martes, 6 de febrero de 2024

Jaboneros arriba

 

El arroyo Jaboneros es de corto recorrido y tiene una cuenca pequeña, pero yo lo he visto rugir iracundo al saltar por los azudes que escalonan el cauce, con el agua de muro a muro, y lo he visto correr durante varios meses seguidos, vivaracho y risueño, con las ínfulas de un pequeño río del norte. Lo he recordado mientras remontaba el cauce seco por el lado de Pedregalejo, tras partir a los pies de la pasarela peatonal de los Jabegotes, que une a ese barrio con el de El Palo.

Pedregalejo fue en sus orígenes un barrio de pescadores, y aún conserva un par de calles estrechas con sabor antiguo entre la calle Bolivia y el paseo marítimo, pero luego fue uno de los principales lugares donde se asentó la burguesía malagueña, de modo que ahora está formado en su mayoría por viviendas unifamiliares de gran porte que, desde la montañas que lo rodean por el norte, forman una mancha multicolor tachonada de verde por la multitud de jardines particulares.

La Mosca, en cambio, que me pilla más adelante, es un barrio popular, que se ha hecho a golpe de construir viviendas humildes junto al camino que discurría por el margen derecho del arroyo. Su caso es parecido al del barrio de Jarazmín, que se encuentra al pie de las montañas unos kilómetros hacia el este. Ambos barrios, junto a los antiguos de El Palo (más grande), las mencionadas dos calles de Pedregalejo y el barrio de La Araña (junto a la Cala del Moral), son como pequeñas islas de clases populares en el océano de clase media y alta que forma el enorme distrito de Málaga Este.


Mi ruta pasa bajo el descomunal viaducto de la autovía de circunvalación de Málaga y sigue arroyo arriba. Es un día de finales de enero y hace un sol desproporcionadamente radiante incluso para la soleada Málaga. Cruzo el arroyo por el pequeño puente de los Tres Ojos, sigo un trecho por el margen izquierdo, paso junto al lagar de los Tontos (así lo llama el mapa oficial) y viro al este para seguir el camino trazado sobre el gasoducto que va al Rincón de la Victoria, cuya pronunciada pendiente me obliga a pararme para recobrar la respiración un par de veces.

Por ese lado, la tierra se aprovecha de las umbrías del monte de San Antón y de las sombras de algunos árboles junto al agua subterránea de los arroyos secos para ofrecer algo de verdor, muy poco, entre el bosque bajo y el abundante matorral, en un paisaje sin hierba, como de pleno verano.

Al caminante que, como yo, se fija en las cosas del campo a la par que en lo que dicen los noticieros, lo que ve ya no le infunde preocupación, sino miedo. Y no por su futuro, sino por el que está dejando a sus hijos.

No sé las causas últimas de la sequedad que veo, pero veo las consecuencias, aquí y en las ciudades. Y veo que no se hace lo suficiente para enmendarlas, más allá de unas cuantas medidas de última hora que, como todo lo urgente, solo solucionan lo inmediato y acaban resultando chapuzas.

Por ejemplo, ahora nos estamos dando cuenta de que si no llueve no hay agua para la industria, la agricultura y la ganadería y, especialmente, de que no la hay para los grifos.


Los pacientes lectores de esta página ya conocen el poco aprecio que tengo por las fronteras, sean físicas o mentales, que los entendimientos más cerriles (que usualmente son los que mandan) acaban convirtiendo en trincheras. Consecuencia de ambas fronteras es la inexistencia de un plan que regule a nivel nacional todo lo relacionado con el agua. 

Un plan nacional/estatal que parta de la idea de que el agua es un bien muy escaso que no tiene dueño y puede aprovecharse infinitas veces.

No hay un plan porque cada pedacito de tierra y cada pedacito de ideología tienen el suyo, que es el mejor. Y con lo mejor no se juega. Y ante lo mejor, obviamente, no se cede. No se cede y así nos va, con tanto mejor esperando a ser puesto en práctica.

En fin, que cuando rodeo el monte San Antón, puedo ver el mar a lo lejos, hacia el sur. El mar no me abandonará mientras camino por la falda del monte, de la entrada este a la entrada oeste del parque forestal, por la senda que seguramente tiene las mejores vistas de la ciudad.

En la senda me paro varias veces y observo, extasiado, lo que se ve abajo, como debían observar los dioses a los humanos desde el monte Olimpo.

Por aquí hay más gente. Excursionistas, o incluso familias con niños, porque a este lugar se llega fácilmente desde los puntos más altos del barrio de Los Pinares de San Antón. Este barrio, por cierto, tiene algunas de las casas más lujosas de Málaga, todas con piscina, vistas al mar y mucha vegetación. Pero tiene la desventaja de lo empinado de sus calles y lo mal conectado que está a pie y en bus con los centros neurálgicos de la ciudad. Aquí hay que coger el coche para todo y quien, como yo, se aventure por sus calles de vez en cuando, debe caminar a veces por mitad de la calzada, porque las aceras son muy estrechas y están ocupadas por árboles y farolas.


Hace algunos meses, un taxista me dijo que hay gente mayor de Los Pinares de San Antón que está comprando pisos en Echevarría, una barriada de El Palo que linda con el arroyo Jaboneros, está muy cerca de la playa y cuenta con una extraordinaria oferta comercial y de restauración.  

