21-3-2020
Antes,
cuando vivíamos en la indolente utopía de la realidad, yo me levantaba muy temprano
para sentarme frente al ordenador y escribir. Ya he hablado de las bondades de
la escritura y no quiero repetirme. Solo creo necesario exponer aquí que escribía
para conocerme, para conoceros (si, también a vosotros) y para conocer el mundo
en el que vivíamos, y que escribir me producía mucho placer.
Ahora,
en la distopía, no me levanto temprano. Ni escribo. He dejado la novela que
había empezado y no tengo ganas de retomarla. Y eso que tengo más tiempo.
Otro
ejemplo: ayer era viernes y los viernes por la noche salgo con los amigos.
Hablamos, reímos, le damos un repaso comentado a la actualidad y, al final, algunos
se toman un cubata, yo entre ellos.
Pues
bien, ayer, a las once de la noche, ya estaba dormido, y eso que tenía en Netflix
el último capítulo de una serie de misterio que llevo siguiendo un tiempo.
Siento
como pereza. No sé. Como si hubiera una fuerza que enlenteciera mis
pensamientos, como si el mundo estuviera sumergido y debiera hacer un esfuerzo muy
grande para moverme.
Debe
de ser que estoy perdiendo la inercia, esa fuerza que nos hace tender a seguir
en movimiento cuando estamos en movimiento. Y me temo que, si la pierdo del
todo y me paro, esa misma inercia hará que me cueste mucho arrancar.
Tengo
que pensar en eso para no desfallecer. Tengo que apretar un poco el acelerador.
Tengo que retomar mi novela, aunque solo sea para escribir unos cuantos
renglones que borre al día siguiente. ¡Total, qué prisa tengo! Tengo que seguir
con mis costumbres, por lo menos con las que pueda, cubata de los viernes
incluido: si no puedo tomármelo con mis amigos presencialmente, me lo voy a
tomar con ellos por skype o de
cualquier otra forma virtual. Se lo voy a proponer, a ver qué dicen.