sábado, 23 de junio de 2018

0. Pozoblanco o La vida es corta, sin peros


        “¿Volverás a hacer el Camino de Santiago que has hecho?”, me han preguntado a la vuelta. A lo que yo he contestado: “No creo: la vida es corta y hay muchos caminos”. Algo parecido contesto cuando me preguntan por qué dejo de leer los libros, lo que hago a poco que me aburran: “La vida es corta y hay muchos libros”.

        El último día del Camino leí una pintada en una pared que tenía una variación de esa permanente alegación mía: “La vida es corta, pero ancha”. Seguramente no era una afirmación original del grafitero, pero yo no la había oído nunca y me llamó la atención. Que la vida era corta ya lo sabía. Que, además, fuera ancha, no.

Que la vida sea ancha es una idea hermosa y a mí me dejó pensado. Pensé que en una vida determinada se pueden hacer muchas cosas o pocas, como se pueden hacer muchas cosas o pocas en un día cualquiera. Uno puede levantarse los días de fiesta a las tantas y pasar el resto de la jornada derrengado en el sofá o puede levantarse a la hora de siempre y hacer lo que le resulta imposible los días de trabajo, por ejemplo. Para el que aprovecha el tiempo, la vida es ancha. Para el que malgasta el tiempo, la vida es estrecha.

El tiempo es el único bien que tenemos cuando venimos al mundo y es el único bien que perdemos cuando nos vamos del mundo. Es decir, desde que nacemos hasta morimos solo tenemos tiempo. La vida, en fin, es tiempo. La idea puede parecer baladí a fuerza de obvia, pero no debe de serlo tanto si observamos lo que comúnmente hacemos con el tiempo. Y si no, preguntémonos qué estamos haciendo con nuestro tiempo y la respuesta será la misma que la que tengamos a la pregunta qué estamos haciendo con nuestra vida.

¿Qué estoy haciendo con mi tiempo? ¿Qué estoy haciendo con mi vida?

Como la vida es tiempo, el arte de vivir es el arte de gestionar el tiempo de la manera más eficiente posible. Si toda gestión supone la administración de unos recursos, la gestión del tiempo es más compleja y necesita de más pericia, dado que el recurso, además de limitado, es desigual e indefinido. Es desigual porque el tiempo de la juventud no es igual al tiempo de la madurez o de la senectud. Es indefinido porque no tiene un término fijo o conocido.

El arte de vivir supone aprovechar cada etapa en su momento, la juventud en la juventud y la madurez en la madurez, por ejemplo. Desaprovechar la juventud por una madurez mejor es tan poco eficiente como desaprovechar la madurez por una jubilación mejor, dado que no habrá otra juventud ni otra madurez.

El tiempo no es pasado, sino presente, y puede ser futuro. Que no sea pasado supone que no debemos dedicar ni un minuto del presente al pasado. Que pueda ser futuro, supone que debemos dedicar al futuro el tiempo que se merece, que no es igual en la juventud, donde supuestamente será largo, que en la madurez, donde con toda seguridad será más corto.

Que la vida sea ancha es una idea hermosa, pero tiene sus peligros. El principal, la mala digestión del presente. Porque en realidad la vida solo es ancha para las sensaciones, para los afectos, para los sentimientos y para las emociones, y es estrecha para todo lo demás. La vida es como un líquido que fluye en un tubo estrecho, en el que no cabe meter más caudal del que idóneo porque, de lo contrario, se atora el líquido o se rompe el tubo. Es la sucesión idónea, y no la acumulación precipitada, la que determina que uno sea más o menos experto en el arte de vivir. O, dicho de otra forma, es el saldo de una vida el que debe ser importante, y no el saldo de un día o una semana, de unos cuantos días o unas cuantas semanas.

Si me aplico a mí mismo lo que estoy exponiendo, la respuesta es clara:

“¿Volverías a hacer el Camino que has hecho?”.

“Sí”.

“¿Volverás a hacer el Camino que has hecho?”.

“No, porque la vida es corta, y tengo muchos caminos pendientes”.





domingo, 17 de junio de 2018

19. Santiago de Compostela o El final del Camino


                He llegado a Santiago de Compostela. Y muy temprano.

                Como prometí, he ido a la catedral a darle el abrazo al santo y en la cola me he acordado de mi familia, de mis amigos y de mis compañeros. 

                He ido a sacarme la “compostella” a la Oficina de Atención al Peregrino, donde he estado dos horas en una cola controlada por un señor con el humor de un sargento de marines y, con el documento en la mano, he ido al encuentro de dos compañeros peregrinos con los que había quedado. Hemos tomado una cerveza en una terraza y hemos comido en la Hospedería San Martín Pinario, del Seminario Mayor, que está junto a la catedral. Y mientras comíamos, hemos sido felices conversando de nosotros y de las personas que amamos, que es otra forma de hablar de nosotros. Teníamos ese punto de euforia del que sube a una montaña y otea el horizonte, del que se siente satisfecho por el deber cumplido.

                Pero seguramente no hemos conversado lo suficiente y hemos quedado allí mismo para cenar. Así que me he ido, he estado dando tumbos bajo la lluvia de Santiago y he vuelto. Hemos cenado, hemos conversado hasta muy tarde y nos hemos despedido con un abrazo, tal vez para siempre.