A mí, que voy camino de ser una persona mayor, me gusta mucho ese barrio, que me parece tranquilo y cosmopolita a la vez. Por él camino al final de mi ruta, junto al aparcamiento subterráneo que han construido bajo las pistas deportivas del colegio Valle-Inclán, sobre las que ahora se está levantando una cubierta que pronto será aprovechada por la comunidad educativa y por todo el distrito Este.

De ahí a la pasarela peatonal desde la que salí solo hay unos pasos, que recorro sin más demora, urgido por la llamada de la pinta de cerveza que me espera en algún chiringuito del paseo marítimo.

Para ver la ruta en Wikiloc, pincha sobre la imagen


viernes, 2 de febrero de 2024

Luis Lepe Crespo, un amigo

Luis Lepe Crespo ha muerto. En su funeral, su familia me ha dicho que Luis me quería, que me quería mucho. Me lo han dicho agradecidos. Como si el cariño que él me daba le hubiera hecho bien a él y yo hubiera hecho algo para merecerlo. 

Conocía a Luis desde siempre y conocía su obra, de modo que podría hablar extensamente de ambos. Pero ahora no sé cómo hacerlo. Ahora solo me sale hablar de mí. 

De mí, porque Luis se ha muerto y con él se va alguien que me quería. Porque él se ha muerto y yo me quedo aquí, más solo, huérfano de su cariño.



sábado, 13 de enero de 2024

Al embalse de Sierra Boyera


Es un día festivo de principios de enero de 2024.

Ahora no sé cuántos meses llevamos sin que el agua de los grifos sea potable, pero muchos en cualquier caso, por lo que los vecinos de Los Pedroches y del Guadiato, en el norte de Córdoba, tenemos que proveernos de agua para beber y cocinar a través de los camiones cisterna que las autoridades competentes en la materia han puesto a nuestra disposición.

Para alguien de fuera, que no haya seguido el proceso que nos ha llevado hasta aquí, no es fácil de entender la situación o, al menos, no son fáciles de entender las causas. Porque es cierto que hay una sequía extrema, pero no lo es menos que hay pantanos con agua en la zona y que lo que ha pasado no ha pillado por sorpresa a nadie.

El caso es que hoy, cuando tenía que buscar un lugar por el que caminar, me he acordado del embalse de Sierra Boyera, que era el que nos abastecía antes de agua y ahora está prácticamente seco, y allí me he dirigido bastante bien abrigado, porque los partes meteorológicos daban frío para todo el día.

La presa de Sierra Boyera está muy próxima a Belmez y el embalse que forma con las aguas del río Guadiato discurre en paralelo a la carretera que une ese pueblo con el de Peñarroya-Pueblonuevo, hasta cuyo extremo más lejano se acerca cuando las lluvias han sido generosas. Para ir a Belmez desde Pozoblanco, lo más cómodo es tomar la carretera que aquí llamamos de Peñarroya y desviarse en el cruce del Cuartanero hacia Belmez. Desde ahí, la carretera tiene algunas curvas, pero posee un firme aceptable y el paisaje es muy hermoso, especialmente a partir de la antigua estación de Cámaras Altas, que ha sido noticia recientemente porque se ha inaugurado un tramo de la vía verde que la une con Villanueva del Duque.

Hasta Cámaras Altas, o incluso hasta más lejos, la mañana ha sido esplendorosa, pero luego me he encontrado con una niebla cerradísima que se ha mantenido hasta bien avanzado el día, de modo que con niebla he andado por las desiertas calles de Belmez y con niebla he tomado la vía pecuaria Vereda de Córdoba, que me ha llevado, con el ferrocarril a un lado y el río Guadiato a otro, hasta la derruida estación de Cabeza de Vaca.

Que el río es por ahí bastante ancho lo he visto desde el camino, pero no he descubierto que estuviera corriendo un poco sino hasta un puentecillo (más bien vado) que cruza el cauce frente al camino que conduce a la cueva Fosforita, cuyo acceso está prohibido. Si el río no solo son grandes charcas, sino que corre –me digo–, debe ser por alguna razón ecológica o porque es necesario llevar aguas al pantano que hay más abajo, el de Puente Nuevo, porque la presa de Sierra Boyera queda un poco más arriba y no las ha retenido.


El asunto añade más barullo a los embarullados pensamientos que llevo mientras camino. Para intentar desenredar la madeja, me pongo en el lugar de un lugareño que intentara explicarle a un extraño lo que está pasando y, sin dejar de andar, me digo:

A ver, en el principio de todo, allá por los años 90 del pasado siglo, hubo una sequía muy grande, que obligó a limitar el suministro domiciliario de agua a unas cuantas horas. El agua se trajo entonces desde el embalse de Puente Nuevo (más grande), con unas obras de emergencia, y nuestros gobernantes, con buen criterio, resolvieron: «Esto no volverá a pasar. Construiremos otra presa en La Colada para embalsar aguas del río Guadamatilla, con lo que tendremos asegurado el suministro por mucho que duren las sequías». Así que se libró el dinero, se licitaron las obras y se construyó la presa de La Colada, y, como volvió a llover, se llenó de agua el embalse.

