viernes, 8 de diciembre de 2023

Tender puentes/levantar muros

 

En mayo de 2014, mi amigo Rafael y yo hicimos una ruta entre Peñarroya y El Porvenir de la Industria, lo que me llevó a escribir una entrada en este blog sobre el cementerio de esa aldea de Fuenteovejuna, que estaba abandonado. El recuerdo de ese cementerio (el recuerdo de su abandono, más bien) me ha perseguido desde aquel día, de modo que hoy he dispuesto lo necesario para comprobar el estado en que se encontraba después de hacer el mismo camino.

La entrada de entonces describía el recorrido, de modo que a ella me remito sobre ese particular. He de decir, no obstante, que el día se presentaba nublado, pero no frío, que los campos se hallaban verdes y húmedos y que me fue muy grato recorrer los casi siete kilómetros que hay entre ambas poblaciones, dejando volar el pensamiento a veces, abstraído otras en la visión de los pedregosos cerros, en cuyas cimas romas se habían detenido las nubes.

El Porvenir de la Industria está medio igual que hace nueve años, mejor incluso. Sus calles rectas siguen igual de desiertas, pero están cuidadas y limpias y me pareció que la plaza de la Constitución y los numerosos terrenos públicos que hay hacia el este están mejor conservados, campo de fútbol incluido. Como la otra vez, entré en el bar Potete, que sigue existiendo, y con el mismo nombre. Dentro no había nadie, ni siquiera el camarero. Ya me iba, cuando en la puerta de la calle me encontré con el que debía ser el dueño, que venía andando desde lejos. Me volví y entramos juntos. Y dentro, mientras esperaba un café y una magdalena enorme de una caja que estaba a la vista, pregunté a quien me atendía por la persona que lo hizo entonces. «Era mi padre», me contestó. «Hace menos de un mes que se ha muerto».

Hablamos un rato, poco, lo justo para trasladarle los motivos de mi visita y para entender por sus palabras que el cementerio debía encontrarse en mejor situación, y me encaminé hacia mi destino.

El cementerio está justo al este, como a un kilómetro del pueblo, y se llega a él por un camino llano y entretenido, que discurre entre ermitas y una extensa área de recreo preparada para hacer picnic. Desde fuera, el cementerio me pareció proporcionado y adecuadamente dispuesto: la tapia estaba bien encalada, sobre ella sobresalían con armonía los chorros oscuros de varios cipreses y en la puerta se habían plantado recientemente seis palmeras.

Estaba abierto. Después de leer la cita del libro de los Macabeos que hay en un rótulo pegado a la portada («Es una idea piadosa y santa rezar por los difuntos»), entré. Uno se da cuenta enseguida de que el cementerio está en mejor situación que estaba la otra vez. Las dos hileras de nichos que recorren el costado de la puerta, el de las inhumaciones más recientes, se encuentran bastante bien, aunque aún hay tramos con el tejado de uralita, en tanto el resto del recinto se mantiene en un estado decente. Decente, no más, pero al menos se han tapiado los nichos que aquel día vimos en ruinas y el amplio descampado interior está recogido y limpio. Se agradece que el Ayuntamiento de Fuenteovejuna se haya gastado algún dinero aquí, pero no estaría de más que siguiera haciéndolo, porque aún tiene terreno para la mejora.


Paseo un buen rato entre las sepulturas y, antes de irme, echó una última mirada, hago unas fotos y pienso en la igualdad de las tumbas y los nichos de este cementerio: parece como si aquí se aplicará de verdad eso de que, ante la muerte, todos somos iguales. Todos, los ricos y los pobres, los judíos y los palestinos, los hombres y las mujeres, los de izquierdas y los de derechas…

Salgo del cementerio y tomo el camino de vuelta hacia Peñarroya, pero he aquí que enseguida me encuentro con que está cortado con una valla, lo que me obligará a volver por donde he venido. Es decir,  a recorrer varios kilómetros más. O sea, que frente al interés particular del propietario de la finca, se verá perjudicado mi interés, que es el interés del público caminante, el interés público, en fin.

Esto son las consecuencias de ponerle cercas a los intereses particulares, me digo.

