jueves, 28 de julio de 2022

Los caminos de Adroches XV: Villanueva del Duque o Para todo hay que tener suerte

 

Han pasado varias ciervas con sus crías delante de mí y, poco después, ha pasado un jabalí a unos cuantos metros, tranquilamente, tanto que me ha dado tiempo de sacar el móvil del bolsillo y hacerle unas cuantas fotos mientras se iba.

Hablo del camino que Adroches propone para Villanueva del Duque, que recorro al amanecer de un día de junio. Detrás de mí, he dejado unas cuantas casas de campo en ruinas. Poco después, veré otras cuantas, estas habitadas y en perfecto estado.

Las casas en ruinas, las casas habitadas, los animales salvajes que pasan delante de mí, esos olivos escuálidos que forman líneas rectas en la tierra agrietada, el monte que crece a veces a la vera del camino, la línea de montañas desmochadas que veo hacia el sur… Y las primeras luces del día, y el aire todavía fresco que me da en la cara, y la acogedora soledad de los campos, y la grata compañía de los recuerdos, y ese entretenimiento eterno del que charla consigo mismo…

Lo que me interesa del campo son los paisajes, los espacios abiertos y los caminos y, a esos efectos, el campo está a unos cuantos cientos de metros de mi casa y puedo usarlo como y cuando quiera. A unos cuantos cientos de metros hay un hospital, varios colegios e institutos y un conservatorio de música, al que durante muchos años fue uno de mis hijos. Y hay muchos bares con terrazas, y supermercados, y farmacias… Y la vivienda está muy barata.



Ahora que no se sabe qué hacer para revertir el proceso de despoblación que afecta a zonas rurales como la mía, quizá convendría hacer hincapié en que, si no a unos cuantos cientos de metros, eso y más se puede tener en Los Pedroches a unos cuantos kilómetros, o a unos cuantos minutos, que es como se mide ahora la distancia.

Hace tiempo oí a una persona famosa hablar de los muchos inconvenientes que quienes lo querían le planteaban sobre el hábito de fumar y de que nadie le había hablado del placer que supone respirar a pleno pulmón, profundamente, algo que solo pueden hacer los que no fuman. Respirar sin obstáculos es un placer natural, de esos que no se valoran pero forman parte de la calidad de la vida, como tener conciencia del tiempo que pasa o poder desarrollar una afición.

No sé muy bien por qué asocio los placeres que no se valoran con el hecho de vivir en este lugar, que sufre el despoblamiento. Quizá porque, bien pensado, esto se llenaría de gente si el mundo se enterara de lo que tenemos aquí.

En los últimos tiempos, cuando ya la razón no la acompañaba por completo y no decía sino la verdad, mi madre solía decirme que había tenido mucha suerte en la vida. Me acuerdo mucho de eso porque, hasta ahora, yo he tenido mucha suerte de vivir donde vivo y en este tiempo.

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domingo, 24 de julio de 2022

Los caminos de Adroches XIV: Villanueva de Córdoba o Los números del éxito

 

La dehesa es un bosque humanizado, en el que se ha limpiado de matorral el bosque mediterráneo original y se ha controlado el crecimiento de los árboles, que en Los Pedroches son mayoritariamente encinas, aunque también hay alcornoques y quejigos. En la dehesa hay pastos, donde se alimenta al ganado en régimen extensivo, y árboles, que producen leña para el consumo humano y bellotas para el ganado. Y hay una gran cantidad de fauna silvestre.

Así que, como «bosque», es bueno para el medioambiente y, como «humanizado», es bueno para la economía de las personas, especialmente en territorios como Los Pedroches, que están muy afectados por la despoblación.

La ruta que propone Adroches para Villanueva de Córdoba discurre por una zona de dehesa muy bien conservada, y sigue caminos delimitados con paredes de piedra que llevarán al caminante hasta el río Gato (los ríos aquí, por importantes que sean, solo corren unos cuantos meses al año) y lo devolverán al inicio después de haber tenido a la vista las sierras del sur y, en un punto lejano de las mismas, a la villa de Obejo, que siempre ha estado hermanada con las Siete Villas de Los Pedroches.

Precisamente ahí, mientras me reponía de una cuesta arriba importante, parado no lejos de un cortijo que ahora sirve de lugar de celebraciones y teniendo a la vista la villa de Obejo, sintiendo el freso de la mañana en la cara y sin nadie a mi alrededor, sin nadie, me he acordado de las veces que se acude al número para medir el éxito.