Pero eso, que volvió a llover y, como volvió a llover, también se llenó el embalse de Sierra Boyera, y entonces ya no hubo tanta necesidad de solucionar las sequías futuras. De hecho, se dejaron perder las instalaciones que había traído el agua desde Puente Nuevo y nunca llegaron a concluirse las instalaciones necesarias para distribuir el agua desde La Colada. Así que había tres pantanos en la zona, tres, pero solo uno estaba operativo para abastecer a la población, el de Sierra Boyera, el más pequeño y el que causalmente se había secado.

Pero he aquí que volvió el cielo a no mandar agua. Y entonces todo el mundo se puso nervioso. No al principio, ni al medio, sino al final, cuando se vio clarito que ni lloviendo se arreglaba inmediatamente el problema. Así que otra vez hubo que adoptar decisiones de emergencia, es decir, a la carrera, y ya se sabe que cuando se hacen las cosas sin pensárselas mucho puede ocurrir aquello en lo que no habías pensado, que fue precisamente lo que ocurrió.

Ocurrió que se fue a por agua a La Colada como si contuviera un agua cualquiera cuando no era así, de manera que los sistemas de depuración de que se disponía no eran suficiente para potabilizarla. Y ya no había tiempo de solucionar el problema.

Entonces fue cuando llegaron las culpas del otro. Del otro. Del otro.

Los seres humanos somos así, de colgarnos medallas por los méritos propios y ajenos y culpar al otro de nuestros errores. Pero en España eso es más fácil, mucho más, porque va con nuestro carácter y porque hay muchos organismos con competencias en una misma materia. Para el caso del agua, hay cuatro, a saber: (1) el Estado (a través de las confederaciones hidrográficas. En este caso, dos confederaciones, la del Guadiana, para la presa de La Colada, y la del Guadalquivir, para las presas de Sierra Boyera y Puente Nuevo); (2) la Junta de Andalucía (sobre las infraestructuras de abastecimiento que ella misma haya declarado de interés autonómico); (3) la Diputación Provincial (que tiene una sociedad instrumental para la gestión del ciclo integral del agua, EMPROACSA) y (4) cada uno de los ayuntamientos de las dos comarcas afectadas, que si bien tienen la gestión cedida a la Diputación conservan la titularidad de los medios necesarios para la prestación del servicio y el deber moral de llevar agua de calidad a sus vecinos.



Y esos organismos (ese maremágnum de instituciones) están gobernados por partidos distintos, o, más bien, enfrentados. Es decir, que siempre es posible responsabilizar al otro partido de lo malo que está pasando. Y como a eso hay que añadir que la presa de La Colada se terminó en 2006 y por el gobierno de cada uno de los organismos citados han pasado distintos partidos, siempre es posible responsabilizar a otro partido de lo malo que ya ha pasado.

El caso es que echar las culpas al otro de lo malo de ahora o de lo malo que trae causa del pasado es sumamente fácil para los partidos políticos, que son los que realmente gobiernan. Y como les vale, porque la gente se cree mayoritariamente lo que les cuentan los líderes de los partidos más afines a su ideología, pues les echan las culpas al otro y ya está lo más importante arreglado.

Bueno, a ver, sigue sin arreglarse el problema del agua, que por supuesto todo el mundo quiere solucionar. Pero lo quiere solucionar después de sacudirse las culpas, después de responsabilizar al otro, con una unidad más de boquilla que real. No recuerdo que nadie haya culpado a los suyos, sin peros, ni creo que lo haya habido. Pero recuerdo reuniones de los dirigentes del PSOE, por su cuenta, y de los del PP, también por su cuenta. Todas con las fotos respectivas que sirvieran para documentar su interés, esto es, para que los spin doctors de turno pudieran hacer propaganda.

Ha habido reuniones conjuntas, de todos, muchas reuniones. Y ha habido declaraciones de unidad, muchas, pero quienes han asistido a ellas o las han firmado nunca se han sacudido el peso del partido al que pertenecen y eso, naturalmente, ha calado en la población, que si ya está dividida por la política general, se dividió también sobre este trascendental asunto.

Así que cuando se creó una plataforma ciudadana, algunos de cuyos líderes habían estado vinculados a movimientos de izquierdas, se pensó que la plataforma era de izquierdas. Se pensó directamente por la ciudadanía y, sobre todo, se pensó aleccionada por los partidos: unos porque quisieron hacer suyo el movimiento (como ha pasado con la patria o con el movimiento feminista, por ejemplo, que son de todos) y los otros porque dejaron que los primeros lo hicieran suyo (y aquí tengo que poner otra vez de ejemplo a la patria y al movimiento feminista).

La división se agravó cuando algunos metieron a los ganaderos en el problema y, consecuentemente, en la solución. Los ganaderos son uno de los motores económicos de Los Pedroches, especialmente los ganaderos intensivos, a los que se culpó de contaminar las aguas que ahora no se podían depurar. Nadie dijo que si contaminaban era porque se les estaba permitiendo por quien tenía competencias medioambientales (menos la Diputación, todas las demás instituciones las tienen), y era a quien se lo permitía y se lo había permitido a quien había que exigirle responsabilidad, igual que hay que exigirle responsabilidad al que, teniendo competencias en la materia, mira para otro lado cuando alguien parcela sin permiso un territorio o construye ilegalmente en el campo.



La plataforma ciudadana, con la mejor intención, quiso sumar a los alcaldes a las protestas, lo que yo creo que fue un error, porque los alcaldes quieren lo mejor para su pueblo, pero dentro de lo que diga su partido. Y a los partidos lo que de verdad les interesa es gobernar en todo, pero especialmente a lo grande, en lo grande, antes que en lo chico. Es decir, a los partidos les interesa el relato que nos convierte a todos en seguidores fieles de sus consignas. En seguidores fieles y ciegos.

