La Democracia retórica (III)
1.4. El populismo como
alternativa
En
el descrédito de la Democracia, cuando la Democracia no tiene alternativas,
surge voraz la demagogia de la mano del populismo. El pueblo mal representado
tiende a dejarse seducir por las voces de quienes le dan más a cambio de menos
sacrificios. El populismo y la demagogia son siempre unas tentaciones para el
político, por lo que tienen de réditos inmediatos, pero también lo son para el
pueblo, que como todo en la Naturaleza pretende la máxima felicidad con el
mínimo esfuerzo.
El
pueblo, como cualquier elemento vivo, corre el riesgo de adaptarse al medio
ambiente y creer que lo que ocurre es lo que debería ocurrir, de volverse tan
incapaz y tan inicuo como quienes lo dirigen. Cuando el pueblo acepta que el
deber ser es inútil, cuando se vuelve flemático, cuando concibe que el voto no
sirve para nada porque todos los políticos son iguales, el círculo vicioso se
completa, la sociedad enferma de gravedad y la solución de unos representantes
dignos se vuelve prácticamente inalcanzable. Entre que el pueblo piense que los
políticos sólo están ahí por la posición y el sueldo y que los ciudadanos
únicamente entren en política por la posición y el sueldo apenas hay un paso.
El mensaje de si no lo hacemos nosotros lo harán otros con menos legitimación
es la impecable justificación para la inmoralidad en todas las situaciones y es
de aplicación tanto a los representantes como a los representados.
El
descrédito de los políticos es la situación propicia para los Berlusconi o los
Gil de turno. Ante la repetida mayoría de italianos que votaban a un personaje
tan siniestro para la ética y para la Democracia como Berlusconi, algunos
comentaristas han juzgado que en el fondo del electorado afín estaba la
admiración, o, lo que es lo mismo, que muchos italianos lo votaban porque para
ellos era un ejemplo a seguir, porque, si pudieran, actuarían de idéntica
manera que él. Pero no hace falta irse tan lejos ni buscar ejemplos tan
relumbrantes. Otro tanto se produce cuando políticos de uno y otro signo y de
una y otra institución viajan desde sus sedes y, considerando que están
actuando como representantes de los ciudadanos, comen y beben por cuenta del
ciudadano con el pretexto más falaz, sea una inauguración o una muestra,
mientras los ciudadanos que pagan el dispendio sólo aspiran a formar parte del
banquete.
1.5. Clientelismo y
caciquismo
El
siguiente paso degenerativo es abrir al pueblo las puertas del banquete donde
comen los políticos. El banquete público es el prototipo de la demagogia y de
la miseria, ya sea moral o económica. El pueblo pugnando en la plaza por los
platos de paella gratis que le ofrece el alcalde es la versión actual del
populacho que, tras tirarse por el suelo para coger las monedas que le lanza el
rey desde su carruaje, da las gracias a Dios por la generosidad del monarca,
como si este no se hubiera limitado a arrojarle una brizna de lo que en
principio era del pueblo.
Comidas,
fiestas y fuegos de artificio son el “circo” a que se refería Juvenal. “Pan y
circo”. Ese “pan” peyorativo son muchas subvenciones y no pocos subsidios. El
“pan” es todo lo gratis que no debería serlo pero lo es porque da votos o
porque quitarlo cuesta votos. “Pan” que es pan para hoy y hambre para mañana,
que llena el estómago pero vacía la voluntad, que genera sumisión y
pobreza.
El régimen de lo gratis total es caro, pero
surte efectos. Quienes se benefician de él dirían que sólo es caro para los que
más tienen, que son los que pagan más impuestos, y que es rentable para ellos,
que son los que tienen menos. Pero quienes creen beneficiarse de él son,
finalmente, los perjudicados, ya que son ellos los que no pueden pagar las
escuelas privadas de sus hijos o los seguros privados de salud.
Pues
donde hay más fiestas, más servicios y más prestaciones gratis de la cuenta,
quizá no haya dinero para la educación. Y si lo hay para la educación, acaso no
lo haya para la salud. Y si lo hay para la educación y para la salud, tal vez
no lo haya para la innovación y la inversión productiva. O quizá lo haya hoy,
pero no lo habrá mañana.
Y,
sea como fuere, esa profusión ociosa hace dependiente a la sociedad de la mano
que le da el pan, a la que no puede ver sino con agradecimiento, especialmente
cuando la comunidad es pequeña. En tal situación, el vínculo clientelar entre
el político rumboso y la sociedad agradecida llega al caciquismo. Cuando la
única institución cercana es el Ayuntamiento, el alcalde es la impresionante
autoridad reconocible y da y quita, unas veces según lo dispuesto por la Ley,
pero otras muchas de acuerdo con su personal concepción del interés público, y
sin que el incumplimiento de la Ley, salvo casos muy excepcionales, tenga
consecuencia alguna.
Antiguamente,
lo que el alcalde podía dar y quitar no era excesivo, pues el Ayuntamiento se
limitaba a la gestión de lo más esencial. Pero hoy los Ayuntamientos españoles,
en particular los de las zonas más deprimidas, reciben enormes transferencias
que se aplican a la prestación de los más variados servicios, al fomento de la
actividad económica e incluso a la realización de actividades empresariales. En
el pueblo, el Ayuntamiento licita las obras más importantes, otorga contratos
de servicios y, en no pocas ocasiones, es el mayor de los empleadores. El
Ayuntamiento concede innumerables subvenciones, mantiene a asociaciones y a
clubes y organiza toda clase de eventos. El Ayuntamiento, por último, dispone
de los únicos medios de comunicación del pueblo.
El
voto del vecino es el que pone al alcalde y el que lo quita. Y el alcalde es el
que le da al vecino y el que le quita. Ante tal tesitura, se puede comprender
que el alcalde le dé mucho al vecino y le pida poco (que le dé más de lo que
puede y le pida menos de lo que debe), y se puede comprender que el vecino, a
cambio de tal actitud, le dé su voto. Es el clientelismo puro y duro. En el
fondo, es la misma relación que existe a niveles más altos, e incluso en el
Estado. Pero en los municipios pequeños de España se ve tan claro que el
vínculo adquiere condiciones de arquetipo.
Además,
mientras en el Estado los representantes y los gobernantes ejercen su labor
sobre un grupo abstracto, en los municipios pequeños la ejercen sobre personas
con nombres y apellidos, que son parientes, amigos o enemigos, vecinos y, en
todo caso, conocidos. Los gobernantes locales conjeturan razonablemente tanto
las inclinaciones políticas del electorado tomado de forma individual como sus
necesidades concretas y pueden administrar ese poder formidable premiando y
castigando. En los municipios pequeños, el lazo entre el poder político y el
ciudadano es de interés y personal. En tal situación, el caciquismo está
servido. Y si el miedo y los intereses bastardos, por separado, distorsionan el
sentido del voto, juntos, son un escollo imponente para la Democracia, que en
el caciquismo alcanza tintes de ficción.
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