martes, 13 de septiembre de 2016

El centro de gravedad permanente

(El centro de gravedad permanente)

            Las novelas solo comienzan una vez, de modo cuando has empezado a escribirlas no tienes más que continuarlas por donde las dejaste, con unos personajes que ya existen y una historia que ni se iniciará ni se agotará en una jornada.

Las novelas te sujetan durante mucho tiempo a una obligación, en la que trabajas con una libertad casi absoluta, pues escribes sin más límites que los que te marca tu propio dominio del medio. Por eso, si el ejercicio de escribir una novela puede convertir en obsesivos a los que tienen un carácter compulsivo, a los que tendemos a perdernos por el tiempo, en cambio, nos centra y nos ayuda a gestionar mejor los ratos libres.

Escribir una novela partiendo de un hombre que amaba a Franco Battiato me supuso lograr un centro de gravedad permanente durante muchos meses. Poco importó entonces y poco importa ahora que enseguida me desviara del fin originario y, en lugar de construir un mundo parecido al de las canciones de ese cantante y compositor siciliano, construyera otro mucho más parecido al nuestro, o, para ser más exactos, más parecido al mío.

            Me encontraba cómodo y bien y mientras escribía estuve utilizando elementos de mi propia realidad para construir la ficción, a la manera que el subconsciente levanta el guión de los sueños. Así, utilicé el problema que tuve con el envío de un paquete a Lille, donde por aquel entonces estaba Luis, para crearle un problema a uno de los protagonistas; utilicé el recuerdo de una reciente visita al museo Dalí de Figueras, donde me hablaron de una perversión sexual que tenían el pintor y Gala, para adjudicar una perversión parecida a unos notables señores de Sevilla, y utilicé el título de una de mis novelas inéditas para llamar así a un dominio web de internet que aparece mucho en la historia.

            Llevé a los personajes de la novela a los lugares que yo mismo visitaba por aquel entonces, y les busqué aventuras en el barrio turco de Berlín, en el Autostadt de Wolfsburgo, en la calle Solferino de Lille, en el barrio de Salamanca de Madrid, en la plaza doña Elvira de Sevilla y en la avenida Ámsterdam de Nueva York, además de en Pozoblanco y en el pueblo ficticio de Aleda, al que ubiqué en Los Pedroches.

También utilicé lo que por aquel tiempo formaba parte del contexto más cercano a mis hijos, que en cierto modo era el mío, como el ambiente de los estudiantes Erasmus y el de los jóvenes titulados españoles en Europa. Es más, hice una suerte de cameo con ellos y los utilicé como personajes secundarios, sin darles nombre, en el mismo sitio y con un oficio similar al que estaban desempeñando en la realidad.

Construí la historia intentando conseguir un lenguaje certero y sencillo y pensando en la urgencia de la página siguiente. Cuando terminé, dediqué mucho tiempo a quitar lo que sobraba y un poco más, a fin de que el lector se deslizara por la trama casi sin darse cuenta. Al final de todo, me sentí bastante satisfecho: había disfrutado escribiendo y me había salido una obra lo suficientemente digna como para que pudiera hacerse pública.

De eso hace ya algún tiempo.


            Carmen, que me conoce bien, me dijo el otro día que tenía que ponerme a escribir, quizá porque últimamente me ve un punto descentrado. Estoy así desde que terminé El hombre que amaba a Franco Battiato, una obra que pronto verá la luz.