jueves, 30 de abril de 2020

Viviendo en la distopía 47. Justicia de aluvión


30-4-2020

Siempre que voy a hacer de jurado a un concurso u oposición relacionado con mi profesión me acuerdo de un profesor de universidad que nos decía: «Disfrutad ahora que podéis, aquí, donde todavía el mal de unos no es el bien de otros». En la universidad, en efecto, todos podíamos aprobar y ser felices, en tanto que afuera la competencia sería encarnizada, algo que se aprecia enseguida en casi todos los ámbitos profesionales, pero especialmente bien en las oposiciones.

Me acuerdo de aquellas palabras y siento una sensación de vértigo. Ser justo no es nada fácil. La justicia requiere de una mezcla de distancia y de proximidad, de rigor y de comprensión, de determinación y de temor. La evaluación del justo tiene que ser tan flexible como implacable. El justo tiene que tener tanto valor como conciencia y, luego, tanta facilidad para la memoria como para el olvido. Y más si se piensa que quien va de jurado a un tribunal no tiene entre sus manos el suspenso del alumno, que puede volver en la próxima convocatoria, sino un trabajo para toda la vida, esto es, el soporte del proyecto vital de una persona.

Tengo comprobado, además, que quienes van a examinarse ante el tribunal del que yo formo parte saben por lo general más que yo de la materia, pues ellos han estudiado y yo no. Yo tengo un conocimiento distinto. Mi conocimiento es de experiencia y de saber estar, y es de sedimento, es decir, yo tengo eso que queda cuando olvidas lo que no necesitas y aprendes lo que necesitas. Pero eso no es lo que se evalúa en las oposiciones a la Administración, ni siquiera se evalúa quién es el mejor para el puesto, sino quién es el que tiene mayores conocimientos relacionados con un temario amplio.

Los opositores saben más que yo, en fin, y yo debo evaluarlos con Justicia. Y si he escrito todo esto aquí es porque eso mismo es lo que nos ocurre a diario con casi todo, pues casi todo está sometido a nuestro juicio y casi todo está hecho por gente que sabe más que nosotros. Nosotros debemos evaluar a médicos, albañiles, fontaneros, entrenadores… y, ahora, a científicos, estadísticos y epidemiólogos. Debemos evaluarlos porque la vida nos empuja a ello, y nuestra obligación es hacerlo con justicia desde ese conocimiento «de sedimento» que tenemos.

miércoles, 29 de abril de 2020

Viviendo en la distopía 46. Un galimatías de medias verdades


29-4-2020


Ayer por la tarde, los vecinos de mi calle hablamos de puerta a puerta de lo que haríamos cuando empezara la «desescalada». Lo hicimos con alegría, incluso con optimismo, como si la esperanza ya hubiera empezado a cuajar en una realidad que se aventuraba un poco más hermosa que la actual. Luego, tuve dos videoconferencias con familiares y amigos y se habló de lo mismo en unos términos similares, bastante positivos, incluso llegamos a hacer algunos pequeños planes, medio en serio medio en broma.

Esta mañana, sin embargo, los medios de comunicación me han dejado una impresión distinta. ¿Será verdad eso de que «un pesimista sólo es un optimista bien informado»? Porque ayer yo estaba mal informado y estaba alegre, en tanto que hoy, que me hallo mejor informado, estoy mucho menos alegre y hasta tengo un punto de cabreo.

Cuando repaso la prensa, sin embargo, observo que casi todas las noticias sobre la «desescalada» llevan un juicio de valor negativo, y que son negativas casi todas las opiniones, pues inciden casi exclusivamente sobre las carencias y los fallos de los planes del Gobierno. ¿Es esa la realidad? ¿Estoy ahora mejor informado que ayer, que solo conocía los planes del Gobierno, evidentemente carentes de autocrítica?

O dicho de otra forma, ¿puedo sacar de esa lucha entre la verdad del Gobierno y la verdad de la prensa la Verdad con mayúsculas? Porque si la verdad del Gobierno es interesada, no es menos interesada la verdad de casi todos los medios de comunicación y de muchos de los comentaristas, tertulianos y opinantes en general.

¿Puedo sacar de ese galimatías de verdades interesadas las Verdad de verdad, la Verdad de la buena? Mejor es eso que nada, desde luego, pero los ciudadanos agradeceríamos un esfuerzo por la verdad negativa de los gobiernos (la autocrítica) y por la verdad positiva de los partidos de la oposición y de los medios de comunicación en general (algo harán bien los gobiernos, digo yo).

Los que emiten información no deberían obligarnos a leer todos los periódicos ni pueden pretender que de ese fárrago de noticias interesadas que nos llega saquemos algo en limpio. El esfuerzo por extraer la Verdad de la buena no tendríamos que hacerlo nosotros, sino ellos, los que están en el gobierno, los que no gobiernan y quieren hacerlo y, sobre todo, esos que se dan a sí mismos el título de periodistas. 

martes, 28 de abril de 2020

Viviendo en la distopía 45. Un regalo


28-4-2020


Al principio de todo esto, Carmen y yo nos fuimos cada uno a una habitación. Ella es médico y estaba muy expuesta al contagio y no quería que yo me infectara. No compartíamos cuarto de baño, ni la mesa de la comida, ni nada y, cuando nos cruzábamos por la casa, guardábamos un metro de distancia.

A los pocos días, Carmen empezó a toser y le dio fiebre. Cuando le hicieron las pruebas, dio positivo en COVID-19, así que se recluyó en nuestra habitación, cerró la puerta y dispuso una mesita en el pasillo, que serviría para dejar la bandeja con la comida, y un cubo para el intercambio de ropa. Aunque nos hablábamos por teléfono, como si estuviéramos en dos continentes distintos, seguíamos a unos cuantos metros de distancia, y yo podía oír sus toses a través de la puerta.

Como no mejoraba, sino más bien al contrario, casi una semana más tarde fuimos al hospital de Los Pedroches, donde le diagnosticaron una neumonía bilateral. Yo no pude verla. Ni pude verla cuando le llevé las cosas que ella me indicó. Ni pude verla luego. Ella se quedó en el hospital y yo me volví a mi casa, donde me quedé solo y como chocado, rodeado de noticias que hablaban de enfermedad y de muerte.