Así que los alcaldes eran, en el fondo, parte de aquello contra lo que se protestaba. De esa manera se entiende que se sumaran a las protestas, sí, pero como a remolque, y ya se sabe que los remolques son una carga de la que hay que tirar, aunque no lleven nada encima.

Que la presentadora de la concentración última organizada por la plataforma diera las gracias a los alcaldes por lo que estaban haciendo es una muestra más de lo mal definidos que están los papeles de quien protesta (la sociedad) y aquellos contra quienes se protesta (los que tienen que tomar las decisiones, esto es, los representantes de la sociedad, alcaldes incluidos).

Las protestas han sido, en fin, escasas y poco nutridas, impropias de la gravedad del problema. De hecho, la única de verdadera relevancia ha sido la mencionada huelga de hambre, esto es, han tenido que ser cuatro personas y no la población la que se haya puesto en pie para demandar dinero. Porque, al final, todo se resume en eso, en quién pone el dinero.

El asunto da para un comentario más largo, pero no quiero aburrir al paciente lector de estas páginas y tiempo habrá para hablar de lo que aquí se toca medio de refilón. El caso es que, según parece, tendremos agua potable en los grifos pronto, más o menos un año después de que nos prohibieran beber la que nos llega. O no. Nunca se sabe, porque nuestros representantes –por increíble que parezca– siguen haciendo la guerra por facciones, dependiendo del partido al que pertenezcan.

En lo que afecta a este paseo, en conclusión, solo me queda decir que de las orillas del Guadiato me fui a la presa de Sierra Boyera, donde comprobé la poca agua que retiene, y que anduve pensativo y en soledad por la carretera que la corona, como el último ser vivo de un mundo desolado. Solo mucho después, cuando la mañana estaba a punto de dar paso a la tarde, se fue la niebla y pude ver a lo lejos la línea blanca y roja de las casas de Belmez, el gris pajizo del cerro que escolta al pueblo y, arriba del todo, la silueta recia e imponente del castillo recortada sobre el azul intenso del cielo.

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viernes, 8 de diciembre de 2023

Tender puentes/levantar muros

 

En mayo de 2014, mi amigo Rafael y yo hicimos una ruta entre Peñarroya y El Porvenir de la Industria, lo que me llevó a escribir una entrada en este blog sobre el cementerio de esa aldea de Fuenteovejuna, que estaba abandonado. El recuerdo de ese cementerio (el recuerdo de su abandono, más bien) me ha perseguido desde aquel día, de modo que hoy he dispuesto lo necesario para comprobar el estado en que se encontraba después de hacer el mismo camino.

La entrada de entonces describía el recorrido, de modo que a ella me remito sobre ese particular. He de decir, no obstante, que el día se presentaba nublado, pero no frío, que los campos se hallaban verdes y húmedos y que me fue muy grato recorrer los casi siete kilómetros que hay entre ambas poblaciones, dejando volar el pensamiento a veces, abstraído otras en la visión de los pedregosos cerros, en cuyas cimas romas se habían detenido las nubes.

El Porvenir de la Industria está medio igual que hace nueve años, mejor incluso. Sus calles rectas siguen igual de desiertas, pero están cuidadas y limpias y me pareció que la plaza de la Constitución y los numerosos terrenos públicos que hay hacia el este están mejor conservados, campo de fútbol incluido. Como la otra vez, entré en el bar Potete, que sigue existiendo, y con el mismo nombre. Dentro no había nadie, ni siquiera el camarero. Ya me iba, cuando en la puerta de la calle me encontré con el que debía ser el dueño, que venía andando desde lejos. Me volví y entramos juntos. Y dentro, mientras esperaba un café y una magdalena enorme de una caja que estaba a la vista, pregunté a quien me atendía por la persona que lo hizo entonces. «Era mi padre», me contestó. «Hace menos de un mes que se ha muerto».

Hablamos un rato, poco, lo justo para trasladarle los motivos de mi visita y para entender por sus palabras que el cementerio debía encontrarse en mejor situación, y me encaminé hacia mi destino.

El cementerio está justo al este, como a un kilómetro del pueblo, y se llega a él por un camino llano y entretenido, que discurre entre ermitas y una extensa área de recreo preparada para hacer picnic. Desde fuera, el cementerio me pareció proporcionado y adecuadamente dispuesto: la tapia estaba bien encalada, sobre ella sobresalían con armonía los chorros oscuros de varios cipreses y en la puerta se habían plantado recientemente seis palmeras.

Estaba abierto. Después de leer la cita del libro de los Macabeos que hay en un rótulo pegado a la portada («Es una idea piadosa y santa rezar por los difuntos»), entré. Uno se da cuenta enseguida de que el cementerio está en mejor situación que estaba la otra vez. Las dos hileras de nichos que recorren el costado de la puerta, el de las inhumaciones más recientes, se encuentran bastante bien, aunque aún hay tramos con el tejado de uralita, en tanto el resto del recinto se mantiene en un estado decente. Decente, no más, pero al menos se han tapiado los nichos que aquel día vimos en ruinas y el amplio descampado interior está recogido y limpio. Se agradece que el Ayuntamiento de Fuenteovejuna se haya gastado algún dinero aquí, pero no estaría de más que siguiera haciéndolo, porque aún tiene terreno para la mejora.


