miércoles, 3 de octubre de 2012

La Democracia retórica (II)




1.3. Cohesión y proceso degenerativo

 La cohesión tolera mal la Democracia. O, más bien, cohesión y Democracia son conceptos antitéticos. Si, como se ha dicho en el preámbulo, la Democracia supone la institucionalización del conflicto, la cohesión considera la superación del conflicto mediante la eliminación de la discrepancia, que se confunde enseguida con la disidencia. Por eso los líderes de los partidos, salvo contadas y, por ello, sonadas excepciones, prefieren las elecciones internas con una sola candidatura (que suele ser el resultado de arreglos personales), eliminan toda controversia fuera de los congresos y apartan de los cargos públicos a los que le han llevado la contraria con el argumento de que han perdido su confianza. Tras la cohesión, además, se oculta el miedo de los dirigentes a que otro mejor preparado pueda amenazar su liderazgo.

El ecosistema doméstico de los partidos provoca, en consecuencia, un proceso degenerativo, pues los líderes de los partidos eliminan a los mejores, que pueden hacerles sombra o dejarlos en evidencia, y se rodean de fieles acérrimos y mediocres, uno de los cuales acaba sustituyéndolo, el cual, a su vez, se rodea de fieles más mediocres que él, uno de los cuales terminaba sustituyéndolo, y así sucesivamente.

Es países como España, de escasa tradición democrática, la falta de democracia interna ha sido una de las dos causas del bajo nivel de la clase política, cuyo retroceso se hace patente desde los tiempos de la Transición. La otra ha sido la negativa de los ciudadanos comunes a entrar en política, una actividad loable que, sin embargo, sufre el descrédito a que la han sometido quienes vienen desempeñando en los últimos años la tarea de representar al pueblo, que son percibidos por este como un problema, más que como los encargados de solucionar sus problemas.

El aborregamiento a que conduce la cohesión interna y la carnicería de la batalla externa (de la que hablaremos más adelante) han situado a los políticos como una casta al margen de la sociedad, a pesar de su permanente presencia en ella, de manera que quienes deberían ser personas formadas y con criterios personales se limitan a propagar consignas y a apretar el botón que les ordenan, lo que, aparte de nefasto para el interés público, resulta sumamente peligroso para la Democracia, pues el descrédito de la función política podría acarrear el descrédito de la política misma, que en los regímenes democráticos es el descrédito de la Democracia.

 

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