Carmen me ha dicho que lo pasó mal al principio. Me lo ha dicho ahora. Entonces, cuando estaba en el hospital, siempre se mostró muy animosa conmigo en las numerosas videoconferencias que mantuvimos y nunca me transmitió mensajes negativos, así que pronto recuperé el ánimo.  

Carmen estuvo nueve días en el hospital, al cabo de los cuales volvió a nuestra habitación y al sistema de bandeja para la comida y cubo para el intercambio de ropa, en el que ha permanecido otros catorce días. En total, casi un mes de enfermedad y encierro en el que no ha emitido ni una sola queja ni ha dicho una palabra que no fuera de agradecimiento hacia mí, y en el que ha estado más pendiente de sus enfermos de Torrecampo que de ella misma.

La Naturaleza, en fin, esa que manda la enfermedad y la muerte, tiene a veces preciosos detalles con nosotros. Conmigo tuvo el mejor de los posibles el día que puso en mi vida a Carmen.

lunes, 27 de abril de 2020

Viviendo en la distopía 44. La empatía


27-4-2020


Si tengo aire acondicionado en mi casa, en mi trabajo y en mi coche, sé poco del calor. O dicho de otra forma, el calor es para mí una referencia vaga, como lo es el frío para el que toca una barra de hielo.

Porque el calor no es estar un rato al sol o un poco a una temperatura alta. Ni siquiera es hacer un viaje largo a la hora de la siesta en pleno verano por Andalucía. El calor es más que eso: el calor de verdad es no tener aire acondicionado en el pequeño piso de Sevilla en que te ves obligado a vivir o pasarse un verano detrás de otro en lo alto de un andamio.

Ahora se ha puesto de moda una especie de turismo antropológico que pretende hacer sentir al turista lo que siente el currante en el tajo. Para ello, llevan al turista a un cortijo de la sierra perfectamente equipado, por ejemplo, le ofrecen un desayuno molinero con toda clase de productos supuestamente típicos, le dan una charlita, lo montan en un todoterreno y lo ponen en la falda de la sierra a coger aceitunas, a fin de que el turista se haga cargo de lo que siente el aceitunero. "Como esto, pero tres meses", le dicen al turista al cabo de un rato, cuando ven que empieza a farfullar palabras de cansancio.

Y no: eso que siente el turista no es lo que siente el aceitunero. No es ni parecido. Y no solo porque la acumulación de tiempo produce un salto cualitativo, sino porque las condiciones de uno y de otro son muy distintas: ni es lo mismo el lugar de descanso, ni es igual la comida, ni, en general, es igual el trato al turista que paga que al jornalero que cobra.

Y quien habla del aceitunero habla del médico o del secretario del Ayuntamiento. O del alcalde de un pequeño pueblo. Es casi imposible ponerse en lugar del otro. Como mucho, nos ponemos en el lugar del otro que está a nuestro lado, que generalmente tiene un modo de vida muy parecido al nuestro, con el que acabamos sintonizando en intereses y, en consecuencia, en ideas que justifican esos intereses.

Yo, por ejemplo, me muevo en un círculo de profesionales, funcionarios y pequeños empresarios con un nivel cultural alto, con los que intercambio información y comparto intereses. Puesto a enjuiciar el mundo, puesto a opinar, mis opiniones estas sesgadas por el lugar de donde vienen y me resulta difícil entender otras, otros intereses, y más si son totalmente contrarios a los de mi círculo.

Pero lo cierto es que hay otras opiniones y otros intereses. ¿Opiniones equivocadas? ¿Intereses nocivos? Puede. O no. Lo que debe quedarme claro es que son tan respetables o más que los míos. Y el respeto no es acatar a regañadientes, sino algo mucho más positivo, que puede verse cuando me respondo a esta pregunta: ¿Qué espero yo del otro? Pues eso que espero, eso, es el respeto. 

domingo, 26 de abril de 2020

Viviendo en la distopía 43. La normalidad que viene


26-4-2020

Un amigo me pregunta cómo creo que será la normalidad cuando todo esto pase, al hilo de un artículo que ha leído. La pregunta coincide con un mensaje supuestamente de «los sanitarios» que me ha llegado por varios grupos de WhatsApp pidiendo silencio a las ocho, la hora en la que salimos a aplaudir, «en protesta por la situación de este colectivo». Y coincide con el final de mi lectura de Los hermanos Karamázov, de Fiódor Dostoyevski.

Esa asociación casual me sirve para hilar la respuesta: querido amigo, la serie Juego de Tronos ha tenido tanto éxito en nuestro tiempo porque en ella está lo mismo que hay en Los hermanos Karamázov, lo mismo que en El Quijote, lo mismo que en las obras de Shakespeare, lo mismo que en las tragedias griegas y lo mismo que en los protagonistas de La Biblia, la naturaleza humana, con todas sus grandezas, que son muchas, y todas sus miserias, que son muchas también, expuesta de la forma más cruda y más artística posible.

Nada ha cambiado, esencialmente, a lo largo del tiempo. Aquellos hermanos que, según cuenta el Libro del Génesis, vendieron a José como esclavo y le dijeron a su padre, Jacob, que había sido atacado por un lobo al tiempo que le mostraban su túnica manchada de sangre como prueba, siguen siendo un fiel reflejo de lo que es la envidia hoy en día, por ejemplo. En esos libros y series que te menciono están también la soberbia, la avaricia, la ira, la lujuria, la gula, la pereza y las virtudes que las contrarrestan, están en su formato actual, que es su formato de siempre.

Que grupos políticos (de sanitarios o no) se arroguen la representación de todos los sanitarios y dividan a la sociedad en un momento tan fundamental con un fin evidentemente partidista, resulta descorazonador, pero comprensible desde el punto de vista de la naturaleza humana, en la que están los que aplauden y los que pitan, los que se juegan la vida y los que escurren el bulto, los que dicen qué puedo hacer para ayudar y los que ponen la zancadilla e intentan utilizar el tropezón para incapacitar al guía.

