Cuando me
asomé a la ventana, el cielo estaba despejado, así que me imaginé un día como
los de atrás, con buen tiempo y buena temperatura, pero en cuanto salí del
albergue un viento gélido y fortísimo me azotó de frente, y de una forma tan
despiadada que el verbo “azotar” está puesto aquí muy a propósito. Me paré y
saqué de la mochila casi todo el vestuario que tengo preparado para el frío,
guantes incluidos, como hicieron los pocos caminantes con los que me encontré.
Los
accesos a León son feos, se hacen por terrenos yermos, expuestos al viento y
muy cerca del tráfico rodado. Al llegar a León, el Camino tiene una pasarela
peatonal que cruza la autovía, pero estaba cortada y las flechas amarillas nos
llevaron hacia un monte, del que bajamos a la ciudad por una pista que parecía
abierta hacía poco, ex profeso para los caminantes. Un desvío, en fin, que suponía
una añadido imprevisto a mi ruta, ya de por sí larga y fatigosa. Así que cuando
entré en León, obvié las flechas que me llevaban hacia la catedral, que ya he
visitado en varias ocasiones, y me dirigí directamente a la salida.
La
ciudad de León es hermosa, pero la salida de León por el Camino es fea, y hay
que decirlo sin medias tintas. Hay mucho edificio, mucho suelo industrial y
mucha carretera. Salir de León se hace interminable. Y más, en una mañana así,
en la que el viento parecía un dios vivo sin otro afán que el de hacerme la
puñeta. Y más aún, en la soledad con que caminaba.
¿No
querías soledad? Pues la soledad es esto, he pensado. Y he pensado que la
soledad y la fealdad se retroalimentan.
Mucho
después, muchísimo después, he llegado cansado como nunca a Villadangos del
Páramo, donde enseguida me he tomado un Ibuprofeno que me ha sentado mejor que una
tapa de tortilla y una cerveza. Villadangos del Páramo es un pueblo pequeño,
sin gente por las calles, que busca secretario de Ayuntamiento,
según indica un cartel que hay puesto en la casa consistorial. En Villadangos
del Páramo me he encontrado con una amable señora, cuyos hijos celebran el día
de San Juan Bosco en la escuela, que nunca había visto a un Juan Bosco de carne
y hueso.
Soy
el único peregrino del hostal. He almorzado en el comedor con un par de
individuos con los que he cruzado unas breves palabras de cortesía. Escribo en
mi cuaderno de notas tonterías como esta y, de esa forma, intento negar la
soledad que me rodea. Afuera, el dios del viento se ha calmado, o tal vez me aguarda
en la puerta del local, como un gato en la boca de una ratonera. Y, en fin, hace
un rato me llamaba Juan Bosco, o al menos eso es lo que le he confesado a una
señora.
* Información de la ruta aquí y aquí.