viernes, 29 de noviembre de 2024

Totalán

 


El arroyo Totalán tiene en su desembocadura un puente que une los términos de Málaga y Rincón de la Victoria. Al oeste del puente, en Málaga, hay una playa canina y, enfrente de esta, un aparcamiento para caravanas que suele estar lleno, en cuya primera fila, la que pega a la senda peatonal que hay entre el aparcamiento y la playa, siempre hay unos cuantos turistas sentados en hamacas, ensimismados en el juego de los perros con sus amos, o en el mar, o en el horizonte, y, a la vez, mirando inadvertidamente en lo más profundo de sí mismos. Al otro lado del puente se halla La Cala del Moral, que es una barriada de Rincón de la Victoria con la que forma una sola unidad, aunque sus paseos marítimos están separados por unos acantilados atravesados por los túneles del antiguo ferrocarril, que fueron durante la Guerra Civil paisaje de La Desbandá y hoy hacen la delicia de los caminantes.

En la ruta que con frecuencia hago hacia el este pegado al mar, paso por ese puente sobre el arroyo Totalán, y siempre que lo hago me dejó impresionar por la imagen de sequedad, aspereza y desamparo del cauce, que por allí es anchísimo. Varias veces he remontado un par de kilómetros el cauce para cruzarlo, seguir por las montañas hacia el oeste y salir a Málaga por Jarazmín, que está detrás de El Palo, pero nunca he seguido cauce arriba, hacia el pueblo de Totalán, un asunto que tenía pendiente. Lo he cumplido ahora, que la curiosidad me ha picado más de lo habitual tras las noticias que los días pasados hablaban del miedo que habían causado los arroyos tras las lluvias torrenciales.

A mí siempre me ha llamado la atención la relación que las gentes de todo el mundo tienen con el agua en movimiento, sea del mar o sea de los ríos o los arroyos. El agua es la naturaleza en su sentido más puro, más libre, y, en consecuencia, menos sujeto a los límites que le imponen los hombres en su provecho: llueve cuando la naturaleza quiere, donde quiere y lo que quiere. Y lo mismo pasa con las causas que afectan al nivel del mar. Además, la memoria de la naturaleza se mide en millones de años y sobre ella no actúa el olvido, en tanto que la memoria humana es frágil y sobre ella actúan con frecuencia los intereses espurios.

Por aquí se ven carteles que piden a la autoridad el deslinde del dominio público marítimo, a fin de que quede claro qué terreno es particular y cuál del Estado, prueba manifiesta de que, en otro tiempo, por unas causas o por otras, se edificó demasiado cerca del mar. Y por aquí pueden verse cauces de arroyos secos que son calles, donde se aparcan los coches con la confianza de que nunca pasará nada o de que ya lo quitaré antes de que la corriente se lo lleve.

Los arroyos de este lado de la costa nacen en las montañas próximas y tiene un corto recorrido. Por lo general, y aunque se llamen ríos, no llevan agua al mar más que cuando llueve, porque o se la traga la tierra o se la tragan las huertas y las poblaciones. Son muchos, y unos están a poca distancia de otros. Tienen poca cuenca y, aparentemente, su cauce domesticado puede convivir con el ser humano sin mayores problemas, aunque ya se sabe lo que ocurre con lo salvaje cuando se domestica, que, por manso que aparente ser, nunca pierde su natural violento. Cuando llueve aquí, en fin, puede llover a lo bestia, y entonces los arroyos se convierten en corrientes feroces, que reclaman lo que es suyo y le fue arrebatado por el hombre.

El arroyo Totalán (yo lo llamaré así, mejor que río) es uno de los más grandes de esta parte de la provincia. Para remontarlo, lo más cómodo es hacer el primer trayecto por la acera pegada al cauce, en la parte de La Cala del Moral, la que pasa junto al campo municipal de fútbol y, luego, discurre sobre adoquines de hormigón hasta la rotonda del centro comercial. Ahí, entre otros muchos carteles, hay uno de New Scandalo, el más famoso puticlub de Málaga, que se promociona con el tentador eslogan «porque te lo mereces» (¡quién no se merece lo mejor!), sobre el que ahora he leído un interesante artículo que Lorena G. Maldonado escribió hace años en El Español.

La acera sigue en paralelo a la fachada del centro comercial, pero ya muestra por aquí los signos del abandono, como que los adoquines próximos a los alcorques están levantados por las raíces de los árboles y no hay césped artificial junto a la senda. Más adelante, no hay árboles, sino solo los postes de las farolas, además de una hilera de coches aparcados entre el quitamiedos y la calzada.



El aire glamuroso de la urbanización playera y sus construcciones se ha quedado muy atrás cuando, en plena zona rural, poco antes del gigantesco viaducto de la autopista que cruza el arroyo, tengo que dejar lo que ya es carretera más que calle para caminar directamente por el cauce. En ese momento, uno, que ha percibido lo pobremente cuidado que está el paisaje, se da cuenta de lo cutre que puede llegar a ser.

He mirado la palabra «cutre» en el diccionario porque no quiero ser ofensivo, pero tampoco quiero quitarle a la adjetivación un ápice de exactitud. Según la RAE, la segunda acepción de cutre es: «Pobre, descuidado, sucio o de mala calidad. Un bar, una calle, una ropa cutre». Pues eso, un paisaje cutre. Mejor decir eso que solo feo. Y la culpa, evidentemente, no es de la naturaleza que hizo el paisaje, por árido que este sea, sino del paisajista que lo moldeó, esto es, de la mano del hombre.