Como el camino se me hace largo y soy un paseante solitario, pienso más. En otras cercas, en otros muros, en las murallas, sean físicas o mentales. Casualmente, es 6 de diciembre, el día de la Constitución, y, también casualmente, tengo que pasar por la plaza de la Constitución de El Porvenir de la Industria. La Constitución Española terminó en 1978 con el enfrentamiento entre españoles que llevaba vigente, sin descanso, desde principios del siglo XIX. Para ello hubo que derribar muchos muros, a fin de que se sentaran juntos Santiago Carrillo, Dolores Ibarruri, Manuel Fraga, Felipe González y Adolfo Suárez, entre otros muchos diputados con una historia personal y una ideología muy distinta, y hubo que derribar muchos muros para que todos ellos consensuaran el mismo proyecto para todos los españoles.

Entonces se pensó que lo mejor era lo común, que siempre existe, y se hicieron concesiones. Era una idea innovadora, generosa y trascendente. Esas concesiones que ahora se entienden por algunos como una inmolación, como una traición, como una renuncia inexplicable, sin darse cuenta de que los otros también las hicieron, de que todo el mundo las hizo.

No hace falta leer a Rousseau y a Maquiavelo para distinguir entre un tipo iluso y uno realista o entre uno cínico y uno íntegro y virtuoso. Mientras camino, pienso en la valla que me ha cerrado el paso y en las excusas cínicas que se dan para cortar los caminos, para construir murallas, para levantar muros. Hubo un muro en Berlín que separaba dos mundos, el del bien y el del mal, y el «bien» se quedó del lado del que había construido el muro, como ocurre siempre en todo tipo de muros, en los pasados, los presentes y los futuros, en los de piedra y en los mentales.

Lo dice la canción de Nicolás Guillén y Quilapayún: Tun, tun, ¿quién es?/Una rosa y un clavel/Abre la muralla. Tun, tun, ¿quién es?/El alacrán y el ciempiés/Cierra la muralla. Y así toda, abriendo al bien y cerrando al mal. Abriendo al amigo, a la yerbabuena y al ruiseñor en la flor y cerrando a la serpiente, al veneno y al sable del coronel.

Ahora, Pedro Sánchez, que es más de Maquiavelo que de Rousseau y asegura hacer de la necesidad (privada) una virtud (pública), ha propuesto levantar un muro contra la derecha. Él, que tiende puentes con los que quieren destruir la constitución que nos une, quiere levantar un muro contra los grupos constitucionalistas que han sido votados por casi la mitad de los españoles, es de entender que para meter dentro a los buenos y dejar fuera a los malos.

Los muros mentales, como los demás, se construyen con ladrillos. Los ladrillos de los muros mentales son el pensamiento de los ciudadanos adoctrinados, y son materiales duros, inflexibles y manejables, que se pueden apilar y colocar donde mejor convenga al líder, el gran arquitecto de los dogmas, con el argumento de que eso es lo que más interesa al grupo, cuyos componentes se sienten reconfortados con la verdad, amparados los unos en los otros y seguros.

Mientras camino,  me pregunto qué soy, de qué lado de la muralla estoy. ¿Habría defendido yo una idea y, solo unos días después, la idea contraria después de haber recibido del líder de mi ideología la consigna en tal sentido con el argumento/la falacia de que hay que hacer de la necesidad virtud?

Coincido con numerosos planteamientos del partido de Pedro Sánchez, pero no, no quiero estar dentro de su muralla, ni quiero que con mi pensamiento construyan un muro defensivo contra los que quieren arrebatarle el poder, aunque en numerosos aspectos estén equivocados. Prefiero ser serpiente, veneno y ciempiés y, además, creo que varios coroneles con sable se metieron dentro antes de cerrar las puertas.


Para conseguir la ruta en Wkiloc, pincha sobre la imagen




sábado, 15 de julio de 2023

Rompiendo la oscuridad y el silencio

Cuando me levanto (siempre muy temprano), me tomó un café, enciendo el ordenador y leo los titulares de algunos periódicos y las últimas entradas de varios blogs, es decir, intento recibir información y opiniones de distinto signo sobre distintos temas y ámbitos. El fin no es regodearme con lo que me gusta y, en consecuencia, refuerza mis ideas previas, sino oír distintas voces para contrastar ideas y poder pensar por mí mismo, cambiando, si es preciso.