Me he acordado, seguramente, por las veces que he pensado en lo contraproducente que resulta publicitar un acontecimiento que ya tiene demasiado público, como las romerías, por ejemplo. O en lo gregario del ser humano, que busca los lugares llenos, aunque sean incómodos, tal vez pensando –yo creo que equivocadamente– que allí va a estar más acompañado. O en la vanidad pueril de los artistas, que contamos los éxitos por el número de seguidores o por las ventas, en lugar de por lo que nuestra obra ha influido en quien la ha observado.

O en lo fácil que es incrementar las audiencias dando al público lo que quiere, en lugar de haciéndolo pensar.

Una vez estuve en el meollo organizativo de una importante manifestación de protesta y a la hora de redactar el comunicado de prensa se exageró hasta límites desproporcionados el número de asistentes. Ni allí importó la verdad ni importa en la mayoría de los casos. Lo que importa es el número, que es lo que se queda grabado en la memoria, en los periódicos y en los anales que correspondan, y que ese número sea muy alto, aunque sea insustancial o totalmente falso, aunque sea contraproducente o no haya quien se lo crea.

Estoy en el campo. He visto vacas de carne y cerdos ibéricos, ganado en régimen extensivo que debe respetar una determinada proporción de cabeza por hectárea para ser económicamente rentable y medioambientalmente sostenible. Hay aquí mucha lógica, mucha sensibilidad hacia la tierra, mucha riqueza y mucha sabiduría ancestral. Aquí, los números se manejan con inteligencia. Aquí, todos los números son racionales y ninguno es imaginario. Aquí, en resumen, los números son otra cosa.

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jueves, 21 de julio de 2022

Los caminos de Adroches XIII: Torrecampo o Lo público es de todos

Una circunstancia reciente me ha hecho ver lo afortunado que soy al vivir en esta época y este país, donde la educación es pública, como lo son la sanidad y las pensiones. Lo público me permite tener servicios como esos y otros más, pero también me hace propietario de los mejores bienes: las playas son mías y nadie me puede impedir usarlas, son míos todos los ríos, las aguas que hay en los pantanos y, en general, todas las aguas, y, para lo que interesa a esta pequeña entrada, son mías las vías públicas (las calles, las carreteras y los caminos públicos), por las que puedo circular libremente, o, al menos, ese es el derecho que me reconocen las leyes. Son mías, tuyas y de todos.

No hace falta ser comunista, ni socialista ni nada parecido para darse cuenta de la trascendencia que en la sociedad actual tienen una educación pública, unas aguas públicas y unas vías públicas, además de todo lo dicho.

La introducción viene a cuento porque, antes, los caminos se usaban a pie o a lomos de alguna bestia, de manera que el camino mejor era, normalmente, el más corto. Ahora que nadie va a trabajar al campo andando o a lomos de una bestia, sino en algún vehículo a motor, el mejor camino es el que pueden usar los coches, aunque haya que dar un rodeo, lo que ha hecho que se dejen de utilizar el resto, muchos de los cuales han sido ocupados por los propietarios colindantes ante la dejadez o la cobardía de las autoridades municipales, que tenían la obligación legal de defenderlos, pues son de todos.

imagen de la app "Caminos de Torrecampo"

Algunos ayuntamientos, con desigual acierto, están intentando poner ahora los medios para, al menos, mantener los que hay e identificar los ocupados, que es el primer paso para recuperarlos, lo que en la mayoría de los casos será prácticamente imposible. Uno de estos ayuntamientos es el de Torrecampo, cuyo pleno ha aprobado por unanimidad el inventario de caminos después de un proceso muy complejo en el que se ha dado la voz a quien ha querido hacer uso de ella, especialmente a los propietarios, algunos de los cuales, en uso de su legítimo derecho, han llevado su conflicto a los tribunales.

El camino que propone Adroches para Torrecampo está en el inventario aprobado por el ayuntamiento de ese pueblo y lleva al puente Currito, en el río Guadalmez. Como del camino y del puente ya he hablado aquí, me ha parecido mejor hablar de todos los caminos y de todos los bienes públicos, hablar de todo lo que es de todos, en fin.

Notas:

1.-  Los caminos municipales de Torrecampo se pueden ver aquí.