Porque en pleno 2024 uno tiene aquí la impresión de haber retrocedido a los años de su infancia, allá por los sesenta del siglo XX, cuando las primeras megainfraestructuras públicas convivían con la presión deforestadora, las calles terrizas y las pobres construcciones de los pobres, que se hacían aquí y allá, en cualquier parte, privada o pública, grande o pequeña, lo mismo daba si era el anchurón de un camino que una vía pecuaria, la playa que el dominio público hidráulico.

Junto al arroyo, ya en término municipal de Totalán, hay grupos de construcciones, alguna de ellas de varias plantas, a las que solo se puede llegar por el cauce, que es un descampado polvoriento en el que las rodadas de los coches han trazado los accesos, como trazan una vereda las pisadas repetidas de un pastor. ¿Y cuando llueve? ¿Cómo se llega a esas viviendas cuando llueve?

¿Dónde estaba la Administración cuando se hizo esto, que era manifiestamente ilegal? Las administraciones, mejor dicho, porque hay varias con competencia sobre la materia. ¿Miraban hacia otro lado porque eran pobres y necesitados quienes realizaban esas construcciones y en algún lugar tenían que vivir? ¿Lo hacían por solidaridad, pues? Si eso era lo solidario, ¿por qué no lo permitía el legislador, siendo la ley la expresión de la voluntad popular? ¿O las autoridades miraban para otro lado por indolencia o por cobardía, o, ya en democracia, por interés electoral, y decían eso tan socorrido de «yo no sé nada, todo es bajo tu responsabilidad»? No soy capaz de contestarme. Supongo que habría de todo un poco, como ocurre siempre.

Intento seguir las rodadas de los coches sobre el cauce para ahorrarme lo más pedregoso del suelo, pero llega un momento en que desaparecen las rodadas y caminar campo a través recobra toda su expresión. Un poco más adelante, veo venir agua por el cauce. Es una corriente pequeña, de agua clarísima, pura, que acaba tragada por la tierra reseca, aunque se va haciendo más caudalosa conforme voy remontando el arroyo.



Para cuando me sobrepasa un caminante, la corriente tiene ya varios brazos y debo elegir entre las varias sendas que se me abren para optimizar mis pasos. «¿Voy por aquí bien a Totalán?», le pregunto. «Sí, no hay pérdida. Cuando se encuentre con la carretera, salga a ella y sígala», me contesta. Es un muchacho alto, casi tanto como yo o más, que viste camiseta negra y pantalón corto negro y camina a grandes zancadas, salvando sin problemas, aquí y allá, alguno de los brazos de la corriente. Se ve que conoce el camino y opta por la mejor opción, así que lo sigo a distancia, aunque eso me obligue a ir más rápido de lo iba.

Por este tramo, el paisaje ha mejorado mucho. Se ven algunos tubos en el cauce, semienterrados o cortados, que no sé de dónde vienen ni para qué sirven, pero el panorama ha recobrado bastante de la potencia solitaria y desértica primitiva, y las corrientes de agua prístina le dan una gracia bautismal, como de haber borrado pecados originales, lo que la consciencia (que no la conciencia) agradece mucho.

Ahora no sé si fue antes o después de haberme tropezado con el puente de la carretera de Totalán cuando (yendo ya solo, pues el muchacho se había vuelto) descubrí que el agua no venía de ningún lado, sino que salía de la tierra, como si la corriente hubiera estado sumergida y quisiera ver la luz allí mismo.

Como no me gusta andar por las carreteras, seguí por el cauce en paralelo a ella hasta una pequeña construcción cilíndrica, blanca y con una puerta metálica azul, que se levanta sobre una peana de pedruscos para salvar la corriente. Sobre uno de esos pedruscos, hay una señal de dirección correcta, según el sistema europeo de señalización de senderos, y sobre otro hay una placa que dice: «Atención peligro por avenidas. El recorrido va por el cauce del arroyo Totalán durante aprox. 3,5 km». Allí mismo, se juntan el arroyo Olías con el arroyo Totalán y la carretera, tras cruzar el primero de ellos, se separa de los cauces de ambos para gatear hacia el pueblo.


Aquí, justo cuando entra un ciclista en el cauce para seguir por unas rodadas de coche, me salgo del arroyo y tomo la carretera. Tiene muy poco tráfico. Cruza el arroyo Olías y empieza a subir, lo que mantiene en los dos kilómetros siguientes dejando siempre a la vista la fachada oeste del pueblo, una línea de paredes blancas y tejados rojos elevada sobre un barranco y recortada sobre las grises montañas de la Axarquía, que tienen en sus montes más cercanos líneas verdes de olivos.

Si exceptuamos lo mal que le sientan al paisaje algunas construcciones próximas a la carretera, especialmente en la parte más baja, desde el arroyo Olías a Totalán el camino es bonito. Son dos kilómetros más o menos, todos de subida tendida y cómoda que se hace al principio por la misma calzada que hay para los coches y, tras el cruce con la carretera de Olías (pedanía de Málaga que algunas veces se ve arriba y a la izquierda como una mancha blanca), por el llamado paseo De la Salud, según dice un gran cartel hecho con obra de tejas, hierros y ladrillos, en cuya construcción creo que intervino un taller de empleo. Y digo creo porque lo estoy escribiendo de memoria y me suena haber leído allí otro cartel que decía algo parecido. En el paseo, en una de las primeras curvas, hay un algarrobo enorme en el acerado que da nombre a un mirador precioso, en el que me entretuve un rato.