En la naturaleza humana está que la portavoz del Gobierno catalán, Meritxell Budó, asegurara que si Cataluña hubiera sido independiente «no habría habido ni tantos muertos ni tantos infectados» por coronavirus. Está que un Presidente de Estados Unidos sugiriera que las inyecciones con desinfectante podrían ser un tratamiento contra el coronavirus. Y está que un Primer Ministro del Reino Unido dejara que el virus fluyera de forma natural y fuera infectando a la población para generar inmunidad. Está toda esa estupidez de los gobernantes y está –conviene recordarlo– toda esa estupidez y toda esa mala sangre de quienes los eligieron, que son personas como tú y como yo, querido amigo que me pides opinión. 

Así que, cuando todo esto pase, el escenario que es el mundo no será igual, pero lo esencial de la obra no es el escenario, sino esos personajes que somos nosotros, y nosotros seguiremos igual, a nosotros no hay quien nos cambie.

sábado, 25 de abril de 2020

Viviendo en la distopía 42. La luz


25-4-2020

Algunos días me demoro un rato en la cama, despierto, y dejo al pensamiento que teja sus historias tal y como le vienen, sin acicate ni cortapisa. El pensamiento libre es un ser extraño, como si fuera enteramente de otro o, mejor, como si no fuera ni de mí ni de nadie, sino de él mismo. Yo, entonces, soy solo cuerpo, y el pensamiento es otro ser que habita dentro de mí.

Esos días, la luz empieza a hacerse visible poco a poco a través de las ventanas. Cuando ese otro que es mi pensamiento se da cuenta, fija su mirada en las alegres listas que forma la persiana y disminuye su actividad hasta quedarse en calma. Ya no fabrica historias. Ya solo quiere sentir cómo sube la intensidad de la luz, fascinado.

Amanece: el mundo está lleno de noticias como esa, extrañas y maravillosas por muy usadas que estén, increíbles a poco que uno tenga conciencia de ellas. La gente se asombra de que vuelen los aviones o de que el hombre haya podido llegar a la luna y ve de los más corriente que los pájaros canten o que pueda recordar dónde dejó el coche ayer, cuando el más elemental de los animales o cualquier atributo humano, como la memoria, son más asombrosos que todas las gestas realizadas por el hombre.

Mientras mi cuerpo está calentito y quieto, ese extraño ser que es mi pensamiento libre se regodea con la luz, tal vez, sin saberlo, con lo que de esperanza hay en la luz.

Amanece, hoy también, y todo sigue en su sitio. Amanece y mi mujer duerme a mi lado.

viernes, 24 de abril de 2020

Viviendo en la distopía 41. Los jóvenes


24-4-2020

Si una familia que gana 100 quiere vivir como el vecino, que gana 120, puede endeudarse por 20 con un banco. Y el año que viene, cuando tenga que pagar los 20 al banco, se los puede pedir a otro para pagarle al primero. Aunque quizá a esos 20 haya que sumarle otros 10, porque el vecino ya gana 130. 30 que habrá que pedirle a un tercer banco para pagarle al segundo. Y así un año y otro, acumulando deuda que debe devolverse con intereses, aunque parezca que no, porque siempre hay quien está dispuesto a prestarte.

La familia podría gastarse el dinero que le da el banco en bienes de futuro, es decir, en una buena educación para los hijos, o en una furgoneta más grande, porque el padre es repartidor y así podría llevar más mercancía, o en ampliar la tienda que tiene la madre, pero se lo gasta en mantener el mismo nivel de vida que los vecinos, de manera que siempre gana lo mismo, o incluso menos en términos relativos, porque tienen que destinar buena parte de sus ingresos a pagar intereses, en tanto que los vecinos, que sí se lo gastan en mejorar sus propias empresas, cada vez ganan más.

La familia vive bien manteniendo la ficción de que gana 120, 130, 140, como el vecino, aunque solo gane 100. Los bancos también viven bien, porque siempre acaban cobrando lo que prestaron y los intereses. Y viven bien los vecinos, que son comerciantes y, por lógica, venden más a quien gana 140 que a quien gana 100. A todo el mundo, en fin, parece que le viene bien.

Pero puede ocurrir que la familia tenga un bache, que el padre caiga enfermo, por ejemplo, y no pueda salir a repartir con la furgoneta. Entonces, es posible que el banco que toca ese año no quiera prestarle dinero para pagar al banco anterior, o que le quiera cobrar unos intereses mucho más altos, dado que se ha incrementado mucho el riesgo de que puedan devolvérselo. Entonces, todo el sistema se muestra como lo que era realidad, un mal tinglado, y se viene abajo.

¿Y los hijos de la familia? Los hijos siempre llevan las de perder: los hijos son los que, en el mejor de los casos, pagarán la deuda que deja la familia, esa que parece que nunca se pagará. Los hijos venden su trabajo o sus servicios por un precio inferior a los hijos de los vecinos, que trabajan en empresas más competitivas y pueden pagarles más. Los hijos, si la familia quiebra, tendrán que trabajar hasta bien avanzada la vejez y, luego, cuando finalmente se jubilen, tendrán menos dinero para sus gastos.

Ahora, pongan Estado español donde he puesto familia, pongan jóvenes donde he puesto hijos y pongan pandemia de coronavirus donde he puesto que el padre cae enfermo y se harán cargo de la situación.

jueves, 23 de abril de 2020

Viviendo en la distopía 40. El virus del fanatismo


23-4-2020

Llevamos cuarenta días de confinamiento. Cuarenta días son muchos y se nos están haciendo muy largos, aunque tengamos familiares o compañeros de piso con los que conversar o discutir. Se hacen muy largos aunque podamos ver la televisión, y contactar con los conocidos a través de las redes sociales, y hablar por teléfono, y hacer uso de los ordenadores, aunque podamos salir a trabajar, a comprar suministros y a pasear al perro.