                En la plaza del Obradoiro, camino de la pensión donde tengo mi residencia, he oído los sones de una tuna que cantaba bajo los soportales del palacio de Raxoi y me he acercado. Eran tunos poco tunos, mayores, con más pinta de profesores que de estudiantes, pero tenían mucho oficio y la gente que estaba escuchándolos solo quería divertirse. Además, era bastante de noche, la plaza estaba desierta y caía una lluvia mansa. ¿Era o no era el ambiente propicio para abandonarse a la alegría?

                Por si no he sido capaz de transmitirlo con acierto, yo os lo diré: lo era. Y os digo también que, después de muchos kilómetros y muchos días de camino, he terminado en Santiago lo que empecé en Burgos, y que lo he terminado con bien, y cantando.

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sábado, 16 de junio de 2018

18. O Pedrouzo o El futuro como excusa

              Si todo va bien, mañana llego a Santiago.

             Miro atrás y hallo los recuerdos desordenados, como objetos metidos en una talega. Me viene a la mente un recuerdo y es como si sacara un objeto. ¿En qué pueblo lo viví? ¿Dónde me quedé aquella noche? ¿En qué etapa me encontré con aquella persona?


Voy tomando notas en un cuaderno, voy grabando audios en el móvil con lo que se me ocurre, voy haciendo fotos con lo que me llama la atención para intentar ubicar mis recuerdos en su sitio y en su tiempo, pero algunas veces es inútil: hay tantos, que se amontonan y se desordenan, que se ocultan unos detrás de los otros. Es como si acumularas tanto grano que solo vieses el de encima.

                Es justamente lo contrario de lo que ocurre en la vida ordinaria, donde los días son iguales y no acumulas experiencias, como si no echaras nada a la talega, como si solo amontonaras paja y el viento se la llevase al atardecer de cada día.

Algunas veces, uno se planta ante sí mismo y mira lo que ha dejado el viento del olvido, y no halla cosas de sustancia. Entonces, es posible que se pregunte cómo ha podido sucederme esto a mí y se haga mil y una promesas para luego: para cuando se jubile, para cuando tenga más fuerzas, para cuando tenga bastante dinero, por ejemplo. A ese luego suele seguir otro luego, y otro, de forma que los “luegos” se van sucediendo unos a otros formando cadenas de años que ocupan la vida entera.

 Algunas veces, uno se planta ante sí mismo y, al no hallar cosas de sustancia, puede llegar a pensar que tiene el síndrome de la felicidad diferida, y que si volviera a nacer viviría de otra forma, menos obsesionado con lo que no importa al final y más apegado al presente. Y así se justifica y sigue como siempre, sin querer reconocer que hoy podría hacer lo que ayer no hizo.

Se va engañando un día y otro hasta que llega un imposible verdadero y, entonces, ya no hay futuro que valga como excusa, ni presente.


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viernes, 15 de junio de 2018

17. Ribadiso da Baixo o La fuerza es la voluntad


Desde que inicié el Camino, he visto a muchas personas menudas y aparentemente débiles portando una mochila que abultaba casi tanto como ellas, al sol, con viento, con lluvia. Y las he visto al día siguiente sin una vacilación.

He visto a personas muy mayores, a personas con discapacidad, a personas en sillas de ruedas.

Por si no lo sabía, uno aprende aquí que la fuerza de las personas no depende de los kilos que puedan levantar ni de las matemáticas o la geografía que sepan. No depende de lo que tengan o de lo que ganen, de los títulos que alcancen o de los libros que escriban.

Ni siquiera depende de su salud. Depende, sobre todo, de su voluntad.

Lo digo porque al llegar al albergue de Ribadiso me he encontrado con un caminante que aguardaba sentado a ser atendido por la recepcionista. Como tenía en la cara un gesto de pesar, le he preguntado cómo le había ido durante la jornada. Me ha dicho que estaba enfermo, que va solo y que aquel día había conseguido llegar hasta allí con la ayuda de otro peregrino, que le había dado conservación y lo había animado.

Y me ha dicho que se acostará enseguida en una de las camas de la habitación común del albergue y se quedará quieto, esperando a que llegue mañana para continuar su camino.



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jueves, 14 de junio de 2018

16. Palas de Rey o Esa otra vida


                Donde vivo, los cementerios están alejados de los pueblos y ocupan lugares cerrados con tapias blancas por las que sobresalen las esbeltas figuras de los cipreses. Cuando alguien se muere, hay un duelo y, enseguida, se lleva a los muertos al cementerio, se los mete en el nicho y la familia y el resto de allegados se vuelve a su casa, a seguir con su vida sin ellos. A partir de entonces, cuando los familiares quieren ir al cementerio a honrar a sus difuntos, deben hacerlo en horario de apertura y tener cuidado con la vuelta, porque pueden quedarse cerrados.

                 En el lugar donde vivo, los muertos están en el pasado y se proyectan hacia el presente por los recuerdos que dejaron. Los muertos de mi pueblo están en el cementerio de día y de noche, aislados, como recluidos, muertos.

                Aquí, en Galicia, es otra cosa, y el caminante se da cuenta enseguida a poca sensibilidad que tenga. Aquí hay duelo y se inhuma a los muertos, naturalmente, pero hay muchos cementerios abiertos, algunos de ellos a pie de camino, adonde se lleva a los muertos y se les deja que hagan su vida, sin aislarlos ni recluirlos. Ya he dicho otras veces que en el Camino el mundo está lleno de cosas con vida que no se ven pero se sienten, y que hay un dios del viento, por ejemplo, como lo hay de la lluvia o de la niebla. Y digo ahora que al entrar en Galicia el Camino se ha llenado de espíritus, como ocurre con la memoria de los viejos.