Fue mi última parada hasta Totalán. Me habría gustado detenerme en el cementerio, que se queda a la izquierda poco antes de entrar en el pueblo (los cementerios de los pueblos de Málaga son todos bonitos), pero se me hacía tarde y dejé la visita para otro día, que viniera en coche y con más tiempo. En su lugar, me paré en el bar El Arroyuelo, que está un poco más adelante. Este establecimiento tiene la barra a la derecha de la entrada y a la izquierda unas cuantas mesas. Es un local eficiente, que sirve barato para lo que sirve, que es dar bebida y comida, como ocurría antes de que se pusieran de moda las sensaciones que rodean al hecho simple de alimentarse y tener una conversación.

Yo me senté al fondo, con la vista hacia la puerta, junto a una mesa en la que coloqué un café con leche y un pastelito industrial que me comí pelándole poco a poco el papel de celofán (o de lo que sea), como si fuera un plátano, mientras le echaba un vistazo a la parroquia. En barra, con los codos apoyados en la mesa, había dos o tres hombres con apariencia de pensionistas recientes (como yo) que a todas luces eran del pueblo, cada uno por su lado, silenciosos y de movimientos escasos y pausados, como dejándose consumir por el tiempo. Junto a una mesa, entre la puerta y yo, había cinco jóvenes en animada charla. Tres eran españoles y dos (un chico y una chica), extranjeros, porque hablaban un buen español con acento guiri.


En cuanto me acabé el café, salí del bar. Según la ruta que me había hecho, debía continuar hacia el sur por la calle que bordea el barranco del arroyo Cao, que es un afluente del Totalán. Aunque estaba seguro, le pregunté (por preguntarle, por hablar un rato) al primer vecino con que me topé. «¿Para el arroyo Totalan, dice?: siga to recto, to recto», me contestó. La verdad es que no hay pérdida. Para los que son de mi zona, les diría que Totalán está en lo alto de un cerro que corre de norte a sur entre los barrancos de dos arroyos, el Cao y el Totalán, como está el cerro de las Obejuelas entre el río Cuzna y el río Gato, aunque en Totalán todo es más pequeño y está mucho más marcado.

A la espera de más detenimiento en otra visita, no puedo hablar del pueblo más que lo que vi mientras lo atravesaba, y lo que vi me dejó la impresión de que me hallaba en uno de esos hermosos pueblos de la Axaquía que han respetado su casco histórico y lo muestran orgullosos a los visitantes. En ese recorrido escaso, pude ver el monumento a Antonio Molina (cuyos padres nacieron aquí), la torre del Violín, junto a la que hay un cartel explicativo de su importancia histórica, la fuente de la Chanfaina (la chanfaina es el plato típico de la localidad, cuya fiesta anual se celebraba al día siguiente, último domingo de noviembre) y la fachada de varios edificios públicos, como la principal del ayuntamiento, pequeña y muy coqueta.

Cuando el pueblo se acaba, que es pronto, empieza una cuesta abajo impresionante, con pavimiento de hormigón, que según mis cuentas tiene una pendiente media del 20%, más o menos. «¡Vaya cuestecitas tienen ustedes aquí!», le dije a un vecino que me miraba pasar desde la entrada de una casa de campo, al que saqué de su embelesamiento porque estaba como abstraído viéndome cómo retenía mis pasos en la pendiente, como dudando de mi razón, cómo diciendo ¿y adónde va este?

Cuando estuve de nuevo en el arroyo, todo era desandar el camino. Así que solo dejo constancia de dos hechos que llamaron mi atención durante la vuelta. El primero, que descubrí a uno de mi pueblo cuando vi venir a lo lejos a cuatro caballistas (pozoalbenses por el mundo somos), en el tramo con más agua del arroyo. Y el segundo, que me sorprendió lo pequeña que es la calle Totalán en La Cala del Moral, a la que fui por curiosidad antes de recoger el coche, pues suponía que la vecindad de ambos pueblos obligaba a una calle de más fuste.

Buena mañana, en fin. Ojalá respete la naturaleza durante mucho tiempo mi físico y mi memoria para que pueda seguir caminando y recogiendo por escrito estas pequeñas crónicas.
Para ver la ruta en wikiloc, pincha sobre la imagen





jueves, 17 de octubre de 2024

Más sobre el despoblamiento de Los Pedroches

 

La gente no se va de nuestros pueblos porque se estén quedando sin oficinas bancarias, sino al revés: los bancos se van de los pueblos porque estos se están quedando sin gente. Y, luego, solo después de que los bancos se hayan ido, tal vez se vaya alguna gente de los pueblos porque no hay oficinas bancarias. Torrecampo, por ejemplo, ha tenido hasta tres oficinas bancarias abiertas a la vez en tiempos relativamente recientes (de CajaSur, Caja Rural y BBVA y, antes, de la Caja Provincial de Ahorros de Córdoba), además de varias corresponsalías, y, mientras estuvieron, el proceso de despoblación siguió su curso.

La gente no se va de nuestros pueblos porque se cierren unidades escolares, sino al revés: se cierran unidades escolares porque hay pocos niños, tan pocos que no son suficientes como para que puedan ser mantenidas, y algunos de los pocos que hay son mandados por sus padres a colegios de fuera pensando que eso es lo mejor para ellos. Si nace un niño al año (como a veces ha ocurrido en pueblos de más de mil habitantes), o dos, o tres, o cinco, no se puede exigir con razón que se mantenga una clase abierta para la generación de los niños nacidos ese año a lo largo de toda su vida escolar.