Cuarenta días eran suficientes en los días de la peste negra (de esos días y esa cifra, cuarenta, viene la palabra «cuarentena») para saber si una persona estaba infectada o no. Cuarenta días es una cifra más que razonable para todo, incluso una cifra alta. De hecho, el número cuarenta aparece más de cien veces en la Biblia: cuarenta fueron los días que duró el Diluvio, y en ese periodo se anegó toda la Tierra, y cuarenta fueron los días que pasó Jesús en el desierto, por ejemplo. Cuarenta son los días que dura la Cuaresma.

Cuando le hago estas observaciones a alguien muy cercano a mí, me habla de la relatividad del sufrimiento y me pone de ejemplo a Ortega Lara. Sí, lo recuerdo, aquel hombre que ETA mantuvo 532 días encerrado bajo tierra, pero quiero ponerme al día y leo en la Wikipedia:

«Las condiciones de su secuestro fueron penosas: el zulo en el que se hallaba, muy húmedo (pues se encontraba a pocos metros del río Deva), sin ventanas y situado bajo el suelo de una nave industrial, tenía unas dimensiones de 3 metros de largo por 2,5 de ancho y 1,8 m de altura interior. Ortega Lara sólo podía dar tres pasos en él. Disponía de la luz de una pequeña bombilla y, como no podía salir del habitáculo, recibía dos marmitas; una para hacer sus necesidades y otra para asearse». 

¡Dios mío! La Naturaleza manda virus que hacen sufrir y matan, virus que nos mantienen encerrados en nuestras casas. ¿Y los seres humanos, esos que son como nosotros, qué clases de virus bullen en sus conciencias, qué clases de virus mandan?

Ortega Lara fue liberado por la policía. Una semana más tarde, ETA secuestró y asesinó a Miguel Ángel Blanco.

miércoles, 22 de abril de 2020

Viviendo en la distopía 39. La estupidez


22-4-2020

Antes de darle a la tecla que inserta lo que escribo en la web siempre siento cierto vértigo. ¿Quién soy yo, para hacer público esto, que no deja de ser una opinión como otra cualquiera? ¿Qué sé yo de esto más que otros que, prudentemente, se callan? Al fin al cabo, yo soy un escritor aficionado, solo eso, y me siento más cómodo escribiendo sobre un mundo ficticio que sobre el mundo real.

La duda es más razonable ahora, que se toman decisiones a la carrera, incluso con premura, guiados más por un permanente ensayo y error que por otras estrategias de conocimiento: si funciona, seguimos adelante; si no funciona, probamos con otro método. La duda es razonable porque ese sistema, con el que aprendemos todos lo que es la vida (eso es la experiencia), es el que suelen aplicar los buenos científicos para llegar a una solución, no los buenos políticos, a quienes se les supone una estrategia a largo plazo.

Pero el caso es que estamos en manos de los técnicos, no de los políticos. Y son ellos los que saben del asunto, por poco que sepan. Y ese «por poco que sepan» está muy lleno de mi comprensión, dado lo poco que puede saberse de algo aparecido hace unos pocos meses y de lo que aún se desconoce su verdadero rostro.

Que los técnicos no lo saben todo es una verdad a la que los que no lo somos llegamos con la madurez. Hace tiempo, una señora me hizo una pregunta en mi trabajo que no supe contestarle. La señora me señaló varios montones de distintos boletines oficiales que había sobre una mesa cercana y me dijo: «¿No lo sabe, pues eso viene ahí?». Ahí estaba, en efecto, y porque estaba ahí era por lo que yo no tenía que saberlo, pero a la señora le hacía falta eso, madurez intelectual, conocimiento.

Recuerdo que un profesor de universidad nos dijo el primer día de clase: «Supongo que ustedes no se encontrarán en esa fase de la ignorancia en la cual uno se cree que el profesor lo sabe todo». Creer que alguien puede saberlo todo es, en efecto, de una ignorancia supina, del tamaño de la que tienen los niños, que creen en la absoluta infalibilidad de su padre.

Pocos ejemplos hay mejores sobre la estupidez que el de quien ha pillado al profesor en un desliz y, pasando de lo particular a lo general, se cree que el profesor no sabe nada. O el de quien porque sabe un poco de algo se cree que lo sabe todo y se atreve a corregir a los que saben mucho más que él.

martes, 21 de abril de 2020

Viviendo en la distopía 38. La buena gente


21-4-2020

La gente, por lo general, es buena. A la gente la ponen a hacer colas retorcidas en los aeropuertos y hace colas retorcidas sin rechistar. A la gente le dicen que no puede coger el metro porque hay una huelga y se busca la vida de otra forma. A la gente le dijeron que dejara de fumar en los bares y dejó de fumar en los bares, cuando todos nos creíamos que iba a haber una revolución.

A la gente le han dicho que se quede en sus casas y se ha quedado en sus casas. Se ha quedado quince días, y luego otros quince, y se quedará todo el tiempo que haga falta.

La buena gente ha salido a aplaudir a sus puertas o sus balcones a esa parte de ella misma que se está jugando la vida para salvarla, a sus sanitarios, y, también, a esa parte de ella misma que han seguido trabajando para mantener el funcionamiento de nuestra sociedad: a sus agentes del orden, a sus ganaderos, a sus repartidores, a sus cajeros de supermercados, a sus asesores fiscales y a otros muchos trabajadores que son igual de importantes, aunque no los nombre ahora.

La buena gente ha estado muy pendiente de los políticos, de todos ellos, no solo de los que mandan, porque espera de ellos una actuación acorde con las circunstancias, que son muy graves, gravísimas, tan graves como no se habían conocido en mucho tiempo.

La buena gente está actuando con unidad y patriotismo. Unidad es la que la buena gente está teniendo cuando se ha mantenido como un solo cuerpo: sufriendo como un cuerpo, llorando con un cuerpo, enterrando a sus muertos como un cuerpo. Patriotismo es lo que la buena gente está teniendo cuando aguanta en sus casas y cuando se va a trabajar poniendo en riesgo su vida o para que todos podamos seguir comiendo y manteniendo dignamente nuestros hogares y a nosotros mismos.

La buena gente sabe que el problema es de proporciones bíblicas y espera de sus representantes una solución de proporciones bíblicas, que no puede salir sino de la unidad y el patriotismo verdadero, el mismo que está demostrando ella.

