No
acabo de acostumbrarme a los horarios, que están hechos para los extranjeros,
aunque me argumentan en todos lados que son buenos para los caminantes. Desde
que en Hontanas, el primer día, fui a cenar al restaurante de un hostal que
anunciaba el cierre de la cocina a las nueve y a las nueve menos cuarto me
dijeron que la cocina ya había cerrado, lo primero que hago al llegar a mi
alojamiento es preguntar a qué hora abren y a qué hora cierran la cocina. Hace unos
días, en ahora no sé qué albergue, me dijeron que la cocina cerraba a las ocho
y hoy, en Puente Villarente, me han dicho que la cena es a las siete “a toque
de campana”.
Las
nueve, vale. Las ocho, bueno. Pero a las siete yo estoy recién levantado de siesta
y todavía tengo el menú del peregrino dando vueltas por el estómago.
A
las siete, en efecto, no a toque de campana, sino a la voz de la dueña del
albergue, que iba gritando “dinner, dinner” por los pasillos, pusieron la cena,
a la que evidentemente no asistí.
Poco
después, salí a la calle y me di una vuelta por el pueblo, lo que es tanto como
decir que seguí la carretera nacional adelante hasta que se terminaron los
edificios y me volví. A las nueve menos diez, con el menú del peregrino ya
digerido, entré en un bar-restaurante y le pregunté a una joven que atendía en
la barra si me podían poner alguna ración de las que anunciaban. “La cocina no
abre hasta las nueve”, me contestó, y no con mucha amabilidad.
Yo
me senté afuera, en la terraza, desde donde no vi ningún movimiento en el bar en
los diez minutos que mediaron hasta las nueve, así que no comprendí a qué venía
esa aplicación tan estricta de los horarios. A las nueve, pedí una ración, que
ya sí pudieron ponerme. Y mientras me la comía en la terraza, que solo
compartía con otras dos personas, he pensado en la larga conversación que esta
mañana he mantenido con un italiano.
Era un hombre
maduro, mayor que yo, culto, que hacía un esfuerzo considerable para expresarse
en español, con quien he hablado de Italia hasta que la conversación llegó a
los problemas de ese gran país y, entonces, prácticamente solo habló él. Lo
hizo con inteligencia y apasionamiento, e intentando justificarse ante lo que
podría parecerme como un razonamiento xenófobo, pues a su juicio el mayor
problema de su país era la inmigración ilegal, de la que en Europa Central no
se habla porque es un problema genuinamente italiano y sus soluciones son
políticamente incorrectas.
Hablamos y
hablamos hasta que se dio cuenta de que nos habíamos dejado a su acompañante
atrás y, entonces, nos despedimos de esa manera que se despide aquí la gente,
que lo mismo es para un rato que para siempre.
Lo
pienso sentado en la terraza de un bar, un punto molesto porque no me han
tratado bien, mientras me tomo una cerveza y una ración de calamares. Pienso
que esta mañana he andado veintitantos kilómetros y que, en mi pueblo, mi
familia y mis amigos me consideran poco menos que un héroe. Pienso que tal vez
al italiano no le falte razón y que probablemente no seamos conscientes del
problemón que tiene Italia. Y pienso que si yo soy un héroe por hacer unos
cuantos kilómetros por el norte de España, con todas las soluciones al alcance
de mi móvil y mi tarjeta de crédito, ¿qué no serán esas personas que hacen miles
de kilómetros por territorios hostiles, y cruzan mares en pateras, y saltan
alambradas?
* Ruta