Paseo un buen rato entre las sepulturas y, antes de irme, echó una última mirada, hago unas fotos y pienso en la igualdad de las tumbas y los nichos de este cementerio: parece como si aquí se aplicará de verdad eso de que, ante la muerte, todos somos iguales. Todos, los ricos y los pobres, los judíos y los palestinos, los hombres y las mujeres, los de izquierdas y los de derechas…

Salgo del cementerio y tomo el camino de vuelta hacia Peñarroya, pero he aquí que enseguida me encuentro con que está cortado con una valla, lo que me obligará a volver por donde he venido. Es decir,  a recorrer varios kilómetros más. O sea, que frente al interés particular del propietario de la finca, se verá perjudicado mi interés, que es el interés del público caminante, el interés público, en fin.

Esto son las consecuencias de ponerle cercas a los intereses particulares, me digo.

Como el camino se me hace largo y soy un paseante solitario, pienso más. En otras cercas, en otros muros, en las murallas, sean físicas o mentales. Casualmente, es 6 de diciembre, el día de la Constitución, y, también casualmente, tengo que pasar por la plaza de la Constitución de El Porvenir de la Industria. La Constitución Española terminó en 1978 con el enfrentamiento entre españoles que llevaba vigente, sin descanso, desde principios del siglo XIX. Para ello hubo que derribar muchos muros, a fin de que se sentaran juntos Santiago Carrillo, Dolores Ibarruri, Manuel Fraga, Felipe González y Adolfo Suárez, entre otros muchos diputados con una historia personal y una ideología muy distinta, y hubo que derribar muchos muros para que todos ellos consensuaran el mismo proyecto para todos los españoles.

Entonces se pensó que lo mejor era lo común, que siempre existe, y se hicieron concesiones. Era una idea innovadora, generosa y trascendente. Esas concesiones que ahora se entienden por algunos como una inmolación, como una traición, como una renuncia inexplicable, sin darse cuenta de que los otros también las hicieron, de que todo el mundo las hizo.

No hace falta leer a Rousseau y a Maquiavelo para distinguir entre un tipo iluso y uno realista o entre uno cínico y uno íntegro y virtuoso. Mientras camino, pienso en la valla que me ha cerrado el paso y en las excusas cínicas que se dan para cortar los caminos, para construir murallas, para levantar muros. Hubo un muro en Berlín que separaba dos mundos, el del bien y el del mal, y el «bien» se quedó del lado del que había construido el muro, como ocurre siempre en todo tipo de muros, en los pasados, los presentes y los futuros, en los de piedra y en los mentales.

Lo dice la canción de Nicolás Guillén y Quilapayún: Tun, tun, ¿quién es?/Una rosa y un clavel/Abre la muralla. Tun, tun, ¿quién es?/El alacrán y el ciempiés/Cierra la muralla. Y así toda, abriendo al bien y cerrando al mal. Abriendo al amigo, a la yerbabuena y al ruiseñor en la flor y cerrando a la serpiente, al veneno y al sable del coronel.

Ahora, Pedro Sánchez, que es más de Maquiavelo que de Rousseau y asegura hacer de la necesidad (privada) una virtud (pública), ha propuesto levantar un muro contra la derecha. Él, que tiende puentes con los que quieren destruir la constitución que nos une, quiere levantar un muro contra los grupos constitucionalistas que han sido votados por casi la mitad de los españoles, es de entender que para meter dentro a los buenos y dejar fuera a los malos.

Los muros mentales, como los demás, se construyen con ladrillos. Los ladrillos de los muros mentales son el pensamiento de los ciudadanos adoctrinados, y son materiales duros, inflexibles y manejables, que se pueden apilar y colocar donde mejor convenga al líder, el gran arquitecto de los dogmas, con el argumento de que eso es lo que más interesa al grupo, cuyos componentes se sienten reconfortados con la verdad, amparados los unos en los otros y seguros.

Mientras camino,  me pregunto qué soy, de qué lado de la muralla estoy. ¿Habría defendido yo una idea y, solo unos días después, la idea contraria después de haber recibido del líder de mi ideología la consigna en tal sentido con el argumento/la falacia de que hay que hacer de la necesidad virtud?

Coincido con numerosos planteamientos del partido de Pedro Sánchez, pero no, no quiero estar dentro de su muralla, ni quiero que con mi pensamiento construyan un muro defensivo contra los que quieren arrebatarle el poder, aunque en numerosos aspectos estén equivocados. Prefiero ser serpiente, veneno y ciempiés y, además, creo que varios coroneles con sable se metieron dentro antes de cerrar las puertas.


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sábado, 15 de julio de 2023

Rompiendo la oscuridad y el silencio

Cuando me levanto (siempre muy temprano), me tomó un café, enciendo el ordenador y leo los titulares de algunos periódicos y las últimas entradas de varios blogs, es decir, intento recibir información y opiniones de distinto signo sobre distintos temas y ámbitos. El fin no es regodearme con lo que me gusta y, en consecuencia, refuerza mis ideas previas, sino oír distintas voces para contrastar ideas y poder pensar por mí mismo, cambiando, si es preciso.