2.- Hay una app para móviles android que contiene de forma interactiva los caminos municipales de Torrecampo y las vías pecuarias de la Junta de Andalucía en el término de Torrecampo. Se llama «Caminos Torrecampo» y se puede descargar gratuitamente en la "play store".

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martes, 19 de julio de 2022

El país de mis hijos

(Publicado hace mucho tiempo en el semanario Los Pedroches información con el título «Europa»)

La semana siguiente a la de las Elecciones Europeas he estado en la oficina de la Seguridad Social de Peñarroya para obtener la tarjeta sanitaria europea. Un funcionario amable y eficiente me ha pedido que me siente frente a su mesa y en menos de dos minutos, sin hacer cola ni firmar nada, y sin pagar un céntimo, me ha entregado una tarjeta como las de crédito con la que podré recibir asistencia sanitaria en la mayoría de los países de Europa. En el acto, me asombro con la eficiencia de la Administración y así se lo hago saber al funcionario. En la soledad del camino de vuelta, oigo a Felipe González entrevistado en la radio. La construcción de Europa es irreversible, dice, y pone de ejemplo que a unos jóvenes daneses ya nunca podrá decírseles que para venir a España deben atravesar varios puestos fronterizos.

Yo soy como esos jóvenes daneses, pienso. Con mi tarjeta sanitaria europea en la cartera, puedo recibir asistencia sanitaria en cualquier país de Europa. Con el dinero que ahora tengo en el bolsillo, puedo pagar en cualquier comercio de Europa. Con mi carné de identidad puedo identificarme ante cualquier autoridad europea. Para quien vive en un pueblo de la España interior, todas estas meditaciones pueden parecer tontas ensoñaciones, aspiraciones baladíes. Para mí, no. Sé de sobra que muchas subvenciones y muchas obras públicas se hacen con dinero de Bruselas y sé, sobre todo, que frente a la confrontación aldeana, a los conflictos patrioteros, a la división, a las alambradas y las fronteras, frente a las barreras religiosas y culturales, debe haber una aspiración a la universalidad y a la idea del amor al hombre por el hombre que para mí encarna una Europa tolerante, culta y social, una Europa por la que ahora me propongo viajar y que quizá un día sea el país de mis hijos.

Sobre Juan, más aquí.

Sobre Luis, más aquí.

Tomé la foto en el cementerio Americano que hay junto a la playa de Omaha, en Normandía


viernes, 15 de julio de 2022

Los caminos de Adroches XII: Santa Eufemia o Lo que cabe en un costal

 

Según tengo oído, el mundo se divide entre los que se acuestan tarde, que son más dados a la contemplación, y los que se levantan temprano, que son más dados a la acción, algo con lo que yo estoy de acuerdo, pues ligar ambas actitudes se me antoja imposible, dado que, como se decía en la familia de mi madre, «madrugar y trasnochar no cabe en un costal».

Lo recuerdo un domingo de julio, de noche. He puesto el reloj muy temprano y, aun así, me he levantado antes de que suene, con el fondo sonoro de las voces de unos jóvenes que pasan por la calle, evidentemente de recogida. Me visto, desayuno y salgo de mi casa con la fresca. Afuera, una parejita joven va calle arriba, hablando bajito, y pasa un coche con bicicletas. Mientras voy a por mi coche, me cruzo con varios todoterrenos y otros vehículos de campo, con cuyos conductores, de algún modo, me siento solidario.

Cientos de  pájaros, quizá miles, pían como demonios en el parque Aurelio Teno, para fastidio de los vecinos a los que les cueste conciliar el sueño, que en esta época del año deben dormir con las ventanas abiertas si no quieren cocerse en su propio sudor.



Los pájaros no entienden de domingos, creo. Son como los pensionistas, creo. Como lo sería yo si fuera pájaro y como lo seré cuando sea pensionista, creo. Aunque, bien pensando, supongo que, siendo pájaro, también entendería de domingos y los utilizaría para salir a volar antes, en lugar de quedarme con los otros atronando el parque con mis gritos. Así que eso me pasará también cuando sea pensionista, que saldré antes a ver las obras.

La naturaleza tiene esas cosas, que uno no puede dejar de ser como es, ya sea del género currante, del género pájaro o del género pensionista. Uno no puede dejar de ser como es y, sea como sea, está bien: así, hay gente, como Carmen, que prefiere la luz del anochecer, leer novelas y la música «chill out», y gente como yo, que prefiere la luz del amanecer, escribir cosas como esta y la música más movida, especialmente si se puede bailar.

