentido, paciente lector anónimo en el que pienso ahora, a las 6:50 del día 10 de mayo de 2020, y aunque tú no lo sepas, me has hecho mucho bien.

Pero el mundo va recobrando su normalidad y ya va siendo hora de que la recobre esta página, que no tiene vocación de diario. A partir de ahora escribiré en ella como antes, cuando me apetezca, con la libertad y las limitaciones que lo he hecho siempre.

«Es hermoso partir sin decir adiós, serena la mirada, firme la voz», decía aquella admirable canción del maestro Serrat. Sería bonito marcharse sin despedirse, en efecto, pero yo no puedo hacerlo porque soy una persona educada y porque todavía no me he cansado de preguntarle al mundo «por qué y por qué», porque esto, en fin, no es una despedida, sino un cordial y sencillo «hasta pronto».



sábado, 9 de mayo de 2020

Viviendo en la distopía 56. Las alas


9-5-2020

Esta noche he soñado que Carmen y yo volábamos sobre el mar. Casi nunca me acuerdo de los sueños, pero al despertarme me lo ha recordado el piar de unos pájaros, tal vez porque los pájaros tienen alas, tal vez –he pensado con los ojos fijos en el techo–, porque entre los pájaros y yo ha habido esta noche una suerte de comunidad, como debe de haberla entre los ángeles y ellos.

En el sueño, yo era feliz. Era feliz sin hacer nada, sin tener nada, sin pensar nada, solo volando.

Algunas veces me pregunto qué habría sido de los hombres si hubieran nacido con alas. ¿Se las habrían recortado de niños? ¿Se las habrían quitado unos a otros? ¿Habrían ido perdiendo poco a poco la capacidad de volar a fuerza de vivir en el suelo, como les ha ocurrido a las gallinas?

Los seres humanos no tenemos alas físicas, pero tenemos otras alas, el pensamiento, y no lo utilizamos como es debido. Yo fui educado para el miedo, por ejemplo, como era habitual en mi generación. El miedo es una emoción que sirve para avisarnos del peligro, pero también es un instrumento para limitarnos, y puede llevarnos a una seguridad obsesiva, como a esos pájaros que a fuerza vivir en una jaula no saben buscarse la vida fuera de ella. 

No lo utilizamos como es debido porque no nos enseñan a pensar, sino lo que tenemos que pensar. Lo hacemos incluso con nuestros hijos, especialmente con ellos: nada más nacer, les inculcamos una religión, la verdadera, que casualmente es la nuestra, les inculcamos una filosofía de vida, la que va a hacerlos más felices, que casualmente es la que nos habría hecho más felices a nosotros, y los damos de alta en la asociación que nos encanta o le compramos la camiseta de nuestro equipo favorito. Todo lo hacemos por mejor sin darnos cuenta de que, en realidad, estamos considerando que son una extensión de nuestra vida en lugar de que ellos tienen la suya propia.

No utilizamos el pensamiento como es debido porque se lo entregamos a otros. Vengo diciéndolo en esta página y no quiero ponerme pesado, pero me gustaría que los pacientes lectores se preguntaran por unos momentos cuánto de su pensamiento es de verdad de ellos y cuánto les ha sido inculcado. Y, luego, que se preguntaran con qué fines. ¿No han pensado nunca que los pensamientos libres, como los pájaros, no forman rebaños?

¿Las alas o el pensamiento? Ahora que sé lo que sé, si al nacer me hubieran dado a escoger entre tener alas y tener pensamiento, no sé por cuál me habría decidido.

viernes, 8 de mayo de 2020

Viviendo en la distopía 55. La alergia primaveral


8-5-2020

Soy alérgico a no sé muy bien qué que viene en primavera. Tengo moquillo, estornudo. Estoy ahora sí y ahora no llevándome las manos a la nariz y gasto pañuelos de papel a mansalva. No es grave, estoy bien, no me duele nada. Es un poco molesto, eso es todo, y la mayor parte del tiempo ni siquiera me doy cuenta. Además, me tomo unas pastillas que moderan bastante los síntomas.

Cuando era joven no tenía alergia, o eso creía. La alergia me ha venido con los años, como otros males que en mi casa llamaban «dolamas» cuando, como es el caso, eran crónicos y débiles. Ahora que con esto del coronavirus tanto se habla de curvas, yo, que hice la mili en artillería, podría decir que la alergia me ha llegado cuando la curva trazada por la bala ha sobrepasado el punto más alto, que allí llamaban «el vértice de la trayectoria», y se halla en franca bajada, que es tanto como decir en un claro declive. Pero me gusta más pensar que la alergia me ha llegado con un cuerpo más experimentado y, en consecuencia, más instruido sobre lo que le conviene y lo que no, más sabio. Si el cuerpo responde así a un elemento exterior, por algo será: tal vez se esté defendiendo. Tal vez, detrás de esa explosión de vida que anida en la primavera haya venenos ocultos, virus malísimos, millones de ácaros…

Tengo, además, la experiencia de la mente, que también tiene sus alergias, aunque no son primaverales, sino mucho más constantes. Resulta que con los años he ido notando una mayor sensibilidad contra ciertas cosas que antes me pasaban inadvertidas. No es nada grave, no me impiden conciliar el sueño ni me quitan el apetito, pero de vez en cuando me molestan. Yo las llamo «los afanes». Vienen de todas partes, pero sobre todo de los que están muy pero que muy seguros de algo y se afanan para que todos estemos tan seguros como ellos. Esos afanes me incomodan un poco, como cuando los testigos de Jehová tocan el timbre a horas impropias y me veo obligado a pedirles amablemente que se vayan.

Ahora, los afanes son fundamentalmente políticos y también tienden al apostolado. Las redes sociales les han dado unas alillas enormes. Un afán por convencerte de algo se multiplica enseguida al ritmo que le dan aire sus creyentes mensajeros y te llega de improviso por la persona o el grupo más inesperado. Cuando lo descubro, noto el afán de quien lo ha mandado y moqueo (en sentido figurado, claro), como si la mente se defendiera con una mansa alergia primaveral.

jueves, 7 de mayo de 2020

Viviendo en la distopía 54. La ideología


7-5-2020

Dentro de una ideología vamos entre una multitud como nosotros, con mucha gente que nos reconoce y a la que reconocemos. Vamos por el mismo camino, en la misma dirección, en grupo. Cuando alguien pone una emisora de radio, pueden oírla los demás sin problemas, porque es la misma emisora que oye todo el mundo. Cuando alguien compra un periódico, puede pasarlo luego para que lo lean los demás, porque es el periódico que lee todo el mundo. Cuando alguien saca un tema de conversación, puede seguirlo cualquiera y opinar lo que más le plazca, porque su criterio no va a ser muy discordante con el criterio de los demás. Dentro de una ideología, uno se siente amparado por los otros, comprendido, acompañado, y el camino se hace mucho más agradable, placentero incluso.

Caminando dentro de una ideología no nos preguntamos a dónde vamos, porque nos han dicho que nuestro destino es el mejor de los posibles y nosotros nos fiamos de lo que nos dicen. Nos hicimos esa pregunta antes de entrar, pero eso fue hace mucho tiempo y ya a nadie se le ocurre cuestionar decisiones tan esenciales como esa. En realidad, no tenemos por qué hacernos pregunta alguna, pues casi todas las respuestas posibles las tiene el catecismo de la organización y, si no hay respuestas preparadas, responde sobre la marcha la mayor lucidez del líder, al que nunca se tiene por pastor, aunque lo que haga sea pastorear al colectivo.

Dentro de la ideología podemos pensar lo que queramos, claro, pero no nos podemos apartar demasiado del sentir oficial si no queremos que se nos vea como a tipos extraños, que es como se define a los disidentes de primer nivel. Si uno empieza a tener ideas propias, si uno empieza a formar grupitos rezagados o hacer repreguntas inconvenientes, es muy posible que se le amoneste y, de persistir, se le señale el camino por el que transitan los enemigos, que es también ancho, cómodo y muy concurrido, y donde rigen reglas muy parecidas, aunque se oyen otras emisoras y se leen otros periódicos, aunque se tiene otro catecismo, en fin.

O, aún peor, de persistir en la falta, es posible que señalen al disidente los múltiples caminos por los que transitan expuestos al frío de las ideas propias los que van por libre, todos ellos estrechos y empinados, todos llenos de abrojos, charcos y alimañas.

miércoles, 6 de mayo de 2020

Viviendo en la distopía 53. El efecto sumidero


6-5-2020


Nada mejor que adentrarte en el estudio de una materia para que el tiempo se te pase volando. El estudio abre campo, y ese campo abre más campo, que a su vez abre más campo todavía, de manera que a cada paso que das te encuentras con más dudas y con más necesidad de aprender. Como ya he apuntado aquí, nadie hay tan necio como el que cree tener todas las respuestas ni tan sabio como el que tiene un montón de preguntas que se afana en responder.