La gente no se va de nuestros pueblos porque no haya puestos de trabajo: cuando alguien quiere hacer una obra en una casa de alguno de nuestros pueblos, se encuentra con problemas, porque no hay albañiles suficientes, ni carpinteros, ni herreros, ni personas que desempeñen trabajos parecidos. Y lo mismo pasa si alguien necesita trabajadores para el campo o la ganadería, o camioneros, o camareros, o si los necesita para cuidar de nuestros mayores.

La gente no se va de nuestros pueblos porque no haya autopistas o carreteras suficientes. Antes, cuando la carretera de Córdoba era poco más que un camino asfaltado, había un furgón que iba a diario a por pescado a las lonjas de la costa y lo traía a Pozoblanco y a otros pueblos más lejanos, y ahora, con mejores carreteras, no lo hay. Cuando las carreteras de nuestra comarca eran horrorosas, en nuestros pueblos había multitud de comercios de todo tipo, y profesionales, y en ellos vivían el médico y los maestros, cosa que ahora no suele pasar. Con las carreteras que hay, la COVAP ha sido capaz de desarrollarse, de moverse a diario por Los Pedroches y de poner sus productos en cualquier parte de España y varios países del mundo.

La baja natalidad de nuestros pueblos no está causada por la falta de ayudas para los padres o en que la vivienda tenga unos precios muy altos: nunca ha habido tantas ayudas para la paternidad y la maternidad de los trabajadores, nuestros ayuntamientos disponen de numerosas actividades e instalaciones para los niños, los padres suelen contar con la ayuda de los abuelos (que en nuestros pueblos están muy cerca) y los precios de las viviendas están por los suelos.

Se puede atajar el problema por las consecuencias, pero eso sería como hacer frente al fuego sin apuntar a su causa: el fuego se mitigaría, pero no se apagaría y, en cualquier caso, volvería a nacer una vez y otra.

Hay una tendencia universal a moverse a las grandes ciudades y a las poblaciones de la costa con buen clima, porque en ellas se supone más calidad del empleo o una mejor calidad de vida. Porque persiguen calidad de vida, las sociedades del primer mundo tienen problemas para ocupar oficios o profesiones penosas o mal pagadas, y nuestra sociedad (incluso la de nuestros pueblos) ya es del primer mundo. Y porque quieren calidad de vida, muchos jóvenes de nuestros pueblos no quieren tener hijos, o quieren tener muy pocos.

Ahí están las causas.

Ahí y en que las sociedades necesitan para desarrollarse formación y capacidad de sacrificio, como ocurre con las personas.

En Los Pedroches, la formación a través de las políticas activas de empleo suele tenerse como un subsidio, más que como un medio para conseguir un trabajo. Y la capacidad de sacrificio, especialmente de quienes tienen más talento y más propensión al riesgo, se castiga desde el momento en que la sociedad (las familias, los colegios y todas las instituciones) trata prácticamente igual al inactivo que al que se esfuerza.

Está bien que se demanden más inversiones, más infraestructuras, más servicios públicos y más apoyos. Y está bien que se mejoren, por supuesto. Pero sería errar en el diagnóstico del problema que achacáramos a su ausencia la causa de nuestros males relacionados con el despoblamiento. Y si erramos en el diagnóstico, malamente vamos a dar con la solución.

Para ver el informe de 2018 de la FAMP sobre despoblamiento, pincha sobre la imagen.

En este blog hay más entradas sobre despoblamiento aquí, aquí, aquí, aquí y aquí.






miércoles, 9 de octubre de 2024

De Torrecampo a Pedroche

En Pedroche hay una residencia de mayores y en Torrecampo, otra. La de Pedroche es privada y muy grande (147 plazas), en tanto que la de Torrecampo es municipal y pequeña (44 plazas). Para ambos pueblos, la residencia es fundamental, y no solo por los servicios que presta a los mayores, imprescindibles es una sociedad tan envejecida como la de Los Pedroches, sino por los puestos de trabajo que proporciona al vecindario, dado el alto nivel de desempleo y despoblamiento que existe en esa misma sociedad.

La idea de los ayuntamientos de crear residencias de mayores se extendió por Los Pedroches a finales del siglo XX, de manera que varios de ellos construyeron con mucho esfuerzo edificios destinados a prestar ese tipo de servicios y la mayoría creo organismos municipales propios para su gestión, lo que suponía que el resultado de su explotación acababa incluyéndose en sus cuentas generales. Era un riesgo evidente, pues el presupuesto de una residencia supone un porcentaje muy alto en el presupuesto municipal de un ayuntamiento pequeño y en sus cuentas, pero los ayuntamientos tenían un número de plazas importante concertado con la Junta de Andalucía y creían que con esos ingresos tenían asegurado el equilibrio presupuestario.

Durante años, todo fue bien, incluso muy bien. La Junta de Andalucía pagaba más de lo que las plazas costaban (sin beneficios ni amortizaciones) y las cuentas de las residencias solían acabar con superávit, lo que contribuía al superávit municipal. Pero en los últimos tiempos los gastos se dispararon. Subieron las obligaciones derivadas de la lucha contra el COVIP 19, muchas de las cuales se mantuvieron más allá de la pandemia, subieron todos los suministros (la luz, los alimentos, etc.) y subieron, especialmente, los costos de personal.