Desde hace muchos años, una de esas voces es, indefectiblemente, la que Antonio Merino Madrid expresa a través de su blog Solienses sobre asuntos que casi siempre tienen que ver con la sociedad en la que ambos (él y yo) vivimos. Como pienso después de haber leído, y no antes, yo le debo a Antonio Merino una parte importante de lo que acaba siendo mi pensamiento, lo que es tanto como decir una parte importante de lo que soy.

Se lo debo yo (que no soy nadie) y se lo debe la opinión pública de Los Pedroches, en la que influyen decisivamente sus análisis por dos vías: en primer lugar, directamente en la audiencia de su blog, y, en segundo lugar, y más decisivamente, mediante la opinión que crea en otros opinadores, a través de los cuales no es infrecuente que se extienda el debate sobre los temas que trata.

Hay agentes de internet con muchos seguidores que no influyen casi nada porque se limitan a subirse a la ola que ya se ha formado y agentes como Antonio Merino, que crean olas a fuerza de poner el foco sobre el detalle que nadie ha visto y son, por eso, decisivos.

Debe ser a veces muy amargo y siempre resultar difícil ser tan libre como lo es él, especialmente en una sociedad tan pequeña como la de Los Pedroches. Y tiene que ser muy cansado, en lo físico y en lo mental, sacar casi a diario una entrada nadando entre tanto barullo, entre tanta corriente enfrentada y entre tanta estulticia.

No siempre estoy de acuerdo con él y él no siempre está de acuerdo conmigo, pero así es como debe ser. No de otra forma le agradecería, como hago ahora, que lleve veinte años sacando una página que nos ilumina y nos duele.



sábado, 28 de enero de 2023

La mala vida en Los Pedroches, de José Luis González Peralbo*

 

La Historia es como el juego entre la memoria y el olvido. En la memoria, quedan las referencias importantes, los hechos traumáticos o significativos, y lo demás, se olvida. En la Historia, que parte con la escritura, se estudian los hechos importantes de las sociedades y lo demás, no se estudia. Y los hechos importantes son los protagonizados por la gente importante.

Hasta no hace tanto tiempo, la Historia se veía como vemos una película. En las películas hay protagonistas, que son los que llevan el peso del argumento, hay coprotagonistas y hay numerosos personajes secundarios. Pero en una película hay más gente aparte de esa, están los figurantes, que no son protagonistas ni personajes secundarios, sino parte del paisaje.

Tampoco las personas comunes, la gente, eran nadie a efectos de la Historia.

Solo mucho después, cuando los historiadores se dieron cuenta de la importancia que tenían las ideas en el devenir de los cambios que aparecían en la sociedad, y especialmente a partir de los cambios provocados por el movimiento obrero, se empezaron a estudiar los movimientos sociales.

Así que tenemos, por un lado, a los grandes nombres y, por otro, al pueblo entendido como sujeto único en los movimientos sociales. Ambos son ahora, en los tiempos actuales, protagonistas de la Historia. Pero, ¿dónde quedan las entrañas de la sociedad, sus vísceras, su minuto a minuto? ¿Dónde, la identidad de las personas que sufren las decisiones de los grandes mandatarios, la identidad de las personas que salían a la calle para protestar o para hacer las revoluciones? ¿Dónde, la explicación de cómo vivían esas personas en su casa, como se ganaban la vida, cómo se relacionaban entre ellas?

Pues bien, para saber cómo son esas sociedades por dentro, no nos queda más remedio que acudir a los libros de ficción, especialmente a las novelas, o acudir a libros de Historia como La mala vida en Los Pedroches, del que es autor José Luis González Peralbo, que incluye episodios históricos relacionados con actividades al margen de la ley que tuvieron lugar en Los Pedroches desde finales del siglo XVI hasta principios del siglo XX.

Cada uno de estos episodios es una historia concreta y completa, la historia de un hecho delictivo. Una historia en la que aparece la víctima y, normalmente, el malhechor, que es el personaje principal. Y en la que aparecen también, en su ser natural, toda una serie de personajes secundarios: la autoridad que investiga y sanciona, los testigos, los familiares, los médicos y los cirujanos, etc.

Hay un saber que entra en las casas y ahonda en las almas, ante el que no mostramos la verdad, pero que tiene como obligación averiguar la verdad para emitir una decisión: la justicia. Y la justicia tiene en su ser dejar constancia de los procedimientos que instruye, que contienen informes médicos, declaraciones, actas y toda una serie de documentos que, con el tiempo, pasan a ser de dominio público.

José Luis González Peralbo ha ido a los archivos de Los Pedroches, ha investigado en ellos, ha recogido decenas de casos de mala vida de esa época que les he dicho, los ha convertido en episodios, los ha insertado en el marco histórico general y los ha ordenado para formar un libro que recoge, de un modo o de otro, la parte negativa que anida en toda sociedad, parte negativa que debe insertarse en un contexto personal, familiar y vecinal.

O dicho de otra forma, si queremos entender la mala vida de una persona, debemos observar las circunstancias que rodean a esa persona, lo que nos llevará a conocer a esa persona por entero. Muchas malas vidas de muchas personas nos darán muchas circunstancias vitales, que, sumadas, nos dirán las circunstancias de la sociedad, cómo es, en fin, esa sociedad.

