A mí siempre me ha llamado la atención la relación que las gentes de todo el mundo tienen con el agua en movimiento, sea del mar o sea de los ríos o los arroyos. El agua es la naturaleza en su sentido más puro, más libre, y, en consecuencia, menos sujeto a los límites que le imponen los hombres en su provecho: llueve cuando la naturaleza quiere, donde quiere y lo que quiere. Y lo mismo pasa con las causas que afectan al nivel del mar. Además, la memoria de la naturaleza se mide en millones de años y sobre ella no actúa el olvido, en tanto que la memoria humana es frágil y sobre ella actúan con frecuencia los intereses espurios.
Por aquí se ven carteles que piden a la autoridad el deslinde del dominio público marítimo, a fin de que quede claro qué terreno es particular y cuál del Estado, prueba manifiesta de que, en otro tiempo, por unas causas o por otras, se edificó demasiado cerca del mar. Y por aquí pueden verse cauces de arroyos secos que son calles, donde se aparcan los coches con la confianza de que nunca pasará nada o de que ya lo quitaré antes de que la corriente se lo lleve.
Los arroyos de este lado de la costa nacen en las montañas próximas y tiene un corto recorrido. Por lo general, y aunque se llamen ríos, no llevan agua al mar más que cuando llueve, porque o se la traga la tierra o se la tragan las huertas y las poblaciones. Son muchos, y unos están a poca distancia de otros. Tienen poca cuenca y, aparentemente, su cauce domesticado puede convivir con el ser humano sin mayores problemas, aunque ya se sabe lo que ocurre con lo salvaje cuando se domestica, que, por manso que aparente ser, nunca pierde su natural violento. Cuando llueve aquí, en fin, puede llover a lo bestia, y entonces los arroyos se convierten en corrientes feroces, que reclaman lo que es suyo y le fue arrebatado por el hombre.
El arroyo Totalán (yo lo llamaré así, mejor que río) es uno de los más grandes de esta parte de la provincia. Para remontarlo, lo más cómodo es hacer el primer trayecto por la acera pegada al cauce, en la parte de La Cala del Moral, la que pasa junto al campo municipal de fútbol y, luego, discurre sobre adoquines de hormigón hasta la rotonda del centro comercial. Ahí, entre otros muchos carteles, hay uno de New Scandalo, el más famoso puticlub de Málaga, que se promociona con el tentador eslogan «porque te lo mereces» (¡quién no se merece lo mejor!), sobre el que ahora he leído un interesante artículo que Lorena G. Maldonado escribió hace años en El Español.
La acera sigue en paralelo a la fachada del centro comercial, pero ya muestra por aquí los signos del abandono, como que los adoquines próximos a los alcorques están levantados por las raíces de los árboles y no hay césped artificial junto a la senda. Más adelante, no hay árboles, sino solo los postes de las farolas, además de una hilera de coches aparcados entre el quitamiedos y la calzada.
He mirado la palabra «cutre»
en el diccionario porque no quiero ser ofensivo, pero tampoco quiero quitarle a
la adjetivación un ápice de exactitud. Según la RAE, la segunda acepción de
cutre es: «Pobre, descuidado, sucio o de mala calidad. Un bar, una calle,
una ropa cutre». Pues eso, un paisaje cutre. Mejor decir eso que
solo feo. Y la culpa, evidentemente, no es de la naturaleza que hizo el
paisaje, por árido que este sea, sino del paisajista que lo moldeó, esto es, de
la mano del hombre.
¿Dónde estaba la Administración cuando se hizo esto, que era manifiestamente ilegal? Las administraciones, mejor dicho, porque hay varias con competencia sobre la materia. ¿Miraban hacia otro lado porque eran pobres y necesitados quienes realizaban esas construcciones y en algún lugar tenían que vivir? ¿Lo hacían por solidaridad, pues? Si eso era lo solidario, ¿por qué no lo permitía el legislador, siendo la ley la expresión de la voluntad popular? ¿O las autoridades miraban para otro lado por indolencia o por cobardía, o, ya en democracia, por interés electoral, y decían eso tan socorrido de «yo no sé nada, todo es bajo tu responsabilidad»? No soy capaz de contestarme. Supongo que habría de todo un poco, como ocurre siempre.
Intento seguir las rodadas de los coches sobre el cauce para ahorrarme lo más pedregoso del suelo, pero llega un momento en que desaparecen las rodadas y caminar campo a través recobra toda su expresión. Un poco más adelante, veo venir agua por el cauce. Es una corriente pequeña, de agua clarísima, pura, que acaba tragada por la tierra reseca, aunque se va haciendo más caudalosa conforme voy remontando el arroyo.
Por este tramo, el paisaje ha mejorado mucho. Se ven algunos tubos en el cauce, semienterrados o cortados, que no sé de dónde vienen ni para qué sirven, pero el panorama ha recobrado bastante de la potencia solitaria y desértica primitiva, y las corrientes de agua prístina le dan una gracia bautismal, como de haber borrado pecados originales, lo que la consciencia (que no la conciencia) agradece mucho.