Viene al caso lo dicho porque yo he llenado mis numerosas (e inquietantes) horas de aislamiento dedicándome al estudio del inglés, una materia a la que a lo largo de los años le he ofrecido mucho tiempo con pésima fortuna, pues siempre me he dejado arrastrar por el efecto sumidero.

Verán: el olvido es el sumidero del lavabo y tiene una función esencial de limpieza. En el lavabo aún está dónde hemos dejado el coche hace un rato, pero por el sumidero del olvido ya se ha ido dónde lo dejamos hace una semana, por ejemplo. En lavabo están los traumas, flotando como si fueran corchos, todas aquellas cosas que agarramos con recuerdos especiales para tenerlas siempre presentes y las que el cerebro considera necesarias, porque le prestamos atención continuada. Casi todo lo demás se va, con una velocidad que depende del grado de su densidad o consistencia y de lo frágil que sea la memoria, es decir, del diámetro del desagüe, que en mi caso es muy grande.

Cuando queremos aprender algo, por ejemplo inglés, sale información por el grifo, que luego tiende a irse por el sumidero. Yo he estado mucho tiempo aprendiendo inglés, pero lo he hecho de una forma poco sistemática, a salto mata como quien dice, y mi información era escasa y muy fluida, de manera que se iba muy pronto hacia la nada de la alcantarilla. Ahora, en cambio, la información que entra es mayor que la que se va, y además el material es más consistente, de forma que estoy empezando a vislumbrar el sistema que hay en la arquitectura del idioma.

El inglés no se aprende con mil palabras, sino con esfuerzo, como dice Richard Vaughan, que ahora es mi maestro en la distancia. Y es así: el esfuerzo, la constancia y una base compacta es la mejor forma de luchar contra el efecto sumidero. 

martes, 5 de mayo de 2020

Viviendo en la distopía 52. Un ramo de flores


5-5-2020

Ayer le regalaron a Carmen un ramo de lirios de agua o calas, que aquí llamamos jarros. Ella los ordenó, cortó sus tallos a medidas distintas y los puso, junto a unas cuantas hojas de la misma planta, en un florero de cristal con agua, que colocó luego sobre la mesa que hay en el patio interior.

Yo la estuve observando y vi que daba unos pasos hacia atrás, que examinaba el ramo con el ceño un poco fruncido y se acercaba, que retocaba la distribución y volvía a alejarse y a mirar. En algún momento, sin abandonar esa labor sutil, Carmen se acordó del patio de su casa y de su madre, como si se le escapara un pensamiento, y yo me acordé del patio de mi casa y de la mía. Ella lo dijo y yo me limité a no interrumpirla y a preguntarme qué andaría rondando por su cabeza.

Cuando terminó, me miró sonriendo, me preguntó si me gustaba y le hizo una foto, que mandó por WhatsApp a sus hijos, para compartir con ellos su felicidad.

Veo el ramo desde donde estoy escribiendo ahora y me acuerdo de todo eso. ¡La vida parece tan sencilla, aquí, ahora! No lo es, ya lo sé. Hay quien no tiene patio, ni casa, ni trabajo, ni nadie que le regale flores. Hay quien no tiene nada, en fin, pero hasta quien no tiene nada puede tener mayor inclinación por lo positivo que por lo negativo.

Lo positivo y lo negativo: esta noche, como no me podía dormir, he terminado de leer «La misericordia», de Benito Pérez Galdós, una obra maestra que asocia la infelicidad a la miseria moral más que a la miseria económica.   

Lo positivo y lo negativo: hace un rato he leído unos cuantos periódicos y he oído la radio. Políticos, comentaristas, una olla de grillos cantando a la luna desde sus madrigueras, todos con sus grandilocuentes cricrís, con sus intereses ocultos, con sus aspiraciones de máximos, con su diminuto sentido de lo común. La gente esperando a ver qué dicen y lo que dicen es que la culpa es del otro. Que la culpa es del otro.

Que la culpa es del otro.

