Donde
vivo, los cementerios están alejados de los pueblos y ocupan lugares cerrados
con tapias blancas por las que sobresalen las esbeltas figuras de los cipreses.
Cuando alguien se muere, hay un duelo y, enseguida, se lleva a los muertos al
cementerio, se los mete en el nicho y la familia y el resto de allegados se
vuelve a su casa, a seguir con su vida sin ellos. A partir de entonces, cuando
los familiares quieren ir al cementerio a honrar a sus difuntos, deben hacerlo
en horario de apertura y tener cuidado con la vuelta, porque pueden quedarse
cerrados.
En el lugar donde vivo, los muertos están en
el pasado y se proyectan hacia el presente por los recuerdos que dejaron. Los
muertos de mi pueblo están en el cementerio de día y de noche, aislados, como
recluidos, muertos.
Aquí,
en Galicia, es otra cosa, y el caminante se da cuenta enseguida a poca
sensibilidad que tenga. Aquí hay duelo y se inhuma a los muertos, naturalmente,
pero hay muchos cementerios abiertos, algunos de ellos a pie de camino, adonde
se lleva a los muertos y se les deja que hagan su vida, sin aislarlos ni
recluirlos. Ya he dicho otras veces que en el Camino el mundo está lleno de
cosas con vida que no se ven pero se sienten, y que hay un dios del viento, por
ejemplo, como lo hay de la lluvia o de la niebla. Y digo ahora que al entrar en
Galicia el Camino se ha llenado de espíritus, como ocurre con la memoria de los
viejos.
Puede parecer extraño, pero camino
de Palas de Rei he pasado por delante de un cementerio abierto y he tenido la
sensación de que me estaban mirando, como cuando paso delante del banco donde toman
el sol unos abuelos.
* Ruta.