Miro atrás y hallo los recuerdos desordenados, como objetos metidos en una talega. Me viene a la mente un recuerdo y es como si sacara un objeto. ¿En qué pueblo lo viví? ¿Dónde me quedé aquella noche? ¿En qué etapa me encontré con aquella persona?
Voy tomando
notas en un cuaderno, voy grabando audios en el móvil con lo que se me ocurre,
voy haciendo fotos con lo que me llama la atención para intentar ubicar mis
recuerdos en su sitio y en su tiempo, pero algunas veces es inútil: hay tantos,
que se amontonan y se desordenan, que se ocultan unos detrás de los otros. Es
como si acumularas tanto grano que solo vieses el de encima.
Es
justamente lo contrario de lo que ocurre en la vida ordinaria, donde los días
son iguales y no acumulas experiencias, como si no echaras nada a la talega,
como si solo amontonaras paja y el viento se la llevase al atardecer de cada
día.
Algunas veces,
uno se planta ante sí mismo y mira lo que ha dejado el viento del olvido, y no halla
cosas de sustancia. Entonces, es posible que se pregunte cómo ha podido
sucederme esto a mí y se haga mil y una promesas para luego: para cuando se
jubile, para cuando tenga más fuerzas, para cuando tenga bastante dinero, por
ejemplo. A ese luego suele seguir otro luego, y otro, de forma que los “luegos”
se van sucediendo unos a otros formando cadenas de años que ocupan la vida
entera.
Algunas veces, uno se planta ante sí mismo y,
al no hallar cosas de sustancia, puede llegar a pensar que tiene el síndrome de
la felicidad diferida, y que si volviera a nacer viviría de otra forma, menos
obsesionado con lo que no importa al final y más apegado al presente. Y así se
justifica y sigue como siempre, sin querer reconocer que hoy podría hacer lo
que ayer no hizo.
Se va
engañando un día y otro hasta que llega un imposible verdadero y, entonces, ya
no hay futuro que valga como excusa, ni presente.
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