Desde hace muchos años, una de esas voces es, indefectiblemente, la que Antonio Merino Madrid expresa a través de su blog Solienses sobre asuntos que casi siempre tienen que ver con la sociedad en la que ambos (él y yo) vivimos. Como pienso después de haber leído, y no antes, yo le debo a Antonio Merino una parte importante de lo que acaba siendo mi pensamiento, lo que es tanto como decir una parte importante de lo que soy.

Se lo debo yo (que no soy nadie) y se lo debe la opinión pública de Los Pedroches, en la que influyen decisivamente sus análisis por dos vías: en primer lugar, directamente en la audiencia de su blog, y, en segundo lugar, y más decisivamente, mediante la opinión que crea en otros opinadores, a través de los cuales no es infrecuente que se extienda el debate sobre los temas que trata.

Hay agentes de internet con muchos seguidores que no influyen casi nada porque se limitan a subirse a la ola que ya se ha formado y agentes como Antonio Merino, que crean olas a fuerza de poner el foco sobre el detalle que nadie ha visto y son, por eso, decisivos.

Debe ser a veces muy amargo y siempre resultar difícil ser tan libre como lo es él, especialmente en una sociedad tan pequeña como la de Los Pedroches. Y tiene que ser muy cansado, en lo físico y en lo mental, sacar casi a diario una entrada nadando entre tanto barullo, entre tanta corriente enfrentada y entre tanta estulticia.

No siempre estoy de acuerdo con él y él no siempre está de acuerdo conmigo, pero así es como debe ser. No de otra forma le agradecería, como hago ahora, que lleve veinte años sacando una página que nos ilumina y nos duele.



sábado, 28 de enero de 2023

La mala vida en Los Pedroches, de José Luis González Peralbo*

 

La Historia es como el juego entre la memoria y el olvido. En la memoria, quedan las referencias importantes, los hechos traumáticos o significativos, y lo demás, se olvida. En la Historia, que parte con la escritura, se estudian los hechos importantes de las sociedades y lo demás, no se estudia. Y los hechos importantes son los protagonizados por la gente importante.

Hasta no hace tanto tiempo, la Historia se veía como vemos una película. En las películas hay protagonistas, que son los que llevan el peso del argumento, hay coprotagonistas y hay numerosos personajes secundarios. Pero en una película hay más gente aparte de esa, están los figurantes, que no son protagonistas ni personajes secundarios, sino parte del paisaje.

Tampoco las personas comunes, la gente, eran nadie a efectos de la Historia.

Solo mucho después, cuando los historiadores se dieron cuenta de la importancia que tenían las ideas en el devenir de los cambios que aparecían en la sociedad, y especialmente a partir de los cambios provocados por el movimiento obrero, se empezaron a estudiar los movimientos sociales.

Así que tenemos, por un lado, a los grandes nombres y, por otro, al pueblo entendido como sujeto único en los movimientos sociales. Ambos son ahora, en los tiempos actuales, protagonistas de la Historia. Pero, ¿dónde quedan las entrañas de la sociedad, sus vísceras, su minuto a minuto? ¿Dónde, la identidad de las personas que sufren las decisiones de los grandes mandatarios, la identidad de las personas que salían a la calle para protestar o para hacer las revoluciones? ¿Dónde, la explicación de cómo vivían esas personas en su casa, como se ganaban la vida, cómo se relacionaban entre ellas?

Pues bien, para saber cómo son esas sociedades por dentro, no nos queda más remedio que acudir a los libros de ficción, especialmente a las novelas, o acudir a libros de Historia como La mala vida en Los Pedroches, del que es autor José Luis González Peralbo, que incluye episodios históricos relacionados con actividades al margen de la ley que tuvieron lugar en Los Pedroches desde finales del siglo XVI hasta principios del siglo XX.

Cada uno de estos episodios es una historia concreta y completa, la historia de un hecho delictivo. Una historia en la que aparece la víctima y, normalmente, el malhechor, que es el personaje principal. Y en la que aparecen también, en su ser natural, toda una serie de personajes secundarios: la autoridad que investiga y sanciona, los testigos, los familiares, los médicos y los cirujanos, etc.

Hay un saber que entra en las casas y ahonda en las almas, ante el que no mostramos la verdad, pero que tiene como obligación averiguar la verdad para emitir una decisión: la justicia. Y la justicia tiene en su ser dejar constancia de los procedimientos que instruye, que contienen informes médicos, declaraciones, actas y toda una serie de documentos que, con el tiempo, pasan a ser de dominio público.