La forma de vida que se cuenta en el libro ha llegado hasta épocas muy recientes. Lo vemos en los dos aspectos fundamentales que, a mi entender, nos muestran la obra: uno sería cómo eran aquellos individuos, antepasados nuestros no tan lejanos en el tiempo, que vivían donde vivimos ahora nosotros. El otro sería cómo era la sociedad que constituyeron.

En cuanto a las personas, cabe decir que la inmensa mayoría vivían con poco, según se desprende de los inventarios de bienes recogidos en el libro. Eran pobres, muy pobres. Comparados con lo que se tiene hoy, eran pobres hasta los ricos, así que nos podemos hacer una idea de lo pobre que era la gente común y lo miserable de la vida de los pobres de entonces. La motivación principal de la mayoría de la gente era sobrevivir, y a la supervivencia estaba destinada la mayor parte de su tiempo y su actividad vital.

En esas condiciones, no debe extrañar el peso que tenía la religión, como lo tiene en muchas personas que sufren, a la que se veía como una esperanza reparadora e igualadora en la otra vida, pues pocas veces cabía esa posibilidad en esta. La religión, además, era única y obligatoria, tan obligatoria que exigía para lo importante la limpieza de sangre.


Para ganarse la vida, los pedrocheños de aquella época desempeñaban oficios que hemos conocido o todavía nos suenan, como tundidor y cogedor de paños, guardador de marranos, temporero, esquilador, sacristán, alguacil, medidores de tierras, mayordomo, talabartero, herrador,  arriero, presbítero, tabernero, criada, carretero y verdugo.

Y otros oficios que nos suenan menos, como administrador de los reales servicios de millones, alcabalas y cientos, menseguero (o meseguero, que era el encargado de guardar las mieses), guarda de dehesas, guarda de panes (o guarda rural), tamborilero, barbero flebotomiano (barbero flebotomiano era el que efectuaba flebotomías, esto es, el que ejercía el arte de sangrar y algunos otros procedimientos quirúrgicos, como abrir abscesos y realizar extracciones dentales), cirujano y sangrador, amanuense, arcabucero, comadre de parir y, por último, un oficio muy recogido en el libro es el de sin domicilio fijo ni oficio ni beneficio.

Quienes desempeñaban estos oficios aparecen en el libro porque nadie se encontraba al margen de la mala vida, pero esas consecuencias judiciales, ya en el mismo procedimiento, y por supuesto en las penas, no eran lo mismo para unos que para otros.

Los gitanos lo tenían más complicado. Tampoco se trataba bien a los forasteros, a la gente de vida errante y a los que andaban de pueblo en pueblo sin querer arrimarse al trabajo.

La sociedad que recoge el libro es injusta, porque no trata por igual a los seres humanos, al contrario, trata mejor a los poderosos que a los débiles, especialmente en la primera época, y es cruel, porque no castiga con proporcionalidad, sino de forma vengativa y con carácter ejemplarizante.

Es una sociedad pobre en lo económico y pobre en lo moral, en la que el peso del trabajo recae sobre los más desfavorecidos, sobre los que también recae el mayor peso de la justicia. Llama la atención, por ejemplo, el valor que se le da al perdón de la víctima, como si el delito se hubiera cometido solo sobre a ella y no sobre conjunto de la sociedad.

La sociedad que se muestra en el libro era comarcal, mucho más que lo es ahora. Los Pedroches de aquel entonces no coincidían exactamente con los límites administrativos actuales. Eran unos límites mucho geográficos, más físicos, y llegaban más lejos, singularmente más lejos por el norte.

La gente iba de un pueblo a otro con muchísima facilidad, yo creo que porque muchos de los habitantes de Los Pedroches vivían en el campo y había una red de caminos y veredas muy extensa que conectaba unos lugares con otros, unos pueblos con otros.

Probablemente la llegada de los vehículos a motor, que limitó la circulación a los mejores caminos, luego convertidos en carreteras, contribuyó a que la gente viviera en los pueblos, e hizo que ese movimiento entre unos pueblos y otros fuera menor.

Los forasteros eran, por lo general, gente más humilde aún que los residentes de Los Pedroches. De San Pedro de Rocas y Lobaces, en el obispado de Orense, por ejemplo, vinieron unos gallegos que decían había salido de sus tierras para Castilla a trabajar haciendo sogas y poder ganarse la vida, porque en su tierra había mucha miseria.

Como forasteros que eran, eran mal vistos. Así que la autoridad de Torremilano los alistó a la fuerza como soldados en la leva a que estaba obligada esa población. Ahora bien, los gallegos quebrantaron la prisión y se fugaron, huyendo por un hornillo situado en una corraleja, junto a una escalera de piedra.

De los gallegos, nunca más se supo.

En general, de los que huían de la justicia nunca más se sabía, a menos que se entregaran luego. Y no había que ir muy lejos. Bastaba con traspasar los límites de la comarca para desaparecer a ojos de la justicia que los perseguía.

El mundo, entonces, era más grande, más confuso y más opaco que ahora.

De todo lo antedicho, cabe deducir que, aunque muchas veces se echan en falta hoy valores de entonces, no era una sociedad mejor armada moralmente que la nuestra. La principal virtud de aquella sociedad, que hoy se echa en falta, era la capacidad de respuesta ante el sufrimiento, quizá porque la gente sufría mucho, muchísimo, y estaba acostumbrada a ello.