Hay que dedicarse a ordenar las flores y a mirar los ramos. Hay que leer obras como "La misericordia" y hay que dejar de leer periódicos y de oír la radio. Esa es la conclusión.



lunes, 4 de mayo de 2020

Viviendo en la distopía 51. La pintura


4-5-2020

Yo soy narrador y reconozco mucha dificultad para expresarme. Los narradores usamos las palabras y las palabras están llenas de contenido, no siempre igual para todos. Hay que tomar las palabras adecuadas e hilarlas de tal forma que dejen en los lectores una emoción o una idea y los hagan disfrutar. Hay mucho proceso en todo esto, mucha pérdida de eficacia en la comunicación, pues no siempre se toman las palabras adecuadas, no siempre se hilan de forma que expresen lo que tú quieres, no siempre lo que has expresado es lo que le ha llegado al lector y no siempre lo que le ha llegado al lector es hermoso.

Si el arte es el instrumento que lleva el alma del artista al alma del observador, la Literatura (con la excepción de la poesía) es un medio que necesita codificar y descodificar y en el que hay mucha pérdida de información. En eso sale perdiendo con la Música, que solo tiene forma y va directamente del alma al alma, hasta el punto de que una melodía no se puede describir con palabras, por muy bien hiladas que estén. Sale perdiendo con la Danza, con la Arquitectura, con la Escultura y con la Pintura, todas ellas artes que hacen sentir de inmediato, sin necesidad de más proceso comprensivo, sin necesidad de más explicaciones, incluso sin necesidad de entender: te gusta lo que has visto, llega a lo más adentro de ti, y ya está.

Uno no tiene vocación por la escritura, sino por la expresión, por el arte, en fin. Si tuviera que volver a empezar, probablemente no sería narrador e intentaría llegar a los demás utilizando una modalidad artística más directa. No tengo oído para la música ni cuerpo para la danza, pero bien podía haber tenido habilidades para alguna de las otras artes que he mencionado. Y, en todo caso, me habría formado en ellas de la mano de profesores insignes y disfrutado mucho aprendiendo.

Mari Cruz Sanz, compañera de trabajo y amiga, me ha invitado a que continúe en Facebook una cadena de amistad y arte, tras referirse a mí con unos elogios evidentemente exagerados. Yo podría corresponderle en los elogios, e incluso hacerlos más nobles y elevados, porque virtudes la adornan como para eso, pero sé que a su natural sencillo no le gustaría. No puedo dejar de decir, sin embargo, que Mari Cruz ha encontrado en la pintura lo que yo ando buscando en la literatura desde que era un adolescente y componía historias en el patio de la casa de mis padres, la forma ideal para expresarse.

Los pintores sois artistas afortunados, Mari Cruz, a poco que abandonéis la artesanía y os dejéis llevar por la creación. La pintura es un arte divino. El Dios Hacedor, el que creó el mundo, era pintor, y escultor, y arquitecto, no narrador. Luego, vinieron los literatos y contaron lo que había hecho Dios o se limitaron a imitarlo creando mundos ficticios semejantes a este, solo eso.

domingo, 3 de mayo de 2020

Viviendo en la distopía 50. Las normas


3-5-2020

Me gusta que los niños hagan deporte de grupo, que formen parte de un equipo y se sometan a unos entrenamientos y una competición, porque el deporte enseña mucho. Enseña que si te esfuerzas, que si entrenas, mejoras. Enseña que tu éxito es el éxito del equipo y al revés, de manera que tu aportación es determinante para el conjunto, igual que lo es la de tus compañeros. Enseña que no siempre puedes jugar, porque hay otros que seguramente lo hacen mejor que tú, y así continuará siendo mientras no mejores. Enseña que si esos que juegan mientras tú estás en el banquillo no lo hacen mejor que tú, te jodes y te aguantas, porque hay una voluntad superior a la tuya, que es a la que se le ha atribuido la autoridad. Enseña que te debes ajustar a las normas del juego, que son iguales para todos. Enseña que hay un adversario al que debes respetar y, si es mejor que tú, admirar e imitar. Y, entre otras cosas más, enseña que hay una voluntad superior (arbitraria, si se quiere) a la cual se le atribuye en exclusiva la potestad de interpretar que los hechos se ajustan a las reglas, porque siempre es mejor una voluntad arbitraria que (en el fútbol, por ejemplo) 22 voluntades perfectamente justificadas, cada una con sus intereses, sus razones y sus excusas.

Es bueno que los niños hagan deporte de competición especialmente en sociedades como la nuestra, que han renegado de la autoridad paterna, de la autoridad del maestro y de las demás autoridades, incluida la autoridad política, con ese cuento de que en toda autoridad anida un autócrata, por muy bien ejercida que esté, producto seguramente de un complejo colectivo de culpabilidad, consecuencia de muchos años de dictadura.