José Luis González Peralbo ha ido a los archivos de Los Pedroches, ha investigado en ellos, ha recogido decenas de casos de mala vida de esa época que les he dicho, los ha convertido en episodios, los ha insertado en el marco histórico general y los ha ordenado para formar un libro que recoge, de un modo o de otro, la parte negativa que anida en toda sociedad, parte negativa que debe insertarse en un contexto personal, familiar y vecinal.

O dicho de otra forma, si queremos entender la mala vida de una persona, debemos observar las circunstancias que rodean a esa persona, lo que nos llevará a conocer a esa persona por entero. Muchas malas vidas de muchas personas nos darán muchas circunstancias vitales, que, sumadas, nos dirán las circunstancias de la sociedad, cómo es, en fin, esa sociedad.

La forma de vida que se cuenta en el libro ha llegado hasta épocas muy recientes. Lo vemos en los dos aspectos fundamentales que, a mi entender, nos muestran la obra: uno sería cómo eran aquellos individuos, antepasados nuestros no tan lejanos en el tiempo, que vivían donde vivimos ahora nosotros. El otro sería cómo era la sociedad que constituyeron.

En cuanto a las personas, cabe decir que la inmensa mayoría vivían con poco, según se desprende de los inventarios de bienes recogidos en el libro. Eran pobres, muy pobres. Comparados con lo que se tiene hoy, eran pobres hasta los ricos, así que nos podemos hacer una idea de lo pobre que era la gente común y lo miserable de la vida de los pobres de entonces. La motivación principal de la mayoría de la gente era sobrevivir, y a la supervivencia estaba destinada la mayor parte de su tiempo y su actividad vital.

En esas condiciones, no debe extrañar el peso que tenía la religión, como lo tiene en muchas personas que sufren, a la que se veía como una esperanza reparadora e igualadora en la otra vida, pues pocas veces cabía esa posibilidad en esta. La religión, además, era única y obligatoria, tan obligatoria que exigía para lo importante la limpieza de sangre.


Para ganarse la vida, los pedrocheños de aquella época desempeñaban oficios que hemos conocido o todavía nos suenan, como tundidor y cogedor de paños, guardador de marranos, temporero, esquilador, sacristán, alguacil, medidores de tierras, mayordomo, talabartero, herrador,  arriero, presbítero, tabernero, criada, carretero y verdugo.

Y otros oficios que nos suenan menos, como administrador de los reales servicios de millones, alcabalas y cientos, menseguero (o meseguero, que era el encargado de guardar las mieses), guarda de dehesas, guarda de panes (o guarda rural), tamborilero, barbero flebotomiano (barbero flebotomiano era el que efectuaba flebotomías, esto es, el que ejercía el arte de sangrar y algunos otros procedimientos quirúrgicos, como abrir abscesos y realizar extracciones dentales), cirujano y sangrador, amanuense, arcabucero, comadre de parir y, por último, un oficio muy recogido en el libro es el de sin domicilio fijo ni oficio ni beneficio.

Quienes desempeñaban estos oficios aparecen en el libro porque nadie se encontraba al margen de la mala vida, pero esas consecuencias judiciales, ya en el mismo procedimiento, y por supuesto en las penas, no eran lo mismo para unos que para otros.

Los gitanos lo tenían más complicado. Tampoco se trataba bien a los forasteros, a la gente de vida errante y a los que andaban de pueblo en pueblo sin querer arrimarse al trabajo.

La sociedad que recoge el libro es injusta, porque no trata por igual a los seres humanos, al contrario, trata mejor a los poderosos que a los débiles, especialmente en la primera época, y es cruel, porque no castiga con proporcionalidad, sino de forma vengativa y con carácter ejemplarizante.

Es una sociedad pobre en lo económico y pobre en lo moral, en la que el peso del trabajo recae sobre los más desfavorecidos, sobre los que también recae el mayor peso de la justicia. Llama la atención, por ejemplo, el valor que se le da al perdón de la víctima, como si el delito se hubiera cometido solo sobre a ella y no sobre conjunto de la sociedad.

