16-4-2020
La soledad no es una condición física,
sino emocional. Ahora se ve más que nunca. Ahora, con la gente metida en sus
casas, con las puertas de la calle cerradas, con el plomo de la quietud y el
silencio enlenteciendo el paso de cada minuto.
Hay gente que vive sola y no tiene a nadie
a quien llamar ni nadie que la llame, nadie en quien pensar ni nadie que piense
en ella: vive sola y está sola. Aunque tal vez se quiera mucho a sí misma y
necesite poco a los otros.
Hay gente que vive con otros, tal vez
con muchos, con los que habla continuamente para cualquier cosa. Entre ellos quizá
exista una relación muy cercana, quizá hasta conyugal, o incluso de padres e
hijos. Conviven, se hablan, se prestan servicios mutuos, pero lo hacen a
regañadientes o no hay ninguna emoción común entre ellos, más allá de esa desazón
gélida que es la indiferencia. Por cerca que estén, por mucho que hablen y
muchas comidas juntos que tengan, no comparten emociones, no saben lo que
siente el otro y nadie sabe lo que les pasa, están solos.
Hay gente que está acompañada, que
tiene a quien querer y quien la quiera, pero no se quiere a sí misma, se
desprecia y se siente sola. O se quiere a sí misma mucho más que quiere a los
otros, y no deja de mirarse el ombligo y exige, y condiciona, y precisa. Y,
como nada de lo que le dan es suficiente, se siente abandonada y sola.
Y hay gente que, aunque viva encerrada
en su casa y más sola que la una, sabe que hay personas a las que quiere y que
la quieren, con las que contacta a menudo: vive sola, pero está acompañada.