La Democracia retórica (IV)
1.6. Democracia y liderazgo
Al
cacique le viene al pelo la alegoría del pastor que conduce a sus ovejas, ese
animal memo que ha sobrevivido a sus enemigos agrupándose en rebaños, dejándose
guiar por una pedrada o por un perro y entregando a los más tiernos de los
suyos. El pastor que lleva a sus ovejas por los prados más verdes con el afán
último de procurarse su lana, su leche o su carne es la antítesis del líder. El
líder encabeza la marcha y asume la suerte del grupo que dirige, o incluso se
sacrifica por él, a veces de una forma heroica.
En
puridad, la Democracia no quiere ni pastores ni héroes. La sociedad demócrata
toma las decisiones por sí misma, sin miedo al lobo y sin temor a las
consecuencias. A la sociedad demócrata sana le repugnan los liderazgos, porque
suponen un ejercicio de la voluntad ajeno al suyo. En las democracias más
asentadas, que se corresponden con las sociedades más sanas, los gobernantes
tienen menos papel que los meros representantes y ambos ejercen su función con
la máxima transparencia pero casi inadvertidamente. No hay en ellas desasosiego
por la pérdida de la persona que encarna el poder porque esta es reemplazable
con facilidad, dado que se limita a seguir a una línea trazada por el conjunto.
Sólo
en situaciones de crisis, en las que la realidad demanda medidas rápidas y
arriesgadas, la sociedad coloca al frente a uno de sus miembros más preclaros
para que la guíe con firmeza hacia la solución del problema. El líder
demócrata, entonces, asume el poder que la comunidad le ha conferido sin recelo
para sacrificarse en la misión, esto es, olvidándose de la condición de votante
del ciudadano y siguiendo con el máximo respeto el cumplimiento de las normas. Winston
Churchill es un ejemplo perfecto de ello: nombrado Primer Ministro
en mayo de 1940, lideró al Reino Unido durante toda la II Guerra Mundial,
especialmente cuando su país era el único que se oponía a la Alemania de
Hitler, y al término de la contienda, su partido, el Conservador, sufrió ante
el Laborista una de las derrotas más amplias que se recuerdan.
En
comunidades muy grandes, la cohesión del país y su papel internacional obligan
al nacimiento de un Gobierno central fuerte, que pueda maniobrar con prontitud
ante las circunstancias. Un Gobierno o un gobernante fuerte no es lo mismo que
un líder, pero ejerce esa labor de una forma legítima. Así, los EE.UU. han
concedido una suerte de liderazgo automático por la vía del régimen
presidencialista. De hecho, la elección directa por el pueblo otorga al
presidente estadounidense una autoridad que no tienen los gobernantes elegidos
por los Parlamentos.
La
Unión Europea, en cambio, no ha arbitrado procedimientos para la elección
directa de sus dirigentes. Es más, sus dirigentes no son los que mandan de
verdad en las instituciones europeas, sino los dirigentes de los países que la
integran. En tal situación, la comunidad que constituyen los ciudadanos
europeos no asume el papel internacional que le corresponde y las situaciones
de crisis se agravan por el fallo de la cohesión interna y los titubeos de
quienes deben tomar las decisiones. En los términos actuales, para que la Unión
Europea crezca y haga frente a las situaciones de crisis, hacen falta líderes
que, como todos los líderes, sacrifiquen sus intereses por los del colectivo.
Sólo que en la Unión Europea los intereses a sacrificar no son los del partido
sin más, son también los nacionales.
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