                Puede parecer extraño, pero camino de Palas de Rei he pasado por delante de un cementerio abierto y he tenido la sensación de que me estaban mirando, como cuando paso delante del banco donde toman el sol unos abuelos.


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miércoles, 13 de junio de 2018

15. Portomarín o Cada uno como quiera


Me lo dijo un compañero de Camino mejicano al que conocí en las primeras etapas: “Cada uno hace el Camino como quiere, y todos los caminos están bien”. Él había salido solo en Saint Jean Pied de Port y, la última vez que lo vi, formaba parte de un grupo de doce personas de edades muy distintas y distintas nacionalidades que se desplazaban, cada cual a su ritmo, de albergue en albergue, sin ninguna previsión anterior.

He conocido aquí a quien proyecta hacer el Camino completo por tramos en cinco años, a quien lo hace por tercera vez y seguirá haciéndolo, a quien va solo y a quien va acompañado, a quien lo hace en bicicleta y a quien lo hace andando o a caballo, a quien va con mochila y a quien la mochila se la lleva Correos o alguna otra empresa que ofrece ese servicio, a quien duerme en habitaciones compartidas y a quien no comparte nunca la habitación, a quien lo hace desde Centroeuropa y lleva tres meses andando y a quien lo hace desde Sarria y tarda cinco días, a quien lo hace por motivos espirituales y a quien simplemente es un excursionista y, en fin, a quien hace el de ida y a quien hace el de ida y el de vuelta.

Y todos están bien. El Camino es personal y no hay camino más importante que el propio. Uno se da cuenta de eso a partir de Sarria, cuando ve la ilusión con que inician el Camino numerosos grupos de familiares y amigos, casi todos españoles. En Sarria, la peregrinación adquiere tintes más populares, incluso festivos. A partir de ahí, las etapas están más perfiladas y los peregrinos se concentran en los mismos pueblos, en los que forman grupos que charlan en las terrazas de los bares y los restaurantes.

Portomarín, por ejemplo, es un pueblo pequeño con multitud de establecimientos dedicados al Camino, en el que es raro ver por la calle a alguien que no lo está haciendo. Aquí, el Camino recuerda al descanso de una romería y se parece poco al de los pueblos medio abandonados de Castilla.

El Camino es personal y todos los caminos son igualmente importantes, me he dicho mientras daba una vuelta por Portomarín, donde me he sentido ajeno al ambiente, solo y extraño.


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martes, 12 de junio de 2018

14. Sarria o Una pequeña satisfacción

                De los dos caminos que llevan de Triacastela a Sarria, he tomado el más corto, aunque he debido hacer más kilómetros de lo normal, porque iba hablando con un caminante amigo y, en el fragor de la conversación, nos hemos saltado una señal. Con todo, la etapa es corta y se llega a Sarria muy pronto.

                Sarria me ha sorprendido por lo grande que es. En Sarria, yo tenía apalabrada una pensión que, como otras, tiene su base en un pequeño restaurante, en el que he debido esperar un rato hasta que me arreglaran la habitación. Y mientras esperaba he hablado con el dueño del establecimiento.

                “¿Le gusta a usted el pulpo?”, me ha preguntado como de pasada en tanto hablábamos. Para mí, el pulpo a la gallega es uno de los manjares más apreciados, y el hombre ha debido de notar que me cambiaba la cara cuando le contestaba afirmativamente. Pues vaya usted a tal sitio que está por aquí y por allá, me ha dicho.

                Le he hecho caso. La pulpería que me ha recomendado tiene mesas y banquetas corridas, de modo que los clientes se sientan unos junto a otros como los escolares de un campamento. Yo he tomado un sitio vacío entre otros clientes y enseguida ha venido una camarera a preguntarme. “¿Una ración?”, me ha dicho, a lo que yo he contestado simplemente que sí.

                Detrás de la barra, a la vista de todo el mundo, había un señor cortando un pulpo con unas tijeras y aderezándolo, y yo me he entretenido mirándolo el corto periodo que ha transcurrido desde que he hecho el pedido hasta que me lo han acercado. Luego, no me he concentrado más que en mi ración de pulpo.

                De vez en cuando hay que darle gusto al cuerpo de una manera sutil, como el que oye un poema o se deja vencer por el sueño. Hay que oír una canción, hay que mirar un paisaje, hay que oler un perfume, hay que pasar las manos por las caderas de una mujer. De vez en cuando hay que tomarse una ración de pulpo a la gallega y, si es en Galicia, mejor que mejor.

                Lo negativo de la molicie es que crea adicción, que engancha, a poco débil que seas, como tal vez lo sea yo. De hecho, cuando la camarera vino a preguntarme qué quería de segundo, le conteste: “Póngame usted otra ración de pulpo, por favor”.


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lunes, 11 de junio de 2018

13. Triacastela o El significado del amarillo


                La señora de la casa donde me alojo en Triacastela es muy amable. He hablado con ella un rato y me ha contado algunas anécdotas de los inicios del turismo del Camino de Santiago de Compostela, que ella vivió en primera persona hará como treinta años, cuando se dio cuenta de que podía sacarle partido a la cochera de su propiedad donde se alojaban los peregrinos.