La miseria, el miedo y el sufrimiento eran los principales componentes emocionales de que estaba hecha aquella sociedad oscura. El miedo debía de ser macizo, plúmbeo, debía meterse en la memoria, en los huesos y en los sueños. El miedo a lo desconocido y el miedo a lo conocido. Fueras inocente o culpable. Fueras bueno o malo. Porque todo el mundo era presuntamente culpable.

Dice José Luis González Peralbo en el libro, por ejemplo, que el tormento era aplicado a los testigos de los que se sospechara que sabían la verdad y no colaboraban lo suficiente. La gente común, especialmente los pobres, temen a las autoridades y a la justicia tanto o más que a los propios criminales.

Lo pobres más de verdad estaban obligados a andar por el borde la ley para sobrevivir, o directamente, a eludir la Ley, a pesar del castigo descomunal que eso suponía. Estaban obligados a sisar, a escurrirse, a robar algo tan de los cerdos como las bellotas, a ser eso que protagonizaba buena parte de la literatura de los primeros tiempos de entonces, a ser un pícaro. De hecho, se ve que detrás de la vida de la mayoría de la gente hay una historia que es una verdadera epopeya de la supervivencia.

Para contar esas historias se necesita de una gran habilidad comunicadora. Se necesita, especialmente, cuando la historia se cuenta de viva voz y se interpreta y en libros como La mala vida en Los Pedroches, donde se recogen historias de los archivos y uno está obligado a extraer de ellas lo mejor y más ameno.

José Luis, como buen historiador que es, ha ido a los archivos y ha recogido las historias, pero para presentarlas al público en un libro ha tenido el acierto de actuar como un perfecto narrador. Y, para ello, se ha introducido en el texto él mismo. Ha contado lo que hay y ha opinado. Lo ha hecho dotando de ironía y gracia al texto e introduciendo esa suerte de chascarrillos sonoros que son los epigramas, que emplea a modo de corolario, como la aleccionadora moraleja de una fábula.

Con La mala vida en Los Pedroches, en fin, el lector pasará buenos ratos, que es un generoso fin en sí mismo, se enterará de cómo eran nuestros antepasados y la sociedad que tejieron y, cuando lo termine, se quedará con un regusto muy agradable.

* Extracto de mi intervención en la presentación del libro.

sábado, 6 de agosto de 2022

Y los caminos de Adroches XVII: El Viso o La vida en barbecho

 

Cuando era joven, había varias discotecas en El Viso y los muchachos de Pozoblanco íbamos a ellas buscando aventuras y oportunidades, algunas de las cuales cuajaron en parejas mixtas, que desde entonces fueron parte de nuestras vidas. Luego, hice las prácticas de trabajo en el Ayuntamiento de El Viso, fui muchas ediciones a las fiestas en honor de la abuela Santa Ana y fueron incontables las noches que visité su centro de salud cuando Carmen estuvo allí haciendo guardias. He ido a El Viso con causa y sin causa, montones de veces, para hacer algo y para no hacer nada, he navegado en piragua por el pantano de La Colada, he comido en la huerta de Los Frailes el lunes de Pascua, he visto las vaquillas desde la barrera en los días de feria, he disfrutado muchas ediciones del auto de los Reyes Magos y, entre otras cosas, he andado por muchos de sus caminos.  

Todavía es invierno cuando comienzo junto a la Piscina Municipal el camino que propone Adroches para El Viso, pero ya se vislumbra la primavera, es media mañana y el Sol me manda una luz blanda y un calor tibio, escondido por momentos entre las nubes. Ha llovido recientemente y los campos, que tenían la piel seca y áspera de los labradores antiguos, tienen ahora un verdor claro y la cara lustrosa, como si se le hubieran dado un lavado y vinieran hidratándola desde hace días con algún emplasto casero. Mientras camino, veo grietas en la faz del campo, pero son hechas a propósito, con el afán de dejarla en barbecho.

Cuando era chico, mi abuelo Juan me explicó la necesidad de labrar al tercio para dejar recuperarse a la tierra, y me puso como ejemplo una cerca conocida por mí a la que, obligados por la necesidades de la posguerra, se la había puesto en producción dos años seguidos: aquella cerca no produjo el segundo año lo que el primero ni pudo producir durante muchos años. Luego, oí que se podía lograr una producción agrícola más eficiente rotando los cultivos, de manera que unos aprovecharan los nutrientes que no aprovechaban los otros. Y, más tarde, oí que la eficiencia había llegado a tal punto que era necesario producir menos para mantener los precios, por lo que la Unión Europea obligó en la PAC a dejar un porcentaje de tierras en barbecho.

Cuando escribo esto, la invasión de Ucrania por Rusia (ambos grandes exportadores de cereales) ha hecho que se produzca un alza generalizada en los precios de los insumos agrícolas y se tenga la sensación de un posible desabastecimiento, por lo que quienes saben de esto están cuestionando la existencia de los barbechos, que dejan cientos de miles de hectáreas sin sembrar.

Aunque no soy agricultor ni ganadero y entiendo más bien poco de campo, reconozco que tal vez deba eliminarse el sistema de barbecho para volver a la rotación de cultivos, que hace más productiva la tierra y abarata los precios. Todo mientras no se ponga tan en cuestión el barbecho que decidan suprimirlo para todo, también para la vida: al fin y al cabo, las mejores épocas de la vida son esas, las que uno dedica a recuperar los nutrientes perdidos en el trabajo, las de barbecho.

Para ver la ruta, pincha sobre la imagen