Es bueno porque nunca disfrutamos en grupo de las victorias y nunca sufrimos en grupo las derrotas, ya que tenemos, en general, poco espíritu de unidad (ni por territorios, ni por ideas, ni por casi nada), de manera que siempre acabamos atribuyéndonos el triunfo y culpando a los otros de las derrotas, porque siempre acabamos confundiendo los enemigos con los simples adversarios y viendo adversarios y enemigos incluso entre los nuestros. Porque siempre hay alguien que saca una bandera que diferencia, o una consigna que diferencia, o un himno que diferencia, porque saca una flauta y toca una melodía mágica, y hay un montón de gente que lo sigue como idiotizada.

Es bueno porque siempre hay voces que ahondan desde un escaño o una tribuna en la tremenda injusticia que se está cometiendo contigo, contigo y con nadie más, tú, que te merecerías un equipo para ti solo, unas normas para ti solo y hasta un árbitro para ti solo. Porque siempre hay un líder que reparte folletos con una idea difícil de rebatir: que tú eres lo más grande; que tú eres el hijo y el Estado, tu padre; que tú tienes los derechos y el Estado, las obligaciones. Porque tenemos muy poca tolerancia a la frustración.

El deporte de equipo y la música orquestal enseñan mucho, yo creo. Hay entrenamiento o ensayo, normas, autoridad y un resultado común. A la vista de lo que pasa, quizá deberían federarnos todos en algún deporte o ponernos en alguna orquesta bajo la batuta de un director. Y cuando digo todos digo todos, sin excepción.

sábado, 2 de mayo de 2020

Viviendo en la distopía 49. Un mundo recién hecho


2-5-2020

El día, como recién hecho, de esos que debía haber en el Génesis para mayor gloria de quien, solo unos días más tarde, tuvo la santa ocurrencia de crear a los hombres y a las mujeres, esos seres desagradecidos que acabaron estropeándoselo todo. El sol, en el sitio de siempre, que es el mejor de los posibles, brillando como es maravilla, dando una luz tan diáfana que parecía pasada por una depuradora y una calidez mansa, que alegraba la cara sin provocar calor. Una nubecillas blancas de adorno con formas sugerentes. Una temperatura que era la ideal para todos, algo que de tan increíble parecería milagroso incluso para personas como yo, que soy muy dado a la incredulidad: para los que les gusta más alta, más alta, para los que les gusta más baja, pues más baja. Como a gusto del consumidor. Y así todo.

Las cosas, como del escaparate de una pastelería, todas diciendo cómeme, de puro seductoras, exuberantes y cremosas. Las tejas, por ejemplo, sin máculas de suciedades ni humedad, de un «rojerío» rojo que era digno de llamar a asombro. Las paredes blancas de un blanco nuclear, como las de aquel anuncio en el que una señora mayor decía que la ropa de sus nietecitos quedaba blanca como la naca utilizando ahora no recuerdo qué detergente. Y así todos los colores. Y todos perfectamente conjugados, en una armonía que llenaba el alma de blandura y felicidad. Y otro tanto podría decir de las formas, de manera que donde debía haber una línea curva, había una línea curva, y donde una línea recta, había una línea recta. Y podría decirlo de las texturas: la de ladrillo, la de madera, la de granito, que por aquí se lleva mucho, y todas las demás, que se podían palpar con la mirada y era como si se hubiera puesto uno un guante de seda en los ojos.

La vegetación enorme, disparatada, como la que recuerdo de aquella Historia Sagrada que venía en la enciclopedia Álvarez Pérez, donde yo estudiaba cuando era chico. Eso que aquí llamamos «avenas locas», por ejemplo, casi tan altas como yo. ¡Qué digo casi, como yo! O no, más altas, sí, mucho más altas que yo. Los jaramagos no demasiado grandes, que a esas hierbas parece que le sienta mejor el mal tiempo que el bueno, pero grandes de todas formas. Las malvas, impresionantemente hermosas, todas con unas flores tan vistosas como no se han visto nunca. Las amapolas a millones, en los bordes de la calzada y en la lejanía, donde formaban manchas compactas entre los distintos tonos de hierba, formando una imagen que a buen seguro guardarán en la memoria los pintores para llevarla a esos cuadros que idealizan la primavera. Y había más, que no nombro porque estoy viendo que de puro júbilo la crónica se me está yendo de las manos.