                También me ha hablado de otros pioneros ilustres del Camino de masas. Me ha hablado, por ejemplo, de un cura que había en O Cebreiro, al que ella atribuye la invención de las flechas amarillas que indican el Camino en los cruces, que ahora son todo un icono, y que él personalmente pintaba con una brocha y un bote de pintura.

                Esto último me ha llamado particularmente la atención porque he reflexionado mucho sobre el significado del color amarillo aquí, ahora que se está luciendo en otros lugares de España con un sentido totalmente distinto. Aquí, el amarillo conduce a todos por un camino común hacia un lugar de encuentro.

Ese “todos” al que refiero no es nada retórico, sino absolutamente real, totalmente inclusivo, de manera que el amarillo es asumido como propio con independencia del idioma que se hable y del origen que se tenga, con independencia, en fin, de cómo se sea y cómo se piense, porque aquí nadie aspira a vivir por su cuenta, ni aspira a unirse sólo con los que hablen como él, o con los que tengan la misma Historia que él, o con los que vivan en la misma aldea o en el mismo territorio que él, o con los que piensen como él o sientan como él, y mucho menos si eso supone dejar en la estacada a otros.

Lo que aquí se considera imprescindible es justamente lo contrario: la renuncia a la diferencia en aras de lo común, a lo que nos separa en pos de lo que nos une, de modo que si todo camino es una metáfora de la vida, este, además, es una metáfora de lo que debía ser la vida en común de todos los hombres y mujeres de la Tierra.


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domingo, 10 de junio de 2018

12. O Cebreiro o La justificación del Camino


            Esta mañana, cuando me estaba vistiendo, he notado que las botas tenían la lengüeta medio oculta y los cordones lánguidamente caídos hacia un lado. Las he visto como tristes. Como la idea era subir a O Cebreiro y el camino es manifiestamente difícil, he pensado que estaban así por temor a lo que se avecinaba. “No os preocupéis, compañeras, que no hay dificultad que no podamos solventar juntos”, les he dicho. Se han animado, pero he seguido viendo en su semblante un rictus de congoja y, ahondando en los recuerdos, me he dado cuenta de que estaban celosas del sombrero por lo que escribí ayer.

            Probablemente tenían razón. El sombrero va sobre mi cabeza, oteando el horizonte, y, porque está muy cerca de mis pensamientos, seguramente sabe lo que pienso y lo que siento y, tal vez, hasta lo sienta conmigo. El sombrero sale conmigo en las fotos, me lo quito y me lo pongo, lo inclino hacia un lado o hacia otro, lo dejo sobre la mesa y lo recojo luego. Las botas van siempre a ras del suelo y no ven del paisaje más que los charcos y las piedras, y no me acuerdo de ellas más que cuando me las pongo y me las quito. Es más, en todo el camino no las he limpiado, ni siquiera les he quitado el polvo.
           
            Tenían razón, ya digo. Por mucho que piense, soy fundamentalmente cuerpo, un cuerpo que sangra, suda y defeca. Sin cuerpo no hay espíritu que valga, no soy nadie. Y aquí, soy fundamentalmente pies, unos pies que necesitan unas botas, y no unas botas cualesquiera, sino unas comprometidas con su alta misión, bondadosas y sufridas, que me quiten todos los golpes posibles.

            Es precisamente ese olvido de su sacrificio y su sufrimiento lo que les dolía de mí. Les dolía que me hubiera acordado de quién está siempre encima y me hubiese olvidado de quién está siempre abajo, soportando mi peso y mis malos olores. Les dolía que postergase a los humildes y, quizá, que solo me fijara en lo ostentoso.
           
            “Compañeras, si me olvido de vosotras es porque formáis parte de mí, como mis manos y mis pies ­–les he dicho–, de quienes solo me acuerdo cuando me duelen”. Parece que lo han comprendido y lo han aceptado. Hemos salido todos juntos como si fuéramos uno (mi sombrero, mis botas y yo), formando un equipo. Hoy, más que nunca, necesitábamos que cada cual hiciera bien su trabajo, pues todas las crónicas dicen que llegar hasta O Cebreiro es un cometido difícil.
           
           Y lo ha sido, en efecto. Hasta Las Herrerías, el camino es casi totalmente llano, y discurre por parajes de extraordinaria belleza, de manera que se hace muy llevadero. A partir de ahí, sube y sube, sube por un sendero empinadísimo, casi siempre estrecho y umbroso, con rampas de porcentajes que asustan.
           
            Pues bien, en una de esas pendientes, vi desde delante de mí a una persona que había conocido en Pereje y la llamé por su nombre desde lejos. Hablamos, y lo que me contó emocionada allí mismo, en plena rampa, primero mientras subíamos y luego totalmente quietos, en tanto otros caminantes nos adelantaban medio ahogados, es más digno de una obra con sustancia que de una entradita como esta. Yo la oí totalmente conmovido, mientras me hacía preguntas que no le hacía para no detener su relato extraordinario.

            Hay besos que justifican los recuerdos amargos de toda una vida. Hay momentos que justifican muchos tiempos perdidos. Hay personas maravillosas que justifican el trato con muchos seres pueriles. Y hay instantes, como lo ha sido este, que valen por todo un Camino.


