La Democracia retórica (II)
1.3. Cohesión y proceso
degenerativo
La
cohesión tolera mal la Democracia. O, más bien, cohesión y Democracia son
conceptos antitéticos. Si, como se ha dicho en el preámbulo, la Democracia
supone la institucionalización del conflicto, la cohesión considera la
superación del conflicto mediante la eliminación de la discrepancia, que se
confunde enseguida con la disidencia. Por eso los líderes de los partidos,
salvo contadas y, por ello, sonadas excepciones, prefieren las elecciones
internas con una sola candidatura (que suele ser el resultado de arreglos
personales), eliminan toda controversia fuera de los congresos y apartan de los
cargos públicos a los que le han llevado la contraria con el argumento de que
han perdido su confianza. Tras la cohesión, además, se oculta el miedo de los
dirigentes a que otro mejor preparado pueda amenazar su liderazgo.
El
ecosistema doméstico de los partidos provoca, en consecuencia, un proceso
degenerativo, pues los líderes de los partidos eliminan a los mejores, que pueden
hacerles sombra o dejarlos en evidencia, y se rodean de fieles acérrimos y
mediocres, uno de los cuales acaba sustituyéndolo, el cual, a su vez, se rodea
de fieles más mediocres que él, uno de los cuales terminaba sustituyéndolo, y
así sucesivamente.
Es
países como España, de escasa tradición democrática, la falta de democracia
interna ha sido una de las dos causas del bajo nivel de la clase política, cuyo
retroceso se hace patente desde los tiempos de la Transición. La otra ha sido
la negativa de los ciudadanos comunes a entrar en política, una actividad
loable que, sin embargo, sufre el descrédito a que la han sometido quienes
vienen desempeñando en los últimos años la tarea de representar al pueblo, que
son percibidos por este como un problema, más que como los encargados de
solucionar sus problemas.
El aborregamiento a que conduce la cohesión
interna y la carnicería de la batalla externa (de la que hablaremos más
adelante) han situado a los políticos como una casta al margen de la sociedad,
a pesar de su permanente presencia en ella, de manera que quienes deberían ser
personas formadas y con criterios personales se limitan a propagar consignas y
a apretar el botón que les ordenan, lo que, aparte de nefasto para el interés
público, resulta sumamente peligroso para la Democracia, pues el descrédito de
la función política podría acarrear el descrédito de la política misma, que en
los regímenes democráticos es el descrédito de la Democracia.
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