Mis paseos del fin de semana son cortos y nada literarios, pero tienen algunas dosis de aventura. El pequeño contratiempo, el paisaje abrumador y la charla con los amigos son en pequeña escala como las grandes andanzas de esos individuos que salen de su casa con rumbo a lo desconocido para aplacar la necesidad de no saben muy bien qué, y que al final acaban comprendiendo que los paraísos buscados no están al alcance de los sentidos, sino dentro de las personas que han conocido y, en último término, dentro de sí mismos. No es infrecuente que entonces tengan por su hogar cualquier parte del mundo o que vuelvan a su casa cargados de la sabiduría que da el camino, conocedores de que en la dificultad está el aprecio de lo conseguido (para encontrar, hay molestarse en buscar. Para tener suerte, hay que arriesgar. Para saber, hay que aprender. Para llegar, hay que hacer un camino. Para que te den lo mejor de ellos, tienes que dar lo mejor de ti).
No es casualidad que escriba esto a la vuelta de un pequeño viaje a Jaén, esa provincia que los eslóganes anuncian como “paraíso interior”, porque traigo impresiones indelebles de las que entran por los sentidos y, sobre todo, de las que llegan directamente al alma y allí se quedan.
Jaén es un paraíso interior, en efecto, y cualquiera que se adentre por alguna de sus muchas sierras puede dar buena fe de ello. La ruta que hemos hecho parcialmente, en concreto, discurre al principio por una garganta pedregosa que parte de la carretera de Jaén al Embalse del Quiebrajano, junto a la llamada Casa del Pintor, y termina en el alto de La Pandera, a 1870 metros de altitud. Como está perfectamente recogida en la web del Portal de Turismo de la Provincia de Jaén, no me extenderé en el recorrido, que por ser muy exigente para el poco tiempo que teníamos no hemos llegado a completar. Hemos pasado por túneles abiertos en las zarzas, nos hemos sobrecogido al pasar junto a los farallones que amenazan a los caminantes, nos hemos asombrado ante unos estratos que parecían construcciones de sillería, nos ha dejado aturdidos la grandiosidad del paisaje, hemos bebido el agua fresca de la llamada Fuente del Obispo y algunos de nosotros han irrumpido en la cueva que se abre en la falda de La Pandera. Y hemos sudado lo suyo. Y nos hemos caído al escurrirnos sobre el pedregal que cubre el suelo de la empinada senda. Y nos hemos reído con las anécdotas que contaban unos y otros mientras comíamos jamón y queso y le dábamos algunos tragos a una bota de vino.
Juan ante estratos como sillares |
Pero Jaén es un paraíso interior, sobre todo, por su gente. Lo es al menos por la gente que nos ha acompañado y con la que hemos compartido, además del viaje y varias horas más del domingo, una noche de sábado por las tabernas del centro. Ellos, principalmente, son los culpables de que, como les ocurre a los viajeros que vuelven a su casa después de toda una vida recorriendo los más ignotos parajes, yo haya vuelto a mi hogar en Pozoblanco más sabio, más tolerante y más feliz.
Paraíso interior |