Cuando
uno debate en un bar, cuando contesta a un correo o escribe un artículo, emite
una opinión, que siempre es incompleta y muchas veces es apresurada. No en
vano, las ideas surgen en el presente y se van completando en el futuro, cuando
ya no está el otro con el que debatiste o no es posible corregir lo que dejaste
por escrito.
Por
otra parte, nunca se sabe lo que existe dentro de uno. Tenemos conocimientos de
los que no somos conscientes, opiniones que en realidad sólo son prejuicios y
múltiples contradicciones cuando nos enfrentamos a una idea compleja (y eso, sin
contar las contradicciones entre lo que a nuestro juicio deberían ser los otros
y lo que nosotros somos en realidad, que siempre justificamos para acallar
nuestra conciencia). Con
el fin de saber lo que yo mismo opino sobre lo que me rodea desde el punto de
vista político, a finales de 2011 me propuse elaborar un corpus más o menos
completo de mis pensamientos. Uno sabe que tiene muchas limitaciones de
pensamiento y que tiene muchas limitaciones de expresión, pero es consciente,
también, de que posee la virtud de la constancia. Al cabo de muchos meses,
terminé, en efecto, pero ya advierto que mis conclusiones no son nada del otro
mundo.
En
todo caso, mi blog y mi página web son mías y, por ello, están llenas de mis
imperfecciones, para las que no pido más indulgencia que la que se debe a toda
buena intención. En ellas publicaré próximamente y por completo el resultado de
mi trabajo bajo el título La Democracia
retórica. Como anticipo, inserto en este blog el preámbulo, en el que vengo a
explicar lo que se le viene encima al lector.
Preámbulo
En
esencia, la Democracia es el gobierno de todos para todos. La noción es clara y
está amparada por la lógica del Derecho Natural, que sitúa a los seres humanos
como iguales en su origen y su destino (todos nacimos desnudos y todos nos
moriremos algún día), por lo que es fácil de explicar y difícil de combatir.
Como la Democracia conlleva en sus adentros la idea de Libertad, que es sublime
y nos equipara a los dioses, nada pueden hacer ante ella quienes intentan detenerla.
No en vano, “Democracia” y “Libertad” se usan en los tiempos modernos como
sinónimos, especialmente en los regímenes no democráticos, de manera que cuando
los poetas con sus metáforas o los ciudadanos con sus gritos piden Libertad, en
realidad están demandando Democracia.
Ese todos, que se entiende más como suma de individuos
que como unidad, es el titular de la soberanía, el pueblo, a quien en
Democracia correspondería tomar todas las decisiones sobre su destino. Sin
embargo, dado que el número de quienes forman las sociedades modernas hace
imposible ese principio, en las democracias actuales se adopta la solución más razonable
y más sencilla, que es la de elegir a unos representantes mediante un proceso
en el que pueden participar todos los individuos mayores de una determinada
edad. El voto es, en consecuencia, fundamental en la Democracia, hasta el punto
de que si no hay voto, no hay Democracia. El voto, que vale igual venga del
catedrático o del analfabeto, del virtuoso como del asesino sistemático, debe
repetirse con la periodicidad necesaria para que exista verdadera conciencia de
la representación y para corregir errores y depurar responsabilidades, ya que
por el tamaño de la sociedad no es posible eliminar en cualquier momento el
mandato que el pueblo confiere a sus representantes.
Los votos de todos no pueden otorgarse a todos los que
los ciudadanos desean, ni siquiera a todos los que quieren ser representantes,
pues su número sería demasiado grande, lo que imposibilitaría el conocimiento
de los candidatos y de sus propuestas e incluso el mismo proceso de la
votación. Es obligado que los que quieren ser representantes se organicen en
grupos afines y muy nutridos. Con ello, se simplifican las ideas de los
candidatos y se encuadran las diversas opiniones y los múltiples intereses de
los representados. Los grupos así establecidos ofrecen al pueblo constituido en
electorado tanto personas para representarlo como propuestas. No obstante, el
voto se concede a las personas, no a las propuestas que estas hacen, aunque
existe la ilusión generalizada, y nunca destruida por completo, de que
candidatos y propuestas configuran una entidad única, porque los candidatos se brindan
con propuestas (con programas que las agrupan) cuando los ciudadanos son llamados
a votar.
Si en el ser humano anida la angustia por lo que el
futuro le deparará a él y a los seres que ama, en el poder político reside la
posibilidad de aliviarla mediante la transformación de la realidad (en eso se
basa la erótica del poder: transformar la realidad es lo que hace Dios). O
dicho de otra forma, dada la enorme influencia que el poder político tiene
sobre la vida de las personas, las propuestas de los candidatos afectan a toda
la esfera vital de estas. Las propuestas son, sin embargo, sólo manifestaciones
de voluntad, y no están sometidas a otro control que el de la periodicidad de
los procesos electorales.
Como el voto depende de las propuestas y del voto depende
la llegada al poder de quienes aspiran a disfrutar de él, los candidatos hacen promesas
aventuradas o, directamente, de imposible ejecución, que en no pocas ocasiones
son creídas por el electorado porque en el futuro cabe todo y porque hay
numerosos ciudadanos que opinan y actúan con el prejuicio de una ideología
previa, cuya esencia está emparentada con la fe.
Lógicamente, entre las promesas formuladas y las
consumadas hay una diferencia considerable que a los que ganaron las elecciones
les interesa dulcificar, pues siempre hay un nuevo proceso electoral en el
horizonte, el mismo al que deberán acudir los que perdieron las elecciones, a
quienes, por el contrario, les interesa ahondar tanto en los incumplimientos de
los que ganaron como en sus carencias personