domingo, 10 de junio de 2018

12. O Cebreiro o La justificación del Camino


            Esta mañana, cuando me estaba vistiendo, he notado que las botas tenían la lengüeta medio oculta y los cordones lánguidamente caídos hacia un lado. Las he visto como tristes. Como la idea era subir a O Cebreiro y el camino es manifiestamente difícil, he pensado que estaban así por temor a lo que se avecinaba. “No os preocupéis, compañeras, que no hay dificultad que no podamos solventar juntos”, les he dicho. Se han animado, pero he seguido viendo en su semblante un rictus de congoja y, ahondando en los recuerdos, me he dado cuenta de que estaban celosas del sombrero por lo que escribí ayer.

            Probablemente tenían razón. El sombrero va sobre mi cabeza, oteando el horizonte, y, porque está muy cerca de mis pensamientos, seguramente sabe lo que pienso y lo que siento y, tal vez, hasta lo sienta conmigo. El sombrero sale conmigo en las fotos, me lo quito y me lo pongo, lo inclino hacia un lado o hacia otro, lo dejo sobre la mesa y lo recojo luego. Las botas van siempre a ras del suelo y no ven del paisaje más que los charcos y las piedras, y no me acuerdo de ellas más que cuando me las pongo y me las quito. Es más, en todo el camino no las he limpiado, ni siquiera les he quitado el polvo.
           
            Tenían razón, ya digo. Por mucho que piense, soy fundamentalmente cuerpo, un cuerpo que sangra, suda y defeca. Sin cuerpo no hay espíritu que valga, no soy nadie. Y aquí, soy fundamentalmente pies, unos pies que necesitan unas botas, y no unas botas cualesquiera, sino unas comprometidas con su alta misión, bondadosas y sufridas, que me quiten todos los golpes posibles.

            Es precisamente ese olvido de su sacrificio y su sufrimiento lo que les dolía de mí. Les dolía que me hubiera acordado de quién está siempre encima y me hubiese olvidado de quién está siempre abajo, soportando mi peso y mis malos olores. Les dolía que postergase a los humildes y, quizá, que solo me fijara en lo ostentoso.
           
            “Compañeras, si me olvido de vosotras es porque formáis parte de mí, como mis manos y mis pies ­–les he dicho–, de quienes solo me acuerdo cuando me duelen”. Parece que lo han comprendido y lo han aceptado. Hemos salido todos juntos como si fuéramos uno (mi sombrero, mis botas y yo), formando un equipo. Hoy, más que nunca, necesitábamos que cada cual hiciera bien su trabajo, pues todas las crónicas dicen que llegar hasta O Cebreiro es un cometido difícil.
           
           Y lo ha sido, en efecto. Hasta Las Herrerías, el camino es casi totalmente llano, y discurre por parajes de extraordinaria belleza, de manera que se hace muy llevadero. A partir de ahí, sube y sube, sube por un sendero empinadísimo, casi siempre estrecho y umbroso, con rampas de porcentajes que asustan.
           
            Pues bien, en una de esas pendientes, vi desde delante de mí a una persona que había conocido en Pereje y la llamé por su nombre desde lejos. Hablamos, y lo que me contó emocionada allí mismo, en plena rampa, primero mientras subíamos y luego totalmente quietos, en tanto otros caminantes nos adelantaban medio ahogados, es más digno de una obra con sustancia que de una entradita como esta. Yo la oí totalmente conmovido, mientras me hacía preguntas que no le hacía para no detener su relato extraordinario.

            Hay besos que justifican los recuerdos amargos de toda una vida. Hay momentos que justifican muchos tiempos perdidos. Hay personas maravillosas que justifican el trato con muchos seres pueriles. Y hay instantes, como lo ha sido este, que valen por todo un Camino.


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