Sobre estos últimos, conviene apuntar que los trabajadores de las residencias municipales son empleados públicos, tienen los mismos derechos que sus compañeros del ayuntamiento y están sometidos a los mismos procesos de selección. Dicho eso, debe añadirse que esos empleados municipales tenían unos salarios muy bajos, por lo que se vieron afectados directamente por las sucesivas subidas del salario mínimo interprofesional y, luego, por las subidas que el Estado fijó para todos los empleados públicos. Además, por la dureza del trabajo, por el progresivo envejecimiento del personal y (como pasa en la Administración) por la falta de compromiso de algunos trabajadores, no es infrecuente que se produzcan un número considerable de bajas laborales, cuyo coste adicional debe soportar la empresa, que es el Ayuntamiento.

La subida de los gastos debería haber ido acompañada de un inmediato ajuste presupuestario, a fin de disminuir los gastos e incrementar los ingresos, pero la mayoría de los ingresos de las residencias dependen de la Junta de Andalucía, que no incrementó los pagos a los ayuntamientos en la misma proporción que estos veían incrementadas sus obligaciones y, además, en un ayuntamiento toda subida de ingresos supone subida de tributos, en este caso de la tasa que debían pagar los residentes, algo impopular, en fin.

En el ayuntamiento, el poder está sujeto a la decisión del electorado y el electorado, por mucho que luego diga lo contrario, ama lo lúdico, lo gratis y lo fácil y desprecia lo duro, lo difícil y lo costoso. Las residencias municipales son muy importantes en los pueblos pequeños. Hay mucho nicho electoral que depende de ellas y, por consiguiente, se hace con ellas mucha política. No política de gestión, de ideas, de la buena, que llega poco al votante, sino política de zancadilla, de ideología, de la mala, que enseguida llega al electorado, especialmente al más adoctrinado y manipulable.

Al gestor de las residencias (al gobierno del ayuntamiento) le cuesta mucho subir las tasas y, normalmente, lo retrasa más de lo conveniente y lo hace menos de lo necesario. La oposición al gestor, en cambio, suele oponerse a la subida achacando todos los problemas presupuestarios a la mala gestión. Ambos tienen parte de verdad, pero no es frecuente que los grupos políticos pongan su parte de la verdad a disposición del conjunto ni que acepten otra verdad que no sea la suya. En fin, lo de siempre.

El caso es que el déficit de las residencias deben soportarlo los ayuntamientos. Si el déficit de la residencia es grande, el problema de la residencia es un problemón para un ayuntamiento pequeño. Y el electorado, que es a la postre quien decide, solo se da cuenta de eso al final. O solo se quiere dar cuenta, más bien.

El camino que nos ha propuesto Leo para el día de hoy nos lleva desde Torrecampo a Pedroche y atraviesa la dehesa de este último pueblo. El ayuntamiento de Pedroche, que no tiene residencia (porque es privada, como dijimos), no tiene que hacer transferencias a nadie para que se mantenga la de su pueblo y, además, dispone de los ingresos extraordinarios que le da el arrendamiento de su dehesa. Es una situación totalmente distinta a la de Torrecampo, que debe hacer transferencias al organismo autónomo que gestiona la residencia municipal y, además, no dispone de dehesa. Eso sin contar que el Ayuntamiento de Pedroche recibe más transferencias directas del Estado y de la Junta de Andalucía que el de Torrecampo, ya que Pedroche tiene unos quinientos habitantes más.

Puestos a gastar, medio lo mismo cuesta mantener los servicios públicos en un pueblo que en otro. La pavimentación de las calles, por ejemplo, o la red de alumbrado, o el cementerio. Lo mismo, mantener la casa de la cultura, la biblioteca municipal y el secretario. Lo mismo, por último, vale un conjunto para la feria, los fuegos artificiales y casi todos los demás festejos, que son muchos, especialmente en la zona que linda con la cultura, los deportes, la juventud y los servicios sociales.

Hemos salido por la calle Gracia y tomado el camino de la Añoruela, que parece una pista, de ancho y bien conservado que está. La frontera entre Pedroche y Torrecampo en ese tramo va por este camino y llega entre pastizales y encinas hasta bien cerca de Torrecampo, pero, siguiendo hacia el sur, gira pronto hacia el oeste por el camino que el Inventario Municipal de Bienes de Torrecampo llama del Pozo del Cuco, y, más tarde, hacia el sur, en dirección a Villanueva de Córdoba. El caso es que, por cerca que llegue el término de Pedroche al pueblo de Torrecampo, Torrecampo tiene más término municipal que Pedroche, pero eso le da pocos ingresos y muchos gastos, hasta el punto de que percibe por el Impuesto de Bienes Inmuebles de Rústica más o menos lo que paga a la Mancomunidad de Caminos por el mantenimiento de estos. Y, si lo medimos por habitante, paga a la mancomunidad mucho más (mucho mucho) que Villanueva de Córdoba o Pozoblanco, que son pueblos bastante más grandes.

Cruzamos el paraje Las Misas y, luego, teniendo a la vista casi siempre la torre de Pedroche, el de las Peñas del Agua, que, aunque está a la altura de ese pueblo, sigue siendo término de Torrecampo. Por ahí, giramos hacia el oeste y caminamos en paralelo al arroyo de la Jurada durante un buen tramo. Cuando lo atravesamos, pasamos al término de Pedroche y andamos por el camino que el IGN llama de la Loma de las Misas hasta el mismo casco urbano de esa localidad, donde llegamos sin habernos cansado.

Era todavía temprano cuando Pedroche, la madre legendaria de todos los que somos de las Siete Villas, nos acogió generosamente, como hace siempre, y nosotros, que somos hijos agradecidos, hicimos uso durante un buen rato de su hospitalidad.


Para conseguir la ruta en Wikiloc, pincha sobre la imagen

jueves, 3 de octubre de 2024

De Torrecampo a El Guijo

Hubo un tiempo, hace ya muchos años, en el que yo trabajaba en Torrecampo y en El Guijo y tenía que recorrer a diario los algo más de diez kilómetros que median entre esos dos pueblos vecinos. Yo era, entonces, un ejemplo más de la notable relación que ha habido entre ellos, de la que también lo era el hecho de que durante muchos años compartieran, junto con Santa Eufemia, el culto a la Virgen de las Cruces y que hace unos cuantos años los ayuntamientos de ambos pueblos se vieran obligados, junto con el de Pedroche, a pagar el autobús que sus vecinos debían tomar para llegar al pueblo cabecera de comarca, Pozoblanco, pues la línea se había quedado sin autobús privado.

Torrecampo y El Guijo están al norte de Los Pedroches, en el límite de Andalucía. Más allá de la frontera, a unos cuantos kilómetros de ambos, está la aldea de San Benito y, más allá de San Benito, está ese despoblado enorme que forman las sierras de la Umbría de la Alcudia y el valle de Alcudia, ya en Castilla La Mancha.

Mi amigo Leo me había propuesto realizar la ruta entre ambos pueblos que había trazado él sobre el mapa, por caminos públicos y una vía pecuaria, sobre la que las noticias de Wikiloc se limitaban –según me dijo– a la que hace tiempo insertaron unos cicloturistas. Dicha ruta, por cierto, discurre por el término de Torrecampo casi hasta el mismo pueblo de El Guijo, pues Torrecampo alcanza a su vecino por el este y por el sur y lo rodea en buena parte de su perímetro. De hecho, hay tramos en los que el límite del término de Torrecampo es la misma pared de la Residencia Municipal de Mayores de El Guijo, antes cuartel de la Guardia Civil, los depósitos de agua de El Guijo están en el término municipal de Torrecampo y, hace unos cuantos años, el ayuntamiento de El Guijo tuvo que pedir autorización al de Torrecampo para construir el pequeño parque que hay junto a la primera casa del casco urbano, según se entra por la carretera de Pozoblanco.

El grupo de cinco personas que íbamos a realizar la ruta nos reunimos a primera hora de la mañana en el bar Los Mellizos (que los lectores de mis novelas conocerán, porque lo saco en alguna de ellas), donde tomamos un café y hablamos de esas cosas importantes que enseguida quedan en el olvido. Fue un rato corto. El camino nos esperaba y no interesa al buen caminante dejar que el tiempo pase sin hacer camino.

El caso es que salimos de Torrecampo muy temprano el último domingo de septiembre, con la temperatura ideal y el sol mandándonos luz blandamente, por el camino que deja el cementerio a la derecha y, enseguida, haciendo una S, giramos a la derecha y a la izquierda para tomar el camino que los mapas del Instituto Geográfico Nacional (IGN) llaman del Callejón del Molinero. Por ahí, se puede andar como por el pueblo, con zapatillas de tenis y pantalón corto, porque el camino está bien y aparece expedito, aunque haya que abrir (y dejar cerradas) algunas portillas. El inconveniente viene luego, cuando se ha pasado el paraje Tierra Abajo y, en el de Cascarrales, hay que adentrarse por el cordel de la Mesta.

El cordel (así llamado en nuestros pueblos y por el IGN) es la Cañada Real Soriana Oriental y formaba parte de las vías pecuarias de la Mesta. Ahora mismo, asombra su anchura (90 varas castellanas, es decir, 72,22 metros), que por estas latitudes se ha mantenido. Pero asombra más imaginar lo que debió suponer en el pasado, cuando los rebaños subían y bajaban por el territorio de la España peninsular guiados por sus pastores, que llevaban con ellos sus inquietudes, sus costumbres y (como puso de manifiesto mi añorado Luis Lepe en sus libros) también su folclore.

Si la trashumancia ha muerto, las vías pecuarias debían estar aún vivas, pues ahora hay caminantes como nosotros y turistas rurales que demandan ese tipo de caminos para ocupar sus jornadas en nuestros pueblos. Pero el caso es que el cordel está tomado en su totalidad por el bosque bajo mediterráneo y resulta muy difícil caminar por las sendas que han abierto los animales salvajes, que son las únicas posibles, especialmente en una época como la elegida por nosotros, últimos días del verano, cuando los arbustos son más rígidos y la hierba está seca y pincha.

En invierno, en cambio, especialmente si las lluvias han sido generosas, el problema puede ser atravesar el arroyo Santa María, ahora totalmente seco (hacerlo sin mojarse, quiero decir, pues el agua no llegará a la cintura en ningún caso). Y es que no hay puente alguno, ni pasaderas, ni nada, como suele ocurrir casi siempre que el caminante se topa en Los Pedroches con un arroyo. Tampoco pueden llamarse pasaderas a las pequeñas piedras que, de haber habido agua, nos habrían ayudado a atravesar, más adelante, el arroyo de la Matanza.

Para cuando se ha salvado este último cauce, ya hay un camino sobre la cañada Real, que es cómodo y bueno. Siguiéndolo, es fácil llegar hasta el casco urbano de El Guijo y, como este es pequeño, calle Virgen de las Cruces adelante no se tarda mucho en alcanzar el bar del hogar del pensionista, que está frente a la iglesia del pueblo y pared con pared con el ayuntamiento.