¿Y la gente? Lo que cuento era por el borde norte de Pozoblanco, avenida Carlos Cano, en el tramo nuevo del camino del «Colesterol» tal día como hoy, hace un rato. Desde ahí se puede ver la línea de montañas de la sierra de Santa Eufemia, el pueblo de Añora, un sinnúmero de casitas de campo y el campo mismo, que está como no se recuerda, de lo mucho que ha llovido en abril. El alma, en fin, se regocija siempre paseando por esos lares, pero más con las trazas que tiene ahora todo, como vengo diciendo. Así que la gente estaba contenta. Eso se veía enseguida. Le ha sentado bien salir un rato y andar por donde solía.

Yo creo que hasta le ha sentado bien el confinamiento a sus cuerpos, por mucho que digan lo contrario sus dolientes. Los he visto a todos más lozanos, a ellos y a ellas. Más «tiposos», incluso, como más en su ser natural, que es el más agradecido. A los que les sientan bien los kilos, por ejemplo, los he visto un poco más gorditos. Y a los que les sienta mejor la delgadez, con menos kilos que antes. Las mujeres, en particular, iban de una belleza subida. ¡Qué talles más tentadores, qué ojos por encima de esas mascarillas, con qué finura me han obsequiado aquellas con las que he hablado, qué extremosa delicadeza verlas venir desde lejos o verlas irse a su paso, con esa gracia de movimientos que parecía obra de la brisa!

Dirán que exagero, pero no, no exagero ni un ápice. Hoy todo era así. Yo soy fedatario público y no puedo ni exagerar ni echar mentiras.

viernes, 1 de mayo de 2020

Viviendo en la distopía 48. Torrecampo

1-5-2020

Una noche de hace muchos años, hallándonos al fondo de la barra del «pub» Almogábar, expresé a Justo Romero, a la sazón alcalde de Torrecampo, mi admiración por la cantidad de gente especial que había en aquel pueblo. ¿Gente especial?, se extrañó él. Para razonarle lo que yo había dicho, fui nombrando uno a uno a quienes nos encontrábamos allí al tiempo que citaba algunos de los rasgos de su personalidad, que a mí se me antojaban singulares, y recuerdo que, al llegar a nosotros mismos, los últimos que me quedaban por nombrar, concluí la relación diciendo: «Quedamos tú y yo, Justo, y no nos engañemos, ni tú ni yo somos personas corrientes».

Torrecampo no solo conservaba en aquel tiempo una prolija relación de gente singular, sino un espíritu colectivo singular que a mí me había llamado la atención cuando en 1984, con solo 25 años, llegué a él para hacerme cargo de la Secretaría-Intervención del Ayuntamiento. Torrecampo era un pueblo situado en la periferia de Andalucía, lejos de casi todo y supuestamente aislado, pero sus habitantes habían tenido mucho contacto con Madrid, Benidorm y otras ciudades de la costa, lo que había imbuido de modernidad la ya ancestral singularidad del espíritu torrecampeño.

Desde aquel lejano 1984 hasta hoy el pueblo ha cambiado mucho. Torrecampo, como Los Pedroches en general, se ha ido vaciando y es hoy bastante más pequeño. Casi todas las personas con rasgos de personaje de novela que habitaban en él se murieron y su población en general se parece mucho más a la de sus vecinos de la comarca, que a su vez se parece más a la de cualquier vecino de cualquier pueblo de España.

El pueblo se ha ido vaciando y moderando su singularidad al ritmo que yo me he ido llenando de Torrecampo y de su forma de ser, de tal modo que si yo soy así es, en buena parte, porque Torrecampo era así y es así. No podía ser de otra manera después de rozarme con tanta gente del pueblo y de tantos años de observar desde el mirador de mi despacho cómo palpitaba el alma de sus vecinos, de sentir sus alegrías y sus sufrimientos. Uno es lo que ha vivido y yo he vivido lo mejor y lo peor de Torrecampo de los últimos 36 años. Yo soy tan de mi pueblo de nacimiento como de Torrecampo, donde he dejado lo mejor de mí y, tal vez, también lo peor de mí. Yo soy tan torrecampeño como el que más, tanto como la iglesia de San Sebastián o la Virgen de Veredas, a la que hoy, por cierto, los torrecampeños se ven obligados a honrar confinados en sus casas, hoy, primero de mayo, que es el día de su romería y es el día más grande del pueblo.