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sábado, 9 de junio de 2018

11. Pereje o El alma de las cosas


Las cosas son solo cosas, vale, pero ya he dicho que aquí el mundo está tan animado como los escenarios de los cuentos y los árboles y hasta las cosas tienen una suerte de alma no demasiado distinta de la nuestra. Mi sombrero, por ejemplo, tiene ya algo de mí, igual que tiene algo del espíritu del niño el peluche al que ese niño se abraza para ahuyentar los miedos que lo abruman por la noche.

Tengo un sombrero muy grande al que le he ido cogiendo cariño con el transcurso de los días porque me ha protegido del sol y de la lluvia. El cariño es de esos sentimientos que se alimentan mutuamente, de manera que das más cuanto más recibes y viceversa. El sombrero, en fin, ha notado mi agradecimiento y ahora me protege con más cuidado, como disfrutando, y yo, que siento esa emoción suya, le correspondo disfrutando con su protección y tratándolo con mimo.

El caso es que ayer, después de que me hicieran la ficha, me dejé el sombrero en el bar-restaurante de Ponferrada que sirve de base a la pensión donde me alojaba. Y que no lo eché de menos. Cuando me duché, me cambié y fui a comer a ese restaurante, uno de sus dueños me preguntó si había perdido un sombrero y cómo era, a lo que un punto avergonzado debí responder que sí y di cumplida cuenta de sus características.

El paciente lector de estas páginas puede suponer sin error que el sombrero me aceptó sin resentimiento y con la alegría de un perrillo, pues está en el ser de las cosas el perdonar y ser complaciente. No lo está tanto en el de las personas, por lo que su amabilidad se agradece. Viene a colación esto porque me gustaría dejar constancia aquí de la buena disposición de los dueños del establecimiento, y no solo por la forma en que se portaron conmigo, sino por el comportamiento tan generoso que tenían con cualquiera.

Hoy, en el transcurso del desayuno, ellos mismos me han informado de un camino que acorta varios kilómetros la salida de Ponferrada, lo que me ha venido muy bien, pues quería llegar hasta Pereje, que está más allá de Villafranca del Bierzo, y había calculado menos kilómetros de los que hay en realidad.

El camino ha transcurrido por un bucólico paisaje de huertas y viñedos, con humaredas lejanas y pueblos medio abandonados. Me he parado en Villafranca a tomarme una cerveza y una tapa de tortilla, pero no a hacer turismo, porque había estado antes y se me estaba haciendo tarde. He llegado a Pereje moderadamente cansado, que es como se deben terminar todos estos recorridos.

Pereje es un pueblo muy pequeño, en el que solo había operativo un restaurante, a cuya terraza exterior hemos acudido a comer los diez o doce peregrinos del pueblo. Lo digo de paso, como para rellenar, porque lo verdaderamente importante es que cuando me pidieron el documento de identidad para hacerme la ficha, tentado estuve de pedirles que inscribieran conmigo a mi sombrero.


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viernes, 8 de junio de 2018

10. Ponferrada o Quien habla solo


Cuando se sale de Foncebadón, se sigue subiendo durante un rato, hasta que a unos dos kilómetros se encuentra uno con la Cruz de Ferro, en el paso de la Maragatería a El Bierzo, que está a 1530 metros de altitud y es el punto más alto del Camino de Santiago Francés, por lo que también es uno de sus hitos más emblemáticos. Junto a la Cruz de Ferro es común hacerse una foto de recuerdo y yo, que a todos los efectos soy una persona común, le he pedido a un compañero de peregrinaje que me hiciera una foto con el móvil, y luego otra, por si la primera no había salido bien.

Se lo he pedido por señas, porque no nos entendíamos de palabra, dado que hablábamos idiomas distintos. Por señas le he dicho que apretara en un punto concreto de la pantalla de móvil y él ha movido la cabeza como diciendo que vale, que bueno. Me las ha hecho, le he dado las gracias y he seguido mi camino. Ha sido más tarde cuando me he dado cuenta de que el compañero de peregrinaje no ha apretado en el punto correcto y me he quedado sin foto de recuerdo.

Creo que entonces me he descubierto hablando solo y, tras la sorpresa inicial, me he preocupado. Luego, me he acordado de aquellos versos de Antonio Machado con los que él mismo se retrata:

Converso con el hombre que siempre va conmigo.
Quien habla solo espera hablar a Dios un día;
mi soliloquio es plática con ese buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.

El Camino sigue durante algunos kilómetros por alturas superiores a los mil cuatrocientos metros y luego baja abruptamente, por senderos que en algunos casos son el cauce de escorrentías, empinadísimos y pedregosos, e imposibles para personas con alguna dificultad, para quienes es totalmente aconsejable hacer el camino por la carretera poco transitada que discurre al lado.

En esas circunstancias, hay que prestar atención a donde se ponen los pies y dejarse de filosofías, pues lo primero es la integridad física. Yo así lo he hecho. Pero donde había menos dificultad me he dedicado a mirar el hermosísimo paisaje y a pensar, que esas dos actividades si son compatibles al mismo tiempo. Y, a vueltas con lo de hablar solo, me he preguntado si yo estaré preparado para la soledad, dado que siempre ha vivido rodeado de gente.