El bar tiene una terraza en la plaza de la Constitución. Allí, alrededor de una mesa, al amparo de un toldo y con la compañía de unos amigos de mis amigos, tomamos un par de cervezas y hablamos durante un buen rato de un montón de cosas importantes que ahora no recuerdo.


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miércoles, 21 de agosto de 2024

Un apaño

 

He estado en París durante los recientes juegos olímpicos y he visto a multitud de personas con banderas distintas, unas junto a otras, en los estadios y por la calle, todas en perfecta armonía. Y he visto a los franceses cantar La Marsellesa en los estadios y en las terrazas de los establecimientos públicos, frente a un televisor, como muestra de apoyo a alguien de su país que participaba en una prueba deportiva.

El patriotismo de los franceses resulta exagerado casi para el todo el mundo y tiene mucho de egocéntrico y algo de complejo de superioridad. Es lo contrario del español. Si los franceses tienden al chauvinismo, los españoles tendemos al nacionalmasoquismo. En España, nuestra bandera es objeto de controversia, porque se utiliza partidariamente por unos y se repudia partidariamente por otros. Nuestro pasado se revisa sin sentido crítico, desde la ideología y con los ojos del presente. Y nuestra naturaleza, nuestro ser, está siempre cuestionado de mil formas, ninguna de ellas integradora o buscando lo que nos une.

El nacionalismo francés moderno tiene su origen en la Revolución de 1789 y, particularmente, en sus ideales de «igualdad, libertad y fraternidad».  El más importante de esos ideales era «la igualdad», como puede deducirse del preámbulo de la Constitución Francesa de los días 3-14 de septiembre de 1791, en el que puede leerse: Ya no existe, en ninguna parte de la nación, ni para ningún individuo, ningún privilegio excepción al derecho común de los franceses.

Mi vuelta de París ha sido inmediatamente posterior a la elección de Salvador Illa como presidente de la Generalitat. Salvador Illa, que pertenece al Partido Socialista de Cataluña, ha debido contar con el apoyo de Esquerra Republicana de Cataluña, para lo que el Partido Socialista Obrero Español se ha comprometido a ceder a Cataluña eso que eufemísticamente ha llamado «financiación singular», y que no es sino un privilegio dentro de España, el de financiarse a sí misma.

Todo privilegio, particular o territorial, es contrario a la revolución, por supuesto a la liberal o burguesa, pero mucho más a la revolución obrera, y, si nunca se puede justificar en la historia (a mí no me vale como justificación de los fueros, por ejemplo. Privilegios históricos, de siempre, eran los que tenían los nobles y el clero hasta la Revolución Francesa), mucho menos se puede justificar como un intercambio programático para conseguir el poder.

Un intercambio programático, debe añadirse, que para conseguir el poder en Cataluña no se limita a la esfera territorial de Cataluña, sino a la de toda España. Es decir, que se ceden derechos de financiación de otros territorios de España (de los más pobres, de los pobres, en fin) a un solo territorio (uno de los más ricos, de los ricos, en fin).

A nadie que paga menos se le ocurre pedir «financiación singular». La financiación singular la pide alguien que paga más. Es decir, la financiación singular la piden los ricos, y no va a ser (porque no está en la naturaleza de las cosas) para dar más de lo que daban antes. Ni siquiera para dar lo mismo. Así que no entiendo que un partido de izquierdas ceda a ese tipo de privilegios. Y mucho menos que la cesión sea a costa de los derechos de financiación de los habitantes de los territorios menos favorecidos, que –se diga lo que se diga– van a salir perjudicados.

A la vuelta de París, he oído con atención una entrega del programa documentos de RNE sobre las olimpiadas populares, que tuvieron tres ediciones en el periodo de entreguerras, impulsadas por los movimientos obreros de Europa y América del Norte. Casualmente, la Olimpiada Popular de Barcelona, planeada para los días 19 a 25 de julio de 1936 y en la que estaban inscritos atletas de 22 naciones, no pudo celebrarse porque el día 18 se produjo el levantamiento militar que conduciría a la guerra civil.

Si en el fondo de las olimpiadas está el que todos los seres humanos somos iguales, aunque separados por naciones (con sus himnos y sus banderas), en el fondo de las olimpiadas populares estaba el que todos los proletarios del mundo eran iguales, y ya está.

«Proletarios del mundo, uníos», escribió Flora Tristán ya en 1843, lo que inmediatamente fue asumido por el movimiento obrero. Así fue al principio de esa lucha de los trabajadores y ese debería ser el destino de la humanidad, por lo que estaría bien fijarlo como ideal de todos los movimientos humanistas, especialmente de los de izquierdas.

Como ya he escrito aquí que no se puede ser, a la vez, nacionalista y de izquierdas, no me voy a repetir. Solo quiero apuntar que entre ese inicial «proletarios del mundo, uníos» y los programas de izquierdas de hoy ha habido un montón de teorías para justificar lo injustificable de la desigualdad generada por los nacionalismos.

Lo de ahora del PSOE no es ni siquiera una teoría, sino un apaño para gobernar con la cobertura argumental de una falacia. Así que no comprendo a quienes nos representan desde la izquierda a nivel nacional, ni comprendo a quienes, con tal de que no gobiernen las derechas, son capaces de ceder a cualquier cosa, incluso a lo más esencial de los principios de izquierdas.

Ni entiendo que, para pacificar un territorio, deban cederse los derechos de los habitantes de otros.

