Las cosas son solo
cosas, vale, pero ya he dicho que aquí el mundo está tan animado
como los escenarios de los cuentos y los árboles y hasta las cosas
tienen una suerte de alma no demasiado distinta de la nuestra. Mi
sombrero, por ejemplo, tiene ya algo de mí, igual que tiene algo del
espíritu del niño el peluche al que ese niño se abraza para ahuyentar los
miedos que lo abruman por la noche.
Tengo un sombrero muy
grande al que le he ido cogiendo cariño con el transcurso de los
días porque me ha protegido del sol y de la lluvia. El cariño es de
esos sentimientos que se alimentan mutuamente, de manera que das más
cuanto más recibes y viceversa. El sombrero, en fin, ha notado mi
agradecimiento y ahora me protege con más cuidado, como disfrutando,
y yo, que siento esa emoción suya, le correspondo disfrutando con su
protección y tratándolo con mimo.
El caso es que ayer,
después de que me hicieran la ficha, me dejé el sombrero en el
bar-restaurante de Ponferrada que sirve de base a la pensión donde
me alojaba. Y que no lo eché de menos. Cuando me duché, me cambié
y fui a comer a ese restaurante, uno de sus dueños me preguntó si había
perdido un sombrero y cómo era, a lo que un punto avergonzado debí
responder que sí y di cumplida cuenta de sus características.
El paciente lector de
estas páginas puede suponer sin error que el sombrero me aceptó sin
resentimiento y con la alegría de un perrillo, pues está en el ser
de las cosas el perdonar y ser complaciente. No lo está tanto en el
de las personas, por lo que su amabilidad se agradece. Viene a
colación esto porque me gustaría dejar constancia aquí de la buena
disposición de los dueños del establecimiento, y no solo por la
forma en que se portaron conmigo, sino por el comportamiento tan
generoso que tenían con cualquiera.
Hoy, en el transcurso del
desayuno, ellos mismos me han informado de un camino que acorta
varios kilómetros la salida de Ponferrada, lo que me ha venido muy
bien, pues quería llegar hasta Pereje, que está más allá de
Villafranca del Bierzo, y había calculado menos kilómetros de los
que hay en realidad.
El camino ha
transcurrido por un bucólico paisaje de huertas y viñedos, con
humaredas lejanas y pueblos medio abandonados. Me he parado en
Villafranca a tomarme una cerveza y una tapa de tortilla, pero no a
hacer turismo, porque había estado antes y se me estaba haciendo
tarde. He llegado a Pereje moderadamente cansado, que es como se deben terminar todos estos recorridos.
Pereje es un pueblo muy
pequeño, en el que solo había operativo un restaurante, a cuya
terraza exterior hemos acudido a comer los diez o doce peregrinos del
pueblo. Lo digo de paso, como para rellenar, porque lo verdaderamente
importante es que cuando me pidieron el documento de identidad para
hacerme la ficha, tentado estuve de pedirles que inscribieran conmigo
a mi sombrero.
* Información de la ruta aquí y aquí.