Lo digo porque durante un tiempo pensé que las personas que viven solas tienden a crecer sin freno por los lugares que más le apetece a la naturaleza, como lo hacen los árboles en los bosques, por lo que luego, en ese medio ambiente domesticado que es la civilización nuestra, tienden a tener problemas de adaptación. Ahora, además, pienso que a las personas que viven siempre acompañadas les pasa lo contrario, que son como esas plantas de arriate o de jardín acostumbradas a los mimos del jardinero a las que de golpe y porrazo no se las puede dejar al albur de la naturaleza.

Ponferrada, en fin, ha aparecido al fondo flanqueada por montañas cubiertas de nieve. En Ponferrada, que es una ciudad de categoría, he visitado el museo de Luis del Olmo y me han arreglado las gafas.


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jueves, 7 de junio de 2018

9. Foncebadón o Hacia las Montañas Nubladas


              “Si aquí hace frío, qué frío no hará en Foncebadón”, he dicho varias veces en mi casa en los días previos a mi partida, que en Pozoblanco han sido inusualmente fríos y húmedos. Y es que Foncebadón está a más de mil cuatrocientos metros de altitud y su nombre me venía a la cabeza como sinónimo de severidad climática. Por eso ayer miré cada dos por tres las previsiones meteorológicas, que anunciaban frío y lluvias para toda la mañana, y hoy he salido de Astorga armado con toda la parafernalia que tengo para luchar contra el agua, que es mucha.

                No llovía en Astorga, aunque se sentía su aviso, un aviso que al salir de la ciudad y otear el campo abierto se convirtió en amenaza sincera, pues unas nubes espesísimas y muy negras ocultaban las montañas hacia las que nos dirigíamos en silencio con una suerte de ominosa determinación, como los protagonistas de El Señor de los Anillos hacia las Montañas Nubladas.

                El dios de la lluvia no es de los que amagan y no dan, no es de los que gocen con la amenaza, pero hoy, en ese universo animista con el que vive la intemperie un peregrino, se ve que tenía el día gracioso, pues las nubes se han ido retirando a nuestro paso dejándonos de vez en cuando unas gotas y hemos ido acercándonos a los montes de León sin dificultad alguna. La mayoría de los peregrinos, que hoy parecían más de lo habitual, se han quedado en Rabanal del Camino. Yo, en cambio, he seguido por una estrecha senda de ligera pendiente hasta Foncebadon, a donde he llegado con las fuerzas casi intactas.

                Foncebadón me ha recordado a El Horcajo. En El Horcajo hay unas pocas casas en pie y un rodal enorme de edificios en ruinas. Foncebadón se ve que estaba medio abandonado y en ruinas, pero tiene ahora algunos edificios en pie que dan servicio a los peregrinos a ambos lados de una calle corta y terriza.

                No hay mucho que hacer aquí, excepto dar unos cuantos pasos y mirar un paisaje de montañas nevadas que parece de cuento. No hay mucho que hacer aquí excepto mirar y dejarse llevar por la imaginación: ¿Seré yo el protagonista de una novela de aventuras? ¿Estará escribiendo alguien lo que yo hago como si hubiera salido de mi voluntad? ¿Me estará recreando ese que me lee ahora, como hizo con Galdalf, con Sauron o con Frodo Bolsón?


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miércoles, 6 de junio de 2018

8. Astorga o Alguien que te espere


                Si ayer dije que me sorprendió el frío nada más salir del albergue, hoy tengo que decir que salí del hostal cabalmente informado por las páginas del tiempo y perfectamente armado contra el frío. Si ayer dije que el viento parecía un dios rencoroso que la hubiera tomado conmigo, hoy debo decir que no hubo viento, sino ese hálito fresco y suave con el que parece respirar la tierra. Si ayer dije que el trayecto fue feo, a pesar de que cruzaba León, hoy tengo que decir que ha sido bonito, que he cruzado un puente monumental en Hospital de Órbigo y que he caminado por un paisaje bastante hermoso.

                Si ayer llegué a un pueblo de gente amable pero desierto, hoy debo decir que he llegado a un pueblo precioso y con mucha gente por la calle. Si ayer dije que llegué hecho polvo a un hostal y me tomé un Ibuprofeno que me sentó del diez, hoy digo que he llegado en perfecto estado a un hotel muy céntrico y con varias estrellas, en cuyo restaurante no me he tomado el menú del peregrino, que lo había, sino eso que en la carta definían como menú gourmet.

                Si ayer no sabía muy bien quién era y escribía en mi cuaderno para negar la soledad que me rodeaba, hoy, que sigo estando solo, y me he preguntado mientras andaba qué soledad es más grande, si la del marinero que se va o la de la mujer del marinero, que se queda, he llegado al convencimiento de que únicamente está solo el que no tiene quien lo espere, y yo lo tengo.


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martes, 5 de junio de 2018

7. Villadangos del Páramo o La soledad era esto


Cuando me asomé a la ventana, el cielo estaba despejado, así que me imaginé un día como los de atrás, con buen tiempo y buena temperatura, pero en cuanto salí del albergue un viento gélido y fortísimo me azotó de frente, y de una forma tan despiadada que el verbo “azotar” está puesto aquí muy a propósito. Me paré y saqué de la mochila casi todo el vestuario que tengo preparado para el frío, guantes incluidos, como hicieron los pocos caminantes con los que me encontré.