La sociedad que se muestra en el libro era comarcal, mucho más que lo es ahora. Los Pedroches de aquel entonces no coincidían exactamente con los límites administrativos actuales. Eran unos límites mucho geográficos, más físicos, y llegaban más lejos, singularmente más lejos por el norte.

La gente iba de un pueblo a otro con muchísima facilidad, yo creo que porque muchos de los habitantes de Los Pedroches vivían en el campo y había una red de caminos y veredas muy extensa que conectaba unos lugares con otros, unos pueblos con otros.

Probablemente la llegada de los vehículos a motor, que limitó la circulación a los mejores caminos, luego convertidos en carreteras, contribuyó a que la gente viviera en los pueblos, e hizo que ese movimiento entre unos pueblos y otros fuera menor.

Los forasteros eran, por lo general, gente más humilde aún que los residentes de Los Pedroches. De San Pedro de Rocas y Lobaces, en el obispado de Orense, por ejemplo, vinieron unos gallegos que decían había salido de sus tierras para Castilla a trabajar haciendo sogas y poder ganarse la vida, porque en su tierra había mucha miseria.

Como forasteros que eran, eran mal vistos. Así que la autoridad de Torremilano los alistó a la fuerza como soldados en la leva a que estaba obligada esa población. Ahora bien, los gallegos quebrantaron la prisión y se fugaron, huyendo por un hornillo situado en una corraleja, junto a una escalera de piedra.

De los gallegos, nunca más se supo.

En general, de los que huían de la justicia nunca más se sabía, a menos que se entregaran luego. Y no había que ir muy lejos. Bastaba con traspasar los límites de la comarca para desaparecer a ojos de la justicia que los perseguía.

El mundo, entonces, era más grande, más confuso y más opaco que ahora.

De todo lo antedicho, cabe deducir que, aunque muchas veces se echan en falta hoy valores de entonces, no era una sociedad mejor armada moralmente que la nuestra. La principal virtud de aquella sociedad, que hoy se echa en falta, era la capacidad de respuesta ante el sufrimiento, quizá porque la gente sufría mucho, muchísimo, y estaba acostumbrada a ello.

La miseria, el miedo y el sufrimiento eran los principales componentes emocionales de que estaba hecha aquella sociedad oscura. El miedo debía de ser macizo, plúmbeo, debía meterse en la memoria, en los huesos y en los sueños. El miedo a lo desconocido y el miedo a lo conocido. Fueras inocente o culpable. Fueras bueno o malo. Porque todo el mundo era presuntamente culpable.

Dice José Luis González Peralbo en el libro, por ejemplo, que el tormento era aplicado a los testigos de los que se sospechara que sabían la verdad y no colaboraban lo suficiente. La gente común, especialmente los pobres, temen a las autoridades y a la justicia tanto o más que a los propios criminales.

Lo pobres más de verdad estaban obligados a andar por el borde la ley para sobrevivir, o directamente, a eludir la Ley, a pesar del castigo descomunal que eso suponía. Estaban obligados a sisar, a escurrirse, a robar algo tan de los cerdos como las bellotas, a ser eso que protagonizaba buena parte de la literatura de los primeros tiempos de entonces, a ser un pícaro. De hecho, se ve que detrás de la vida de la mayoría de la gente hay una historia que es una verdadera epopeya de la supervivencia.

Para contar esas historias se necesita de una gran habilidad comunicadora. Se necesita, especialmente, cuando la historia se cuenta de viva voz y se interpreta y en libros como La mala vida en Los Pedroches, donde se recogen historias de los archivos y uno está obligado a extraer de ellas lo mejor y más ameno.

José Luis, como buen historiador que es, ha ido a los archivos y ha recogido las historias, pero para presentarlas al público en un libro ha tenido el acierto de actuar como un perfecto narrador. Y, para ello, se ha introducido en el texto él mismo. Ha contado lo que hay y ha opinado. Lo ha hecho dotando de ironía y gracia al texto e introduciendo esa suerte de chascarrillos sonoros que son los epigramas, que emplea a modo de corolario, como la aleccionadora moraleja de una fábula.

Con La mala vida en Los Pedroches, en fin, el lector pasará buenos ratos, que es un generoso fin en sí mismo, se enterará de cómo eran nuestros antepasados y la sociedad que tejieron y, cuando lo termine, se quedará con un regusto muy agradable.

* Extracto de mi intervención en la presentación del libro.