La buena gente debería estar muy pendiente, MUY PENDIENTE, de lo que hacen sus representantes, especialmente de lo que hacen esos en los que siempre confía porque tienen un pensamiento más acorde con el suyo. Si sus representantes no renuncian, si no transigen, si miran al presente con rencor o están más pendientes de una parte de la sociedad que de toda la sociedad, la buena gente debería dejar de confiar en ellos, aunque solo fuera por esta vez.

O salimos juntos o no salimos. El pozo en el que hemos caído es muy hondo y no se puede salir de él gateando con una sola ideología, sino apoyándonos unos sobre los hombros de otros. Eso deberían entenderlo nuestros representantes, tan poco proclives al sacrificio y al acuerdo, y, ¡ojo!, deberíamos entenderlo también nosotros.

lunes, 20 de abril de 2020

Viviendo en la distopía 37. El espejo


20-4-2020

Es por la mañana, muy temprano. Me miro al espejo. Hoy haré un curso de varias horas desde mi casa por videoconferencia. Estos días de atrás me he vestido para estar presentable, nada de andar en pijama desde por la mañana hasta la hora de acostarse, pero he repetido mucho la misma ropa, y en ningún caso ha sido la que tengo para ir a trabajar. ¿Recuerdan el jersey que me manché con lejía, por ejemplo, pues he seguido poniéndomelo? ¿Qué hago hoy? ¿Me visto algo mejor?

El espejo me devuelve una cara extraña que, curiosamente, es la mía. ¿La mía? Tengo más barba de la cuenta. En otras circunstancias ya me la habría recortado. Probablemente hoy debería hacerlo, pero me da pereza. ¿Para qué? Mañana, o pasado. Los que me verán no me conocen, o, si me conocen, no se acordarán de lo larga que es mi barba comúnmente, o, si acuerdan, no se darán cuenta de que me he dado un poco al abandono. Nadie se dará cuenta, en todo caso, excepto yo.

¿Me visto de arriba abajo o solo la parte que se me verá? El jersey de la lejía está bien, y nadie notará las manchas. Lo sé yo, sí, pero eso da igual. O no. ¿Quién soy yo para que me importe a mí mismo? Lo importante es lo que piensen de mí los otros. Los otros. ¿Por qué tengo esa imagen en Facebook? ¿Por qué tengo esa foto en mi blog, en la que solo se me ve un ojo que, más que mirar, escruta al espectador? Todo eso no lo tengo por lo importante que soy yo para mí, sino por lo que quiero que piensen de mí, porque para mí es muy importante lo que piensen los otros.

Desde que me encerré en casa no me he puesto colonia. Es una tontería, ya sé, pero hoy me he acordado de la colonia. Tengo unos pocos frascos, algunos intactos. Me ocurre como a casi todo el mundo: recibo en forma de regalo más botes de perfume de los que soy capaz de consumir, aunque me pongo un poco cada mañana, después de ducharme (cada mañana normal, no cada mañana de estas, claro). ¿Qué hago hoy, me pongo o no me pongo perfume? No lo olerán, y si me lo pongo yo estaré oliéndolo los escasos segundos que tarde mi olfato en acostumbrarse a él. Si me lo pongo me sentiré más seguro y, más seguro, quizá dé mejor imagen en la videoconferencia. ¿Me pongo uno barato o uno caro?

Mientras me miro al espejo, pienso en lo importantes que son los espejos. Tanto como una cama o más. Uno puede tumbarse a dormir casi en cualquier sitio, porque suelo hay en todas partes y habiendo sueño no hay colchón duro, pero uno no puede pasar sin un espejo. Por lo menos una persona de nuestro tiempo, que es más por lo que parece que por lo que es en realidad.

domingo, 19 de abril de 2020

Viviendo en la distopía 36. Con lo que estoy ahorrando


19-4-2020

Mateo 6:2-3-4
«Por eso, cuando des limosna, no toques una trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser alabados por los hombres. En verdad os digo que ya han recibido su recompensa. Pero tú, cuando des limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha, para que tu limosna sea en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará».

*****

Con esto del confinamiento, estoy ahorrando y no solo dinero. Ya veremos lo que hago con el dinero. En todo caso, si hago algo distinto de gastármelo en darme un homenaje, cumpliré con el mandato evangélico y mi mano izquierda no sabrá lo que hace la derecha.

Por lo demás, esta es una relación de lo que pienso hacer con el resto de lo que estoy ahorrando, que sobre este particular nada dice el Evangelio:

– Pienso ver a mis hijos y a mis hermanos.

– Pienso dar un mogollón de besos y de abrazos.

– Pienso abrir mi casa a mis familiares, a mis amigos, a mis vecinos, a mis conocidos y a cualquiera que quiera visitarme, y pienso visitar la casa de cualquiera que me invite.

– Pienso compartir algo más que unos minutos de charla con los que aplauden conmigo en la calle y veo desde la distancia.

– Pienso pasear por todo Pozoblanco, mi pueblo, pero especialmente por la calle Mayor, y muy especialmente en la hora punta, cuando esté llena de gente.

– Pienso cenar el primer viernes que pueda con mis amigos, y hablar con ellos, seguramente entre lágrimas, y tomarme con ellos un «gintónic» o dos.

– Pienso sentarme a media mañana en la terraza del bar de Los Mellizos de Torrecampo y, debajo de una de las moreras, tomarme un té verde y medio mollete con aceite.

– Pienso tomarme en mi coctelería preferida de Málaga una pinta de cerveza, mientras veo a la gente bañándose en la playa.

– Pienso andar por los caminos, por los más cercanos y por más lejanos, en compañía o solo.

– Pienso valorar aún más el presente, el detalle, lo pequeño.

– Pienso agradecer mucho que me quieran.

– Pienso dar más valor a los que predican la tolerancia y la ejercen.

