18-4-2020
Cuando estamos en la escuela, los que van
por delante nos parecen mucho mayores que nosotros, como si entre los de un
curso y los de otro hubiera un salto temporal enorme. No en vano, los días de
la infancia son largos, los meses son como años y los años no parecen tener
fin.
No digo nada los que van varios cursos
por delante, y ya fuman, y dicen palabrotas, y se hablan a voces, y tratan al
otro sexo con un atrevimiento no exento de grosería. Esos, parecen habitantes
de otro planeta. Nos provocan admiración al mismo tiempo que repugnancia. ¡Son
tan grandes y tan ordinarios, tan brutales y tan bobos! Nunca percibimos el
peligro de ser como ellos porque sentimos el crecimiento a la manera evangélica,
esto es, solo en sabiduría y bondad, y no somos conscientes del poder
transformador que las hormonas tienen sobre el cuerpo y la mente.
Cuando somos
pequeños, nuestros padres son sabios y, sobre todo, son viejos. Son viejos
aunque tengan treinta y tantos o cuarenta años. Precisamente por ser viejos lo
saben todo y nos exhortan y amonestan. Porque son viejos reconocemos su
autoridad y seguimos a ciegas lo que nos mandan o aceptamos a ciegas sus
castigos. Por ser viejos, hay muchas cosas que nuestros padres no hacen, unas
veces porque ya no pueden físicamente y, otras, porque les parecen inconvenientes con su posición o ridículas.
Cuando somos pequeños, nuestros abuelos son muy muy mayores. Ya no son viejos, sino ancianos,
aunque tengan sesenta años. No pensamos en que se morirán pronto porque la
muerte no está en la mente de los niños, pero tenemos compañeros sin algún abuelo
y la muerte de los nuestros no es una idea que nos resulte en absoluto inadmisible.
Nuestros abuelos no tienen autoridad ni quieren tenerla. Porque son ancianos,
no hacen más deporte que pasear. Nos sonríen y nos observan como el que está
sentado frente al mar, lo mismo estemos en calma que embravecidos, y tienen ese
punto común que une al ganador y al vencido una vez que ha pasado la contienda,
que la contienda está en el pasado.
El caso es que he recorrido sin darme cuenta la
infancia, la adolescencia, la juventud y la madurez. Conforme avanzaba por la
vida, nunca he tenido de mi edad la idea que me hacía de ella cuando era
pequeño. Por muchos años que tuviera, siempre me he creído transformador y con
futuro, incluso conforme se aproximaba mi jubilación, y me he visto a mí mismo como
con más proyectos que recuerdos.
No he sido consciente de los años que tenía hasta estos días, en los
que advierto que el virus respeta menos a la gente de mi edad. Quizá no sea tan
joven como me creía, después de toco. O, dicho de una forma mucho más realista,
quizá después de 61 años me haya convertido en una persona mayor.