                Los accesos a León son feos, se hacen por terrenos yermos, expuestos al viento y muy cerca del tráfico rodado. Al llegar a León, el Camino tiene una pasarela peatonal que cruza la autovía, pero estaba cortada y las flechas amarillas nos llevaron hacia un monte, del que bajamos a la ciudad por una pista que parecía abierta hacía poco, ex profeso para los caminantes. Un desvío, en fin, que suponía una añadido imprevisto a mi ruta, ya de por sí larga y fatigosa. Así que cuando entré en León, obvié las flechas que me llevaban hacia la catedral, que ya he visitado en varias ocasiones, y me dirigí directamente a la salida.

                La ciudad de León es hermosa, pero la salida de León por el Camino es fea, y hay que decirlo sin medias tintas. Hay mucho edificio, mucho suelo industrial y mucha carretera. Salir de León se hace interminable. Y más, en una mañana así, en la que el viento parecía un dios vivo sin otro afán que el de hacerme la puñeta. Y más aún, en la soledad con que caminaba.

                ¿No querías soledad? Pues la soledad es esto, he pensado. Y he pensado que la soledad y la fealdad se retroalimentan.

                Mucho después, muchísimo después, he llegado cansado como nunca a Villadangos del Páramo, donde enseguida me he tomado un Ibuprofeno que me ha sentado mejor que una tapa de tortilla y una cerveza. Villadangos del Páramo es un pueblo pequeño, sin gente por las calles, que busca secretario de Ayuntamiento, según indica un cartel que hay puesto en la casa consistorial. En Villadangos del Páramo me he encontrado con una amable señora, cuyos hijos celebran el día de San Juan Bosco en la escuela, que nunca había visto a un Juan Bosco de carne y hueso.

                Soy el único peregrino del hostal. He almorzado en el comedor con un par de individuos con los que he cruzado unas breves palabras de cortesía. Escribo en mi cuaderno de notas tonterías como esta y, de esa forma, intento negar la soledad que me rodea. Afuera, el dios del viento se ha calmado, o tal vez me aguarda en la puerta del local, como un gato en la boca de una ratonera. Y, en fin, hace un rato me llamaba Juan Bosco, o al menos eso es lo que le he confesado a una señora.


* Ruta
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lunes, 4 de junio de 2018

6. Puente Villarente o Una conversación jugosa


                No acabo de acostumbrarme a los horarios, que están hechos para los extranjeros, aunque me argumentan en todos lados que son buenos para los caminantes. Desde que en Hontanas, el primer día, fui a cenar al restaurante de un hostal que anunciaba el cierre de la cocina a las nueve y a las nueve menos cuarto me dijeron que la cocina ya había cerrado, lo primero que hago al llegar a mi alojamiento es preguntar a qué hora abren y a qué hora cierran la cocina. Hace unos días, en ahora no sé qué albergue, me dijeron que la cocina cerraba a las ocho y hoy, en Puente Villarente, me han dicho que la cena es a las siete “a toque de campana”.

                Las nueve, vale. Las ocho, bueno. Pero a las siete yo estoy recién levantado de siesta y todavía tengo el menú del peregrino dando vueltas por el estómago.

                A las siete, en efecto, no a toque de campana, sino a la voz de la dueña del albergue, que iba gritando “dinner, dinner” por los pasillos, pusieron la cena, a la que evidentemente no asistí.

                Poco después, salí a la calle y me di una vuelta por el pueblo, lo que es tanto como decir que seguí la carretera nacional adelante hasta que se terminaron los edificios y me volví. A las nueve menos diez, con el menú del peregrino ya digerido, entré en un bar-restaurante y le pregunté a una joven que atendía en la barra si me podían poner alguna ración de las que anunciaban. “La cocina no abre hasta las nueve”, me contestó, y no con mucha amabilidad.

                Yo me senté afuera, en la terraza, desde donde no vi ningún movimiento en el bar en los diez minutos que mediaron hasta las nueve, así que no comprendí a qué venía esa aplicación tan estricta de los horarios. A las nueve, pedí una ración, que ya sí pudieron ponerme. Y mientras me la comía en la terraza, que solo compartía con otras dos personas, he pensado en la larga conversación que esta mañana he mantenido con un italiano.

Era un hombre maduro, mayor que yo, culto, que hacía un esfuerzo considerable para expresarse en español, con quien he hablado de Italia hasta que la conversación llegó a los problemas de ese gran país y, entonces, prácticamente solo habló él. Lo hizo con inteligencia y apasionamiento, e intentando justificarse ante lo que podría parecerme como un razonamiento xenófobo, pues a su juicio el mayor problema de su país era la inmigración ilegal, de la que en Europa Central no se habla porque es un problema genuinamente italiano y sus soluciones son políticamente incorrectas.

Hablamos y hablamos hasta que se dio cuenta de que nos habíamos dejado a su acompañante atrás y, entonces, nos despedimos de esa manera que se despide aquí la gente, que lo mismo es para un rato que para siempre.

                Lo pienso sentado en la terraza de un bar, un punto molesto porque no me han tratado bien, mientras me tomo una cerveza y una ración de calamares. Pienso que esta mañana he andado veintitantos kilómetros y que, en mi pueblo, mi familia y mis amigos me consideran poco menos que un héroe. Pienso que tal vez al italiano no le falte razón y que probablemente no seamos conscientes del problemón que tiene Italia. Y pienso que si yo soy un héroe por hacer unos cuantos kilómetros por el norte de España, con todas las soluciones al alcance de mi móvil y mi tarjeta de crédito, ¿qué no serán esas personas que hacen miles de kilómetros por territorios hostiles, y cruzan mares en pateras, y saltan alambradas?