Creo que lo que estoy ahorrando me dará para todo eso y mucho más, que ya me iré pensando.



sábado, 18 de abril de 2020

Viviendo en la distopía 35. Una persona mayor


18-4-2020

Cuando estamos en la escuela, los que van por delante nos parecen mucho mayores que nosotros, como si entre los de un curso y los de otro hubiera un salto temporal enorme. No en vano, los días de la infancia son largos, los meses son como años y los años no parecen tener fin.

No digo nada los que van varios cursos por delante, y ya fuman, y dicen palabrotas, y se hablan a voces, y tratan al otro sexo con un atrevimiento no exento de grosería. Esos, parecen habitantes de otro planeta. Nos provocan admiración al mismo tiempo que repugnancia. ¡Son tan grandes y tan ordinarios, tan brutales y tan bobos! Nunca percibimos el peligro de ser como ellos porque sentimos el crecimiento a la manera evangélica, esto es, solo en sabiduría y bondad, y no somos conscientes del poder transformador que las hormonas tienen sobre el cuerpo y la mente.

Cuando somos pequeños, nuestros padres son sabios y, sobre todo, son viejos. Son viejos aunque tengan treinta y tantos o cuarenta años. Precisamente por ser viejos lo saben todo y nos exhortan y amonestan. Porque son viejos reconocemos su autoridad y seguimos a ciegas lo que nos mandan o aceptamos a ciegas sus castigos. Por ser viejos, hay muchas cosas que nuestros padres no hacen, unas veces porque ya no pueden físicamente y, otras, porque les parecen inconvenientes con su posición o ridículas.

Cuando somos pequeños, nuestros abuelos son muy muy mayores. Ya no son viejos, sino ancianos, aunque tengan sesenta años. No pensamos en que se morirán pronto porque la muerte no está en la mente de los niños, pero tenemos compañeros sin algún abuelo y la muerte de los nuestros no es una idea que nos resulte en absoluto inadmisible. Nuestros abuelos no tienen autoridad ni quieren tenerla. Porque son ancianos, no hacen más deporte que pasear. Nos sonríen y nos observan como el que está sentado frente al mar, lo mismo estemos en calma que embravecidos, y tienen ese punto común que une al ganador y al vencido una vez que ha pasado la contienda, que la contienda está en el pasado.

El caso es que he recorrido sin darme cuenta la infancia, la adolescencia, la juventud y la madurez. Conforme avanzaba por la vida, nunca he tenido de mi edad la idea que me hacía de ella cuando era pequeño. Por muchos años que tuviera, siempre me he creído transformador y con futuro, incluso conforme se aproximaba mi jubilación, y me he visto a mí mismo como con más proyectos que recuerdos.

No he sido consciente de los años que tenía hasta estos días, en los que advierto que el virus respeta menos a la gente de mi edad. Quizá no sea tan joven como me creía, después de toco. O, dicho de una forma mucho más realista, quizá después de 61 años me haya convertido en una persona mayor.

viernes, 17 de abril de 2020

Viviendo en la distopía 34. Ministro de una pequeña autonomía


17-4-2020

¡Lo fácil que es arreglar el mundo! ¡Lo fácil que es arreglar España, con todos sus problemas, coronavirus incluido, desde el sillón que ocupo ahora, sentado delante del ordenador!

No soy distinto del común y si el común entiende mucho de Filosofía, de Religión, de Política, o entiende de fútbol más que el seleccionador nacional, pues yo también. Entiendo como el que más, es decir, más que nadie. Y la prueba está en que escribo aquí, públicamente, casi pontificando, casi dando lecciones morales, con la soltura del que lo hace en la barra de un bar delante de los amigos.

Arreglar el país (e incluso arreglar el mundo) es mucho más fácil que arreglar esa pequeña autonomía que es mi casa, que también forma parte del Estado, en la que, por cierto, ejerzo varios ministerios continuamente. ¿No se lo creen? Compruébenlo, respondan conmigo a estas preguntas:

1º Como ministro de Sanidad de mi casa, ¿voy al médico solo cuando lo necesito, tengo un montón de medicinas en un cajón, exagero mis dolencias para que el médico me dé de baja?

2º Como ministro del Interior de mi casa, ¿cumplo con todas las normas de tráfico o me salto algunas cuando sé que no me van a multar? ¿Aviso a mis amigos cuando veo un puesto de la Guardia Civil por el que ellos deben pasar, me molesta que ellos no me avisen?

3º Como ministro de Hacienda de mi casa, ¿pago todos mis impuestos o intento evadir los que pueda? ¿Me busco excusas para no pagar del tipo "a ver si yo voy a ser más tonto que nadie"? ¿O del tipo "sí, hombre, a Pedro Sánchez se lo voy a dar, para que se lo gaste en sus amigos socialistas"?

4º Como ministro de Trabajo de mi casa, ¿tengo dada de alta en la Seguridad Social a las personas que trabajan para mí, aunque solo lo hagan unas pocas horas? ¿Les reconozco los derechos que les corresponden?

5º Como ministro de Información de mi casa, ¿cuento siempre la verdad a la Administración o me callo lo que no me interesa? ¿Hago correr al mismo tiempo las noticias que son afines a mi ideología y las que son contrarias a ella, para que mis conocidos estén enterados de toda la verdad y puedan formarse un criterio propio, o solo hago correr las noticias afines a mi forma de pensar para que los demás piensen como yo?

Y hay más, que por no cansar no pongo.

En fin, no sé tú, paciente lector, pero me avergüenza decir que el Estado lo tendría crudo con esa pequeña autonomía que es mi casa, porque soy un gran incumplidor de mis obligaciones como ministro. O, quizá, no me avergüenza tanto. No, seguro, no me avergüenza tanto. De hecho, creo que voy a seguir arreglando el país y el mundo desde esta página sin haber arreglado antes mi casa. Además, así tendré más lectores, más dinero y, ¡total, va seguir igual de tranquila mi conciencia!

jueves, 16 de abril de 2020

Viviendo en la distopía 33. La soledad


16-4-2020

La soledad no es una condición física, sino emocional. Ahora se ve más que nunca. Ahora, con la gente metida en sus casas, con las puertas de la calle cerradas, con el plomo de la quietud y el silencio enlenteciendo el paso de cada minuto.

