10-4-2020
Yo hago siempre la siesta. O, para
decirlo de una forma más localista y con un verbo más manido, yo «echo» siempre
la siesta. La echo cualquier día del año, en invierno y en verano, esté muy
cansado o no esté cansado en absoluto. La echo porque me gusta, porque me
parece un invento genial y porque no conozco nada más reparador del cuerpo y,
sobre todo, de la mente.
Algunas veces, cuando estamos
recogiendo la cocina y Carmen me oye rezongar porque un imprevisto retrasa la
terminación de lo que estamos haciendo, me dice: "Ya estás deseando
echarte la siesta". Y si nuestros hijos están en casa, dice como para
ellos, aunque en realidad se está dirigiendo a mí: "Ya está vuestro padre
deseando echarse la siesta". Yo creo que es mala fama, que me conoce solo
a medias, porque me gusta la siesta pero nunca hago dejación de mis obligaciones. Y, además,
que a mí me da igual que sean las cuatro que las cinco o que las seis.
O que las siete. Porque si he salido a
comer por ahí, a la vuelta me echo la siesta, sea la hora que sea, por muy
tarde que me haya llegado. Y es curioso porque mientras estoy fuera no me entra
ni pizca de sueño. Pero en cuanto vuelvo a casa y me siento en el sillón, una
modorra dulcísima me llega poco a poco como si me hubieran puesto una
mascarilla de anestesia, y ya no hay solución, me dejo arrastrar por la molicie,
me duermo. Y cuando me despierto, soy otro. O vuelvo a ser yo, mejor dicho, ya liberado
del espeso barrizal en el que se hallaba el discurso de mis pensamientos.
La única excepción que hago a la
siesta de después de comer es que haya echado la siesta antes. Mi abuelo Juan, a
esa siesta, la llamaba «del gorrión», aunque también he oído que la llaman «del
carnero», «del burro», «del canónigo» y de otras muchas formas más. Yo hago la
siesta del gorrión algunos domingos, cuando vuelvo a mi casa después de hacer
senderismo y me he duchado y tomado una cerveza y una lata de mejillones. A
veces, ya digo, caigo redondo, sin quererlo, como arrastrado hacia un agujero por
una fuerza irresistible, no muy distinta de la que nos impide correr en las peores
pesadillas.
El caso es que ahora echo las siestas
más largas. En circunstancias normales, me siento en el sillón y pongo el reloj
para que suene a los cincuenta minutos, porque no quiero pasarme la tarde
dormido, pero ahora echo la siesta sin reloj, a la libre voluntad del cuerpo.
Y, claro, el cuerpo tiende a darse satisfacciones, es como un niño chico al que
montas en un tiovivo, que nunca se cansa de lo bueno y llora más si lo bajas a
las cinco vueltas que a las tres.
Duermo más de día pero un poco menos
de noche. Ahí está la compensación. El cuerpo es sabio, no cabe la menor duda: me
acuesto más tarde y me levanto a la misma hora de siempre, que suele ser
temprano. Tengo el mismo tiempo pero repartido
de otra forma. Si él lo ha decidido así, por algo será. Ahora, mi cuerpo es el
que manda, no yo. Ahora, mi cuerpo es soberano.