Ahora no sé si fue antes o después de haberme tropezado con el puente de la carretera de Totalán cuando (yendo ya solo, pues el muchacho se había vuelto) descubrí que el agua no venía de ningún lado, sino que salía de la tierra, como si la corriente hubiera estado sumergida y quisiera ver la luz allí mismo.
Como no me gusta andar por las carreteras, seguí por el cauce en paralelo a ella hasta una pequeña construcción cilíndrica, blanca y con una puerta metálica azul, que se levanta sobre una peana de pedruscos para salvar la corriente. Sobre uno de esos pedruscos, hay una señal de dirección correcta, según el sistema europeo de señalización de senderos, y sobre otro hay una placa que dice: «Atención peligro por avenidas. El recorrido va por el cauce del arroyo Totalán durante aprox. 3,5 km». Allí mismo, se juntan el arroyo Olías con el arroyo Totalán y la carretera, tras cruzar el primero de ellos, se separa de los cauces de ambos para gatear hacia el pueblo.
Si exceptuamos lo mal que le sientan al paisaje algunas construcciones próximas a la carretera, especialmente en la parte más baja, desde el arroyo Olías a Totalán el camino es bonito. Son dos kilómetros más o menos, todos de subida tendida y cómoda que se hace al principio por la misma calzada que hay para los coches y, tras el cruce con la carretera de Olías (pedanía de Málaga que algunas veces se ve arriba y a la izquierda como una mancha blanca), por el llamado paseo De la Salud, según dice un gran cartel hecho con obra de tejas, hierros y ladrillos, en cuya construcción creo que intervino un taller de empleo. Y digo creo porque lo estoy escribiendo de memoria y me suena haber leído allí otro cartel que decía algo parecido. En el paseo, en una de las primeras curvas, hay un algarrobo enorme en el acerado que da nombre a un mirador precioso, en el que me entretuve un rato.
Fue mi última parada hasta Totalán. Me habría gustado detenerme en el cementerio, que se queda a la izquierda poco antes de entrar en el pueblo (los cementerios de los pueblos de Málaga son todos bonitos), pero se me hacía tarde y dejé la visita para otro día, que viniera en coche y con más tiempo. En su lugar, me paré en el bar El Arroyuelo, que está un poco más adelante. Este establecimiento tiene la barra a la derecha de la entrada y a la izquierda unas cuantas mesas. Es un local eficiente, que sirve barato para lo que sirve, que es dar bebida y comida, como ocurría antes de que se pusieran de moda las sensaciones que rodean al hecho simple de alimentarse y tener una conversación.
Yo me senté al fondo, con la vista hacia la puerta, junto a una mesa en la que coloqué un café con leche y un pastelito industrial que me comí pelándole poco a poco el papel de celofán (o de lo que sea), como si fuera un plátano, mientras le echaba un vistazo a la parroquia. En barra, con los codos apoyados en la mesa, había dos o tres hombres con apariencia de pensionistas recientes (como yo) que a todas luces eran del pueblo, cada uno por su lado, silenciosos y de movimientos escasos y pausados, como dejándose consumir por el tiempo. Junto a una mesa, entre la puerta y yo, había cinco jóvenes en animada charla. Tres eran españoles y dos (un chico y una chica), extranjeros, porque hablaban un buen español con acento guiri.
A la espera de más detenimiento en otra visita, no puedo hablar del pueblo más que lo que vi mientras lo atravesaba, y lo que vi me dejó la impresión de que me hallaba en uno de esos hermosos pueblos de la Axaquía que han respetado su casco histórico y lo muestran orgullosos a los visitantes. En ese recorrido escaso, pude ver el monumento a Antonio Molina (cuyos padres nacieron aquí), la torre del Violín, junto a la que hay un cartel explicativo de su importancia histórica, la fuente de la Chanfaina (la chanfaina es el plato típico de la localidad, cuya fiesta anual se celebraba al día siguiente, último domingo de noviembre) y la fachada de varios edificios públicos, como la principal del ayuntamiento, pequeña y muy coqueta.
Cuando el pueblo se acaba, que es pronto, empieza una cuesta abajo impresionante, con pavimiento de hormigón, que según mis cuentas tiene una pendiente media del 20%, más o menos. «¡Vaya cuestecitas tienen ustedes aquí!», le dije a un vecino que me miraba pasar desde la entrada de una casa de campo, al que saqué de su embelesamiento porque estaba como abstraído viéndome cómo retenía mis pasos en la pendiente, como dudando de mi razón, cómo diciendo ¿y adónde va este?
Cuando estuve de nuevo en el arroyo, todo era desandar el camino. Así que solo dejo constancia de dos hechos que llamaron mi atención durante la vuelta. El primero, que descubrí a uno de mi pueblo cuando vi venir a lo lejos a cuatro caballistas (pozoalbenses por el mundo somos), en el tramo con más agua del arroyo. Y el segundo, que me sorprendió lo pequeña que es la calle Totalán en La Cala del Moral, a la que fui por curiosidad antes de recoger el coche, pues suponía que la vecindad de ambos pueblos obligaba a una calle de más fuste.
Buena mañana, en fin. Ojalá respete la naturaleza durante mucho tiempo mi físico y mi memoria para que pueda seguir caminando y recogiendo por escrito estas pequeñas crónicas.
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