Hay gente que vive sola y no tiene a nadie a quien llamar ni nadie que la llame, nadie en quien pensar ni nadie que piense en ella: vive sola y está sola. Aunque tal vez se quiera mucho a sí misma y necesite poco a los otros.

Hay gente que vive con otros, tal vez con muchos, con los que habla continuamente para cualquier cosa. Entre ellos quizá exista una relación muy cercana, quizá hasta conyugal, o incluso de padres e hijos. Conviven, se hablan, se prestan servicios mutuos, pero lo hacen a regañadientes o no hay ninguna emoción común entre ellos, más allá de esa desazón gélida que es la indiferencia. Por cerca que estén, por mucho que hablen y muchas comidas juntos que tengan, no comparten emociones, no saben lo que siente el otro y nadie sabe lo que les pasa, están solos.

Hay gente que está acompañada, que tiene a quien querer y quien la quiera, pero no se quiere a sí misma, se desprecia y se siente sola. O se quiere a sí misma mucho más que quiere a los otros, y no deja de mirarse el ombligo y exige, y condiciona, y precisa. Y, como nada de lo que le dan es suficiente, se siente abandonada y sola.

Y hay gente que, aunque viva encerrada en su casa y más sola que la una, sabe que hay personas a las que quiere y que la quieren, con las que contacta a menudo: vive sola, pero está acompañada.

miércoles, 15 de abril de 2020

Viviendo en la distopía 32. La mala sangre


15-4-2020

En España, pocas opiniones hay que no estén llenas de sufrimiento y así, claro, la opinión está impregnada de esa bilis corrosiva que es el rencor.

Si los españoles pudiéramos destilar el rencor que guardamos en el alma y venderlo como lejía, nos haríamos de oro. Lo veo en las declaraciones de los miembros del Gobierno, en las declaraciones de la oposición, en los comentaristas políticos, en los tertulianos, en esas cosas que la gente pone en las redes sociales y se pasan, y se pasan, y se pasan.

¿Pero a qué viene ese rencor, ese cabreo permanente, esa mala sangre? ¿De lo que ocurrió hace ochenta años (OCHENTA)? ¿De lo que les hicieron a sus abuelos? ¿De lo que les han hecho a ellos?

¿Qué les han hecho a ellos, ¡Dios mío!, para que no vean sino que todo lo bueno viene siempre de un sitio y todo lo malo de otro?

Si a esos que van por ahí ejerciendo de líderes les quitásemos el rencor de sus seguidores, no serían nada, porque nada dicen de sustancia. Ellos, en sí mismos, no son nada sin el rencor que generan.

Y lo mismo haríamos con muchos opinantes: no habría quien los leyera o los oyera si sus opiniones no estuvieran llenas del rencor que buscan sus seguidores y ellos alimentan. ¿Y lo llaman compromiso? ¿Con qué verdad? ¿Con ese cuento de la línea editorial, que siempre es parcial?

¿Por qué sufren tanto? ¿Quién les ha hecho tanto daño como para que sus vidas estén tan torcidas por el rencor?

martes, 14 de abril de 2020

Viviendo en la distopía 31. El agua que sale por el grifo


14-4-2020

A mi abuela Amparo se le murieron tres hijos de los seis que tuvo, una hija política y una nieta. Ninguno de ellos por unas causas muy bien conocidas. Mi abuela vivió muchas épocas de su vida en el campo y, entonces, el médico estaba lejos o no estaba.

Mi abuela iba a por agua al pozo, que estaba a unos centenares de metros del cortijo, y subía los cántaros pendiente arriba, con ellos sobre la cabeza.

Mi abuela vivía de lo que daba un campo pobre, que, según su hijo Sebastián, tenía tan poco fondo "que se secaba con la luna" (eso se lo oí yo).   

A mi madre se le murió una hija (la única hembra) de los cuatro hijos que tuvo, nunca supo de qué, aunque fue a médicos de Pozoblanco y de Córdoba. Parió a todos sus hijos en su casa, auxiliada por una comadrona y algunas mujeres de su familia. Mi madre tenía una iguala con un médico (don Domingo) y cuando se ponía alguien de su familia enfermo iba al médico (algunas veces incluso aunque no lo estuviera, porque en mi familia eran un poco aprensivos). También tenía el seguro médico público. Los hospitales, entonces, estaban lejos, en Córdoba.

Mi madre iba con un carrillo a por agua al grifo público (popularmente conocido como «el tubo») que había en la vecindad, aunque luego pusieron un grifo en su casa, del que cada quince días o así salía un hilito de agua con el que llenaban los cántaros y un pequeño depósito, y del que también se abastecían algunos vecinos. Para las labores de la casa, tenía agua del pozo, que sacaba con una bomba.

Mi madre vivía del sueldo de su marido, mi padre, que trabajaba en un banco, con lo que ya no tenía que mirar al cielo para ver si el año iba a ser bueno o no. Con todo, le encantaba que lloviera, y para ella el mejor día era el que no paraba de llover, aunque lleváramos así un mes.

Mi mujer, que como mi abuela y mi madre vive en Pozoblanco, un pueblo de 17.000 habitantes, ha tenido dos hijos en un hospital que está a unos cuantos cientos de metros de su casa, asistida por un equipo médico al completo.

En la casa de mi mujer (en nuestra casa) sale el agua 24 horas al día 365 días al año por distintos grifos, y sale fría o caliente, a voluntad del consumidor.

Mi mujer tiene un sueldo fijo (es médica) y no depende de mí para nada. A ella no le gusta que llueva, aunque entiende que tiene que llover para que el agua salga por los grifos y puedan comer los agricultores y ganaderos, muchos de cuales, en todo caso, tienen aseguradas subvenciones por su actividad, por lo que no están tan expuestos a la pobreza como lo estuvo mi abuela.

Si mi mujer trabaja, si sale el agua por el grifo de mi casa y tengo un hospital a unos cientos de metros de distancia, ¿de qué me quejo? O, por lo menos, ¿por qué me quejo tanto?

lunes, 13 de abril de 2020

Viviendo en la distopía 30. Elogio del silencio (ahora sí)

13-4-2020

Decíamos ayer que las tripas me sonaron y alguien pudo pensar que era una metáfora relacionada con los adentros más viscerales, que suelen ser los más escatológicos. Pero no. Ocurrió en realidad: cuando me senté a escribir, las tripas dijeron aquí estoy yo, como demandando el desayuno. Lo hicieron despacio, conteniéndose, casi con un punto de vergüenza, y si las oí fue porque todo estaba en el más absoluto silencio.

Era muy temprano y era domingo de Resurrección. Y era, obvio es decirlo, un día más de confinamiento. Todas las cosas estaban en su sitio, quietas, observándome pero mudas, seguramente juzgándome con presunción desde su aparente equilibrio. Y todas las personas estaban en sus madrigueras, a cobijo de ese depredador que sigue aguardando pacientemente a su puerta.

Unos minutos antes habían tañido en la lejanía las campanas de los salesianos y yo, con la página en blanco, me disponía a escribir sobre algo para este cuaderno de bitácora, aunque aún no sabía muy bien de qué. Y fue entonces, al oír las tripas, cuando reparé en él como solo es posible percibir lo que no existe. Porque eso es el silencio: ausencia, omisión, vacío. Vacío cercano, vacío lejano y, entonces me di cuenta, también mucho vacío interior.

Vacío de los ruidos inmediatos (de la radio, que ahora oigo menos, por ejemplo) y del ruido de fondo de la ciudad, ese que miden los técnicos cuando van con sus aparatos a los vecinos de los pubs, a fin de evaluar la verdadera acústica de la actividad.

Y –decía– también vacío del ruido interior. No sé muy bien cómo definirlo.  Pero piense el amable lector de esta página que reside en una habitación llena de cosas. Y piense que las va sacando poco a poco, ahora una, luego otra, conforme se va dando cuenta de que no le hacen falta para nada. Las saca y la habitación mejora. Es más confortable, más habitable, más placentera, incluso. Las va sacando hasta que solo le queda una silla. Y entonces se da cuenta de que hasta la silla le sobra, y la saca, y se sienta en el suelo, cómodamente, felizmente.

Y es entonces, ahí, sentado en el suelo y sin ruido de ninguna clase, ni dentro de la habitación ni fuera, cuando le suenan las tripas.

domingo, 12 de abril de 2020

Viviendo en la distopía 29. Elogio del silencio


12-4-2020

Cuando mis hijos eran pequeños, yo les decía lo que tenían que hacer para ganar siempre al tenis: cuando el rival esté en un lado, le tiras muy fuerte al otro y, si la coge, le haces una dejada. Y lo que tenían que hacer para ganar al baloncesto: cuando tiren ellos, les ponéis un tapón, y cuando estéis atacando vosotros, os salís fuera y la encestáis de tres. Les daba consejos semejantes para que ganaran al fútbol, y al balonmano y a todo. Mis hijos se tragaron ese cuento el tiempo que fueron muy pequeños, que fue poco, y ahora se ríen recordándolo.

Muchos ciudadanos se tragan cuentos parecidos, tal vez porque no crecen. Se tragan el cuento del torero de salón, ese que es bueno dando pases en el aire, sin toro. Y los cuentos del sabio en toros de taberna, ese que solo habla para sentar cátedra, y solo cuando haya una copa de fino o de aguardiente de por medio.

Lo que me recuerda que casi todos los líderes de la oposición han dejado solo al Gobierno con el toro y otra vez se han puesto a ver la corrida desde la barrera, y así, claro, no encuentran más que defectos. Como los encuentro yo, como los encontraría cualquiera.

Con los enfermos en los hospitales y la soledad como única compañía de los muertos, casi todos los líderes de la oposición han vuelto a intentar sacar tajada electoral señalando al compañero de barrera, cigarro puro en la mano, un pase mal dado o un mal gesto del torero, y añadiendo lo bien que lo harían ellos. Ya suponíamos que no animarían al torero, porque hacerlo iba contra su naturaleza crítica y podía darles un sarpullido, pero por lo menos esperábamos de ellos la dignidad del silencio. Pues, nada, ni eso.

En fin, que yo iba a hacer un elogio frívolo del silencio, aprovechando que esta mañana me habían sonado las tripas y las había oído, pero, ya ven, uno no es dueño de lo que escribe, me ha salido esto.

sábado, 11 de abril de 2020

Viviendo en la distopía 28. La trama del olivo


11-4-2020

Desde la habitación que ocupo se ven las traseras de algunas casas de la calle paralela a la mía. No es un paisaje muy hermoso: los tejados tienen un rojo oscuro, como sucio; los blancos de las paredes no son tan blancos como los de las fachadas principales; hay muchas antenas, muchos depósitos de agua, algunas instalaciones de energía solar, muchos toldos, muchas chimeneas de fibrocemento…

Tampoco hace bonito a ese paisaje de interior la vegetación. No veo los patios de las casas, sino los huertos, que son los espacios últimos y se tienen mayoritariamente como retiro, nunca por el encanto de la belleza. Hay verdín en las paredes medianeras, que son de piedra de grano, hay jaramagos en los suelos y en los tejados de algunas antiguas dependencias para animales, ahora utilizadas como trasteros, hay algunas macetas de interior sacadas ex profeso para que las riegue la lluvia, ahora que ya no hiela, pero están como amontonadas y su observación no resulta placentera…

Y hay olivos hermosos y muy bien cuidados.  

Y los olivos tienen trama. Es abril. Casi se me había olvidado. La misma Naturaleza que nos ha mandado la enfermedad y la muerte ha continuado su ritmo creador. Lo ha hecho al margen de nosotros, por encima de nosotros, incluyéndonos a nosotros, como si fuéramos un elemento más del ambiente, como lo son las tejas, los jaramagos o los pájaros que oigo piar y no veo. ¿Como si fuéramos? ¿Es que no lo somos?

Esta mañana he oído al maestro Sabina y, como él, yo también he pensado que alguien nos está robando el mes de abril, pero no, me equivocaba: abril está al otro lado de la ventana.