Hay gente que dice «para un día que tengo, lo aprovecho y me levanto tarde», y gente que dice «para un día que tengo, lo aprovecho y me levanto temprano». A ver cómo se entiende eso, siendo «aprovechar» un verbo que para unos y para otros tiene el mismo significado.

A lo que iba, que, cuando salgo del pueblo, ya se ve, aunque aún no ha amanecido. Me amanece caminando hacia el Guadalmez, en el precioso camino que Adroches propone para Santa Eufemia.

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domingo, 10 de julio de 2022

Los caminos de Adroches XI: Pozoblanco o El doble uso de todo

 

Sobre el papel, viendo los mapas, la sierra que delimita Los Pedroches por el sur parece menos dificultosa para el caminante de lo que luego resulta ser. Pozoblanco, por ejemplo, está a 654 metros sobre el nivel del mar, en tanto que el punto más alto, La Chimorra, tiene 959 metros, una diferencia ciertamente escasa. Pero el caminante debe tener en cuenta que cuando sale de Pozoblanco hacia la sierra no hace sino bajar, como los arroyos que nacen en la línea central de la comarca (que es divisoria de cuencas) y toman el camino del Guadalquivir.

Bajar y bajar es lo que propone Adroches para el camino de Pozoblanco. Desde una altura de 568 metros hasta los 351 metros en que se encuentra el río Cuzna, al pie de la sierra del Castaño. Pero luego hay que subir para volver, aunque Adroches no lo diga en su ruta, y hacerlo en verano, con el sol castigando de plano, el aire muerto de puro quieto en las depresiones que forman los ríos y los pulmones llenos como de plomo derretido, no solo es una temeridad, sino algo que, de hacerse por gusto, debe guardarse en secreto, pues es causa de natural escarnio, de puro extravagante y estúpido.

Yo lo he hecho, y si lo digo aquí es porque, después de una ola de calor impropia del mes de junio, la tarde del día 22 fue de todo menos calurosa, apta para caminar por todo tipo de terrenos, incluidos los de la sierra. La anterior introducción viene bien, además, porque el calor ha hecho que se hayan producido y extendido una gran número de incendios por España, incluido uno que se ha desarrollado por estos lares.

La época del año hace que todos los colores estén apagados, como los de las fotos antiguas o los de los coches nuevos después de pasar por un camino polvoriento. Da la sensación de que el paisaje es un desván abandonado donde todo se halla rígido, marchito y, por algunos sitios, calcinado. Y es que la superficie quemada forma un manto de color ceniciento que se ve al frente y poco a poco se va quedando a la derecha, como hacia el cortijo de la Canaleja, que forma una mancha blanca y roja en el ocre de las hierbas secas y el entramado de distintos verdes que forman el bosque, el monte bajo y los olivos.

El fuego ha llegado hasta el camino que forma la ruta, que ha hecho de cortafuegos, e incluso más allá, hasta un olivar de sierra, donde se ha detenido en la superficie arada.

Después de bajar al río y volver a mi punto de partida, comento mis impresiones con unos vecinos del lugar, que casualmente son conocidos míos, quienes creen que el incendio fue provocado.

«¡Qué extraña es la relación del ser humano con el fuego!», pienso mientras vuelvo al pueblo. La civilización seguramente empezó el día que los seres humanos lograron controlar el fuego y convirtieron un elemento de destrucción en algo amable, que les proporcionaba luz y calor y les permitía cocinar los alimentos. De vivir solo de día, pasaron a poder vivir de día y de noche. De pasar frío, a poder calentarse y vivir en más lugares. De consumir alimentos crudos, difícilmente masticables y digeribles, a comer alimentos cocinados. El fuego les permitió socializar más y mejor, lo que debió propiciar el intercambio de ideas y el crecimiento de la cultura, pero nunca dejaron de utilizarlo como elemento de guerra y destrucción.

Una comunidad fundacional de niños alrededor del fuego es muy parecida a un asentamiento prehistórico y su estudio nos da una idea de cómo somos por naturaleza. Eso es lo cuenta «El señor de las moscas», de William Golding, novela en la que unos niños obligados a vivir en una isla desierta utilizan el fuego que consiguen con las gafas de uno de ellos. Pero esas gafas, precisamente por eso, sirven enseguida de disputa, pues el fuego hace la vida más amable para unos y más difícil para otros, ayuda a la supervivencia y provoca destrucción, dependiendo de quién lo controle y cómo se utilice.