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domingo, 3 de junio de 2018

5. El Burgo Ranero o Un milagro


Detrás de los políticos que se dan codazos para aparecer en la foto de las inauguraciones hay muchas personas invisibles. Para que el nombre del alcalde aparezca en la placa con que se inaugura un centro público ha sido necesario el trabajo de muchos funcionarios. Detrás de las medallas que se cuelgan algunos políticos están los mismos técnicos que les sirven de parapeto cuando se deniega una solicitud.

Últimamente, tengo muchos compañeros secretarios e interventores de Ayuntamiento que lo están pasando mal. La Ley, que es la expresión de la voluntad popular (es decir, el pueblo), los ha situado ahí para controlar y fiscalizar a los políticos, que son los mismos que les pagan, lo que es en sí mismo un contradiós y les genera mucho estrés, mucho sufrimiento. En los municipios pequeños, además, ellos son los que proponen y los que fiscalizan lo propuesto y, en unos tiempos de tanta especialización y tantas responsabilidades, están obligados al imposible de ser técnicos de absolutamente todo.

Esta mañana he llegado sin novedad a El Burgo Ranero. He sido el único cliente de un bar-restaurante que tenía terraza exterior, local cubierto y terraza interior y, luego, me he dado un paseo por el pueblo. Junto al albergue donde me alojo, está la casa consistorial, en cuya fachada había un pequeño cartel que anunciaba el cierre de las oficinas durante seis días debido a que las “funcionarias” del Ayuntamiento habían sido citadas a un curso impartido por la Diputación Provincial de León.

Todos mis compañeros, por esos días, están citados a un curso en la Diputación Provincial de Córdoba, al que solo puede asistir un funcionario por Ayuntamiento, y el horario del curso es de mañana y tarde. Como las diferencias son notables, le hago una foto al cartel y se lo mando al grupo de WhatsApp que comparto con algunos de ellos.

“A ver si vamos aprendiendo”, les digo.

Pero no, no aprenderemos. Seguiremos invisibles en la foto e intentando cumplir con lo imposible, como siempre.

Como no nos pondremos de acuerdo para reivindicar nuestra profesión ni se van a acordar de nosotros quienes nunca lo han hecho, lo que necesitamos de verdad es un milagro. Así que, cuando llegue a Santiago de Compostela y le dé el abrazo al santo, me acordaré de ellos.


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sábado, 2 de junio de 2018

4. Terradillo de los Templarios o Una persona con suerte


                He tenido un pequeño percance: se me han roto las gafas. Traigo otras de repuesto, pero no son progresivas y cuando me las he puesto me he dado cuenta de que de cerca no veo ni torta, ni para ver los platos de los menús del peregrino ni para hincar el tenedor en las patatas fritas que aquí ponen siempre de acompañamiento.

                En tal situación, me he creído afortunado. A mi edad, en otra época una persona como yo estaría poco menos que ciega y vería muy limitada su actividad vital. Ahora, en cambio, con unas gafas te devuelven la vista, que es como devolverte la juventud perdida. Y lo mismo pasa con los dientes, y con los pies, y con tantas otras partes de nuestro cuerpo: te dan unas pastillas, y te devuelven la salud; te operan, y te dejan como nuevo.

                ¿Qué harían los sabios antiguos a mi edad sin unas buenas gafas con las que distinguir perfectamente las letras? ¿A qué edad era mayor una persona no hace tanto tiempo, en la época de los abuelos de mis abuelos, por ejemplo?

                Soy afortunado. Lo soy por haber nacido en esta época y en este país, por haber nacido en la familia que nací y por tener la familia que tengo, los amigos que tengo, el trabajo y los compañeros que tengo. La suerte es fundamental en la vida y yo he tenido mucha suerte hasta ahora.

Afortunadamente, tengo unas gafas de sol graduadas y progresivas y voy con ellas a todas partes, como si fuera Ringo Starr o Pedro Almodóvar. Y como aquí nadie me conoce, nadie me pregunta, que es la mejor forma de no tener que dar explicaciones.

Yo me quito las gafas de sol cuando hablo con alguien, al menos un momento, para que me vea los ojos y compruebe a través de ellos lo que hay de verdad en lo que digo, lo que hay dentro de mi alma. Lo hago por cortesía y porque he observado que la gente desconfía de las personas que hablan con gafas de sol en lugares oscuros. Seguramente piensa que no se protegen de la luz que les molesta, por escasa que sea, sino de ellos, o piensa que juegan con ventaja en el terreno emocional, al no mostrarse como son en realidad.

Bien pensado, he tenido suerte porque, pudiendo habérseme roto las gafas de sol, se me han roto las normales. Si se me hubieran roto las gafas de sol, tendría que ir todo el tiempo con las normales, con la cantidad de horas que paso al sol, el solazo que está haciendo y lo que a mí me molesta la claridad. Como se me han roto las normales, el sol no me molesta y en los interiores me acostumbro pronto a la escasez de luz, de manera que no noto nada extraño.

Para colmo, el tiempo está siendo muy bueno, y no tengo problemas físicos: ni una pequeña ampolla en los pies, ni el más mínimo atisbo de cansancio.

      Se me han roto las gafas y he tenido, como dice mi amigo Antoine, "una suerte loca", vamos.


* Ruta.