lunes, 29 de octubre de 2012

8.8. Un decorado muy grande



En España todo el mundo era consciente después del año 2000 de que se estaba produciendo una burbuja inmobiliaria. (Las causas son conocidas y no conviene a estas páginas profundizar en ellas. Entre otras, lo fueron el crédito barato, los beneficios fiscales, la falta de suelo edificable, la normativa urbanística y la entrada de pequeños inversores). Los que compraban los pisos los vendían enseguida por más dinero a otros que muy pronto los vendían más caros. Había millones de personas dedicadas a la construcción directa o indirectamente. El paro había bajado hasta tal punto que el país fue capaz de digerir (con alguna pesadez, es cierto) cinco millones de inmigrantes, que se ocuparon de los trabajos que no querían los españoles. Los bancos y las cajas concedían hipotecas por encima del precio de tasación a cualquiera que le presentara un contrato de trabajo, otorgaban cantidades ingentes a los promotores y ponían a sus directivos (en las cajas había sacerdotes, impositores, sindicalistas y, sobre todo, políticos) retribuciones de escándalo que no escandalizaban a nadie. El dinero se movía sin descanso y crecía a una velocidad increíble. Los trabajadores ganaban lo que no habían ganado nunca, lo mismo que muchos profesionales y muchos autónomos, y numerosos empresarios se estaban haciendo ricos. Menos los empleados públicos (cuyos sueldos subían al ritmo de la inflación prevista o por debajo de ella) y los más parias de los trabajadores, toda la sociedad veía hincharse su nivel de vida como no lo había hecho jamás.

 

Todas las burbujas están vacías. En toda burbuja hay una desproporción tan grande entre su realidad huera y su gigantesca apariencia que se nota a simple vista. Cuando los gobernantes son inteligentes y cumplen con su función, hacen explotar la burbuja antes de que engorde demasiado. Las burbujas inmobiliarias se han dado en otros momentos de la Historia y en otros Estados y se conoce lo arrasadas que quedan las sociedades después de que explotan. Pero en España el Estado pagaba poco por desempleo y recaudaba mucho por IVA y por IRPF, lo que a pesar de sus gastos inmensos lo llevó a tener superávit presupuestario. Las Comunidades Autónomas recibían cada vez más transferencias del Estado, con las que podían realizar más gastos (muchos de ellos “de cercanía”, que son más rentables electoralmente, por identitarios y demagógicos). Las Diputaciones podían conceder más subvenciones y establecer más servicios. Y los Ayuntamientos podían recaudar más por los convenios urbanísticos y el impuesto de construcciones. 

 

Y todos ellos podían garantizar más préstamos, pues con las cantidades enormes que percibían por la vía de los impuestos y las transferencias no tenían suficiente: la necesidad crea el órgano, que para mantenerse requiere dinero, y la necesidad de las sociedades en las que casi todo es gratis (aparentemente gratis) es tan gigantesca como la imaginación de sus dirigentes para satisfacerlas.

 

¿A quién interesaba hacer estallar la burbuja? 

 

Los gobernantes españoles, a medias entre la candidez y la estupidez, ajenos al interés público y siempre con escaso sentido de Estado, paseaban por el mundo el éxito español como si fuera producto del desarrollo de la sociedad, cuando casi todo era consecuencia de la especulación y detrás del decorado de ladrillos en que se había convertido España había muy poco de sustancia.

 

La burbuja española estalló, finalmente, y lo hizo, además, en el peor momento, pues la economía internacional se hallaba inmersa en una crisis bancaria derivada en buena medida de una burbuja similar nacida en Estados Unidos y propagada por el globo como un virus de la mano de la codicia y del ultraliberalismo, que hizo quebrar a bancos (como Lehman Brothers) y a Estados (como Islandia), a la que luego se añadió una crisis específica de la zona euro, causada por la desconfianza de los mercados financieros en la deuda de algunos países de la misma y la subsiguiente serie de ataques especulativos sobre los bonos públicos de los menos estables, entre ellos España.

 

Los países de progreso real, esto es, los que tenían formación, patentes y universidades ligadas a la producción, los que tenían unos trabajadores unidos con la empresa y dispuestos a sacrificarse por su puesto de trabajo y por el de sus compañeros, los que dedicaban buena parte sus presupuestos a investigación y desarrollo, los que tenían un régimen laboral que podía adaptarse a la circunstancias, una clase política que miraba al largo plazo y unos dirigentes sociales que posponían sus intereses particulares por los de la sociedad, los que tenían muchos empresarios que amaban a su empresa más que a su patrimonio y los que poseían una Administración dimensionada adecuadamente, consiguieron salir adelante en no demasiado tiempo. 

 

España, en cambio, tenía un progreso muy inferior al grado de bienestar de su sociedad, que había obtenido en buena parte con las ayudas de Europa y el engañoso dinero de la construcción. Cuando los especuladores huyeron del ladrillo y el sistema económico se vino abajo, la sociedad se encontró que había invertido buena parte de su dinero en unos pisos tan caros que nadie podía comprar, con unos bancos lastrados por numerosos activos vinculados a la construcción, hipervalorados o fallidos, y excesivos banqueros ineptos con sueldos multimillonarios que se aferraban a su cargo, con unas Administraciones dimensionadas para unas necesidades que ya no se podían mantener, con unos sindicatos que seguían defendiendo para los trabajadores los mismos derechos que en las épocas de bonanza, con una normativa laboral tan rígida que hacía saltar las empresas cuando les llegaba una crisis, con unos políticos incapaces de renunciar a la demagogia por un puñado de votos, con un sistema territorial tan descentralizado que complicaba la adopción inmediata de políticas conjuntas y con unos ciudadanos acostumbrados a su nueva condición de ricos de pronto.

 

Cuando sobrevino la crisis, España tenía menos deuda pública que otros países, incluso estaba por debajo de la media europea, pero los mercados se dieron cuenta de que el desarrollo conseguido por España era en buena medida como el decorado de una gran producción cinematográfica y de que muchos ciudadanos estaban endeudados hasta las cejas.

 

       Y llegada la crisis, el país no tuvo capacidad de respuesta, porque ni estaban preparadas las instituciones, ni la legislación, ni los políticos, ni los agentes sociales, ni los ciudadanos, porque el país, en fin, había educado su mentalidad para un bienestar que le venía grande, pues sus estructuras de producción no podían mantenerlo. 

 

(Puede leer el libro completo de La Democracia retórica en pdf pinchando sobre la imagen que hay en la columna de la derecha)