23-3-2020
Carmen
dice que, cuando era chica y pasaba con su madre camino de San Antonio, nuestra
calle se le hacía extrañamente larga y lejana, casi como si estuviera en una realidad
mágica. La que ahora es nuestra calle era considerada entonces de segunda o de
tercera categoría por estrecha, por empinada y porque no mejoraba ninguna vía
alternativa.
Cuando
mis hijos eran pequeños, de eso no hace tanto tiempo, celebrábamos sus
cumpleaños en la cochera y luego salíamos a jugar a «matar» en la calle con sus
amigos: Carmen se ponía en un lado y yo en otro y los niños se situaban entre
nosotros intentando evitar nuestros lanzamientos de pelota, que iban de ella a
mí y viceversa. En aquel tiempo eran pocos los coches que pasaban, se les veía venir
desde lejos y circulaban muy despacio, obligados a tomar la bocacalle de abajo
casi en primera.
Luego
vino el gusto por las calles empinadas y estrechas. Era el tiempo en el que los
pasos de Semana Santa empezaban a sacarse con costaleros y en calles como la
nuestra las procesiones lucían mucho más. Por nuestra calle, que raramente había visto una procesión, empezó a pasar la del Jueves Santo y los costaleros, que
tenían la capilla muy cerca, ensayaban por ella a diario con el armazón del
paso sobre los hombros en vísperas de su día más grande.
Unos
años después, cerraron a los coches todas las salidas del barrio menos nuestra
calle y la que había sido una tranquila vía de pueblo se convirtió poco menos
que en la «Gran Vía» de Pozoblanco, aunque sin cines, restaurantes ni
comercios. El enorme tráfico de vehículos se unió de pronto al gran tráfico
peatonal que la calle venía manteniendo con los escolares que iban al colegio
de los Salesianos, con el que somos vecinos laterales, acompañados muchos ellos
de sus padres o sus abuelos.
En
las madrugadas de mayo, yo solía oír desde la habitación en la que me hallaba
escribiendo el canto del Rosario de la Aurora, que recorría las calles de la
vecindad en los días previos al de María Auxiliadora. Ese día, Carmen y yo nos acercábamos por la noche a la plazoleta de los Salesianos y nos
tomábamos una cerveza y un montadito o una tapa de tortilla en la tasca que instalaban los Antiguos Alumnos Salesianos, frente al estrado en el que venía
actuando una orquesta.
Son recuerdos
que me vienen a la cabeza ahora, que mi calle está absolutamente desierta y no
se oyen más sonidos que los esporádicos de las campanas de la capilla de los
Salesianos, que mi calle, en fin, se ha vuelto tan mágica como en los recuerdos
de infancia de Carmen. Mágica y con nosotros dentro, como inverosímiles personajes
de ficción.
A las
ocho en punto, muchos de los pocos vecinos que somos en mi calle salimos al balcón o nos asomamos
a la puerta y aplaudimos a los sanitarios y a todas esas personas que están
manteniendo a la sociedad en funcionamiento, nos saludamos con alegría, nos
damos ánimos unos a otros y nos despedimos hasta el día siguiente a la misma
hora. Son solo unos minutos, los suficientes para sentir lo que en esencia somos,
unos minutos en los que dejamos de ser personajes de cuento para ser los habitantes de
un mundo real.