He llegado a Santiago de Compostela. Y muy temprano.
Como
prometí, he ido a la catedral a darle el abrazo al santo y en la cola me he
acordado de mi familia, de mis amigos y de mis compañeros.
He
ido a sacarme la “compostella” a la Oficina de Atención al Peregrino, donde he
estado dos horas en una cola controlada por un señor con el humor de un sargento
de marines y, con el documento en la mano, he ido al encuentro de dos
compañeros peregrinos con los que había quedado. Hemos tomado una cerveza en
una terraza y hemos comido en la Hospedería San Martín Pinario, del Seminario
Mayor, que está junto a la catedral. Y mientras comíamos, hemos sido felices conversando
de nosotros y de las personas que amamos, que es otra forma de hablar de
nosotros. Teníamos ese punto de euforia del que sube a una montaña y otea el
horizonte, del que se siente satisfecho por el deber cumplido.
Pero
seguramente no hemos conversado lo suficiente y hemos quedado allí mismo para
cenar. Así que me he ido, he estado dando tumbos bajo la lluvia de Santiago y
he vuelto. Hemos cenado, hemos conversado hasta muy tarde y nos hemos despedido
con un abrazo, tal vez para siempre.
En
la plaza del Obradoiro, camino de la pensión donde tengo mi residencia, he oído
los sones de una tuna que cantaba bajo los soportales del palacio de Raxoi y me
he acercado. Eran tunos poco tunos, mayores, con más pinta de profesores que de
estudiantes, pero tenían mucho oficio y la gente que estaba escuchándolos solo
quería divertirse. Además, era bastante de noche, la plaza estaba desierta y caía
una lluvia mansa. ¿Era o no era el ambiente propicio para abandonarse a la
alegría?
Por
si no he sido capaz de transmitirlo con acierto, yo os lo diré: lo era. Y os digo
también que, después de muchos kilómetros y muchos días de camino, he terminado
en Santiago lo que empecé en Burgos, y que lo he terminado con bien, y
cantando.
* Ruta.