El fuego es el paradigma del dualismo y del doble uso de todas las cosas, del yin y del yang que están en cada uno de nosotros y en la humanidad, donde hay tanta inteligencia como estupidez y tanta bondad como maldad.

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martes, 5 de julio de 2022

Los caminos de Adroches X: Pedroche o Por no ir a Rolex

La ruta que propone Adroches para Pedroche corre unos cuantos metros junto a la carretera de circunvalación y gira enseguida al sur para tomar el camino por el que los pedrocheños hacían la romería de la Virgen de Luna. Los ruedos de Pedroche están escasamente deforestados y por este camino el bosque de dehesa se alcanza a la primera revuelta. Las últimas lluvias, insuficientes aún para los arroyos y la capa freática, le han dado un vigor juvenil a la superficie de la Tierra, que muestra unos colores intensos y limpios, como si el paisaje estuviera recién pintado.

          Después de esa pequeña y deslavazada introducción, que viene muy a pelo para lo que sigue, voy a incumplir el noveno mandamiento del buen esparraguero, que es no citar el lugar donde uno encuentra los espárragos: el caso es que ayer por la tarde (del día de abril que escribo esto), cuando hacía ese recorrido, nada más entrar en la dehesa encontré un espárrago enorme a la vera del camino. Un hallazgo así es una llamada de atención inmediata. Cualquier esparraguero, ante semejante descubrimiento, tiene la misma impresión que quien se tropieza con una pepita de oro y piensa: si este espárrago enorme sigue aquí, tan a la vista, es porque debe haber un tesoro de espárragos escondido entre las numerosas esparragueras que pueblan este territorio. Y, a continuación, se pone a buscar espárragos.

          Pero anochecería pronto y yo no iba en el papel de esparraguero, sino en el de caminante (no iba a Rolex, sino a setas). «Igual es el único espárrago que me encuentro –me dije–, y tendré que portearlo todo el camino. Seguramente no haya más espárragos tan cerca del pueblo. Es más, probablemente ese siga ahí porque está tan a la vista que la gente que pasa por este camino no le ha prestado atención, como de común no se le presta a las cosas importantes que tenemos más a mano». 

          Seguí andando, me puse a pensar en lo poco que estimamos a las grandes personas que tenemos más cerca y hasta me acordé de aquel vecino de Pedroche que debió ir a Porcuna para encontrar la fortuna en su propia casa, lo que solo estaba remotamente relacionado con el asunto del espárrago que me había encontrado. Andaba y pensaba. Y andando me topé con otro espárrago enorme. «Son dos, solo dos. Es decir, uno –me dije entonces–, porque el otro ya me lo he dejado atrás y no es caso que me vuelva para cogerlo». Lo dejé y, de nuevo, seguí adelante, pero cualquier paciente lector de estas páginas entenderá que ya no iba tan pensativo, sino más bien mirando a un lado y a otro para comprobar si veía más espárragos.

          Y, en efecto, me topé con ellos. Digo topé porque seguía sin buscarlos, porque los veía sin esfuerzo asomando su cabeza soberbiamente sobre las matas de esparraguera, por encima de la hierba y hasta sobre las paredes de piedra que por allí delimitan el camino, como llamándome, seguramente un punto cabreados, como si estuvieran pensando pero bueno, ¿y a este tío qué le pasa?

          Podía haber dejado el camino de Adroches para otro día, que días hay muchos, haber sacado la navajilla que siempre llevo cuando voy al campo y haberme puesto a coger los espárragos que había en el mismo camino. Pero conforme más andaba más sentía que la mayoría de los espárragos me los había dejado atrás y que el día estaba dando sus últimas luces. «Como días hay muchos, vendré mañana con más tiempo», me dije, y con eso me sosegué un poco. Y fue así como pude mirar el paisaje, que es hermoso en todo el trazado y espectacular cuando muestra el este de Los Pedroches, con la silueta gris de sierra Madrona en el fondo izquierdo. 

          El día siguiente (ese en el que iba a ir a coger los espárragos que dejé) es hoy. Hoy, ya se puede imaginar el lector, no he tenido tiempo hasta ahora para ir al campo, pero el tiempo que tengo ahora lo he dedicado a escribir esto. Hoy, en fin, ya ha pasado y mañana seguramente sea demasiado tarde.

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