Hice esta foto de Hitler rezando en el museo de la Bolsa de Comercio de Paris


lunes, 1 de julio de 2024

La piel de las estatuas


El mundo desarrollado ha conseguido erradicar la enfermedad y retrasar indefinidamente la llegada de la muerte. Para hacer sostenible la población, se ha creado un sistema público que provoca tantas muertes accidentales de mayores de cien años como nacimientos se prevean.

En ese escenario de aparente perfección, emerge el amor de dos agentes del Gobierno, un hombre y una mujer, cuyas identidades se ocultan detrás de oficios relacionados con la opinión y el arte. Entre ambos florece un amor profundo, mientras una inquietante sospecha se agita en el corazón de uno de ellos.

La narrativa se teje entre los dilemas morales y las pasiones humanas, explorando los conflictos subyacentes de una sociedad que ve envejecer las almas dentro de unos cuerpos que desafían al tiempo. Los protagonistas se enfrentan no solo a la lucha por preservar su amor, sino también a los oscuros designios de una cultura que utiliza a artistas frustrados como verdugos.

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martes, 16 de abril de 2024

Zorreras/Vulpes/Zorras

Hoy, mientras paseaba por el camino de las Zorreras, que está próximo a mi casa, me he acordado del programa Imprescindibles, que la 2 de Televisión Española dedicó hace unos días a Carlos Tena, el excelente crítico musical y gran comunicador, con el que mucha gente de mi generación aprendió a oír música. El nombre del camino (Zorreras) me hizo pensar que Carlos Tena llevó en 1983 al programa La caja de ritmos a Las Vulpes (Las Zorras, en latín), un grupo punki de chicas que hasta entonces no había grabado nada, quienes cantaron en horario infantil una adaptación al castellano del tema I Wanna Be, de los Stooge, que repetía en el estribillo «me gusta ser una zorra, me gusta ser una zorra», lo menos malsonante de la letra.

La emisión de dicha actuación tuvo, en principio, bastantes consecuencias. Para empezar, el programa no continuó y Carlos Tena presentó su dimisión. Pero, además, la parte más moralista de la sociedad (encabezada por el diario ABC, dirigido entonces por Luis María Ansón) consideró lo ocurrido como algo escandaloso y arremetió contra sus causantes (Carlos Tena y las autoras de la canción), quienes debieron enfrentarse a una querella criminal (las letras eran consideradas obscenas y ofensivas para la moral pública), que luego fue sobreseída.


Ese sobreseimiento fue, finalmente, lo más relevante del asunto. Y es que la sociedad de entonces digirió aquella actuación como hizo con otras muchas de parecido o superior calado, ya vinieran de ámbitos culturales, periodísticos o políticos, tal vez porque había mucha querencia por la libertad, incluida la de expresión, o, lo que es lo mismo, porque había mucha aversión hacia cualquier tipo de censura, viniera del ámbito que viniera y, especialmente, del social, ese que marca el límite entre lo que es políticamente correcto y lo que no lo es.  


La emisión del programa Imprescindibles sobre Carlos Tena se produce pocas semanas después de que Televisión Española haya seleccionado la canción Zorra, interpretada por Nebulossa, para representar a España en el próximo festival de Eurovisión. De ella se ha dicho que es valiente y contestaria por su letra, aunque, cuando uno la escucha, observa que no tiene nada de especial, y que su supuesta reivindicación se limita a repetir de distintas maneras «soy una zorra, soy una zorra», porque [la protagonista] sale sola, se divierte y alarga la noche hasta que se le hace de día. Es decir, lo mismo que decían las Vulpes pero mucho, muchísimo más suavemente.


Que Televisión Española cerrara el programa que acogió a Las Vulpes y ahora escoja para representarla una canción con una letra que supuestamente es rompedora, resulta bastante definitorio de la situación anterior y de la actual. Antes, en los años ochenta, las parejas de los pueblos todavía tenían que casarse si querían vivir por su cuenta, o tenían que casarse si ella se quedaba embarazada y, por supuesto, no había parejas oficiales del mismo sexo. Que una mujer dijera de sí misma, en aquellos entonces, que era una «zorra» por ser libre, aunque fuera cantando, demostraba que tenía mucho coraje. Ahora, decirlo de sí misma porque hace lo que dice la letra de la canción que irá a Eurovisión no escandaliza a nadie ni expresa gran cosa sobre la personalidad de quien la interpreta. A ojos de la moral imperante en cada momento, es como si Las Vulpes hubieran blasfemado y Nebulossa hubiese dicho «mecachis».


Distinto es que la canción vaya o no a triunfar en el festival. Cuando los votos dependen del público (y en el de este festival hay mucho friki), la calidad deja de ser lo más importante y se pasan a manejar otros conceptos, casi todos relacionados con una imagen que previamente ha sido inculcada a fuerza de publicidad. Que la protagonista parezca reivindicativa, aunque no lo sea en absoluto, es parte del proceso, porque lo reivindicativo da puntos.


Por cierto, todo esto de reivindicarse como zorras, es decir, como putas, no les hace ningún favor a las putas de verdad, porque en el fondo lo que están negando esas canciones es el carácter de zorras de las intérpretes. Es como si las letras dijeran: te crees que soy como ellas [como las zorras] porque soy libre, pero no, no lo soy. Las zorras, en fin, aparecen en las canciones como el paradigma de la bajeza moral, no de la libertad.


Como no creo que las verdaderas putas sean peores que las sociedades que las utilizan y las maltratan y yo ni soy punki ni soy friki, me quedo con canciones como Me llaman calle, de Manu Chao, que considero reivindicativa de verdad y una gran obra de arte.