La Democracia retórica (VI)
1.8.
Representación y movimientos reivindicativos
Por
las razones antes expuestas, la voluntad de los representantes está
ocasionalmente muy alejada de la de su sociedad y no responde a las demandas
concretas de esta. En tal caso, lo normal es que ambas voluntades se separen
manifiestamente y que nazcan, de forma espontánea, movimientos con la
pretensión de influir en las políticas públicas cuyos líderes son más bien
cabecillas, por lo que pueden sucederse o incluso desplazarse sin que por ello
se merme la movilización de la masa.
Cuando
surge un movimiento de este tipo, los políticos asumen un papel predeterminado
según estén en el Gobierno o en la oposición. Si están en el Gobierno, su
primera reacción es de incredulidad, pues los políticos suelen arrogarse toda
la representación social y desdeñan por sistema la autocrítica, que confunden
con la razón del adversario. Sólo se lo toman en serio cuando ven que tras el
movimiento puede venir la pérdida de influencia (de votos). Entonces, hay una
primera fase en la que intentan desprestigiarlo con el argumento de que no
representan a la sociedad, sino a grupos de interés que, en realidad, atentan
contra el interés público, al que formal y materialmente representan ellos. En
una segunda fase, además, aducen que tras la movilización se esconde la
oposición. Generalmente, aciertan en esto último, porque la oposición, tras una
primera reacción de incredulidad similar a la de quienes detentan el Gobierno,
procura, primero, sumarse al movimiento y, luego que lo ha conseguido,
encabezarlo y dirigirlo contra el Gobierno para desgastarlo y ganar la
legitimidad que le niegan las urnas.
Los
cabecillas de estos movimientos consienten e incluso buscan el apoyo de la
oposición sin percatarse de que están siendo colonizados por esta, porque
piensan que trasladan sus pretensiones a los órganos de decisión y que con ello
les será más fácil lograr sus objetivos. La oposición utiliza a estos
movimientos sin el más mínimo reparo, sea o no sea factible lo que pretenden,
porque su ideario es inejecutable por definición y en él cabe cualquier
demanda. Así, no es difícil ver a los dirigentes de la oposición encabezando
manifestaciones convocadas en apoyo de determinadas reivindicaciones, unas
veces claramente como miembros de sus partidos y otras, según sus
declaraciones, como simples ciudadanos, lo que supone asistir a las mismas sin
querer asumir las consecuencias o de forma vergonzante, pues los políticos, por
mucho que ellos quieran, no pueden escaparse de su papel de políticos cuando
actúan en público.
Papel
que, por otra parte, debía retenerlos dentro del ámbito institucional, si de
verdad estiman la Democracia, pues salirse de él para ejercer en la calle la
fuerza que no pueden desplegar en las instituciones significa considerar que
estas no sirven para llevar la voluntad del pueblo a los órganos de
representación y, subsiguientemente, degradarlas.
En
verdad, todo el sistema establecido tiene una enorme capacidad para digerir y
metabolizar los movimientos reivindicativos surgidos en la sociedad. Si el
partido del Gobierno (más que el Gobierno mismo) ve la posibilidad de robarle a
la oposición la fuerza del movimiento, lo hará sin empacho alguno, ya que
también ellos pueden colonizarlo. Lo normal es que el partido del Gobierno,
tras el desprecio inicial, apoye a los movimientos que sobreviven a las
circunstancias adversas (entre otras, las de la propia actuación gubernamental)
a través de los dirigentes más cercanos, que suelen ser los territoriales,
mientras los gobernantes se mantienen receptivos pero dan largas, y, con ello,
ganan un tiempo precioso que emplean haciendo concesiones menores y tentando a
los cabecillas.
Generalmente,
los cabecillas de los movimientos reivindicativos no tienen madera de líderes
y, lejos de aceptar el sacrificio, se deslumbran con el brillo que les ofrecen
las instituciones, en las que ven (esa es la coartada para la desmovilización)
la posibilidad de hacer efectivas las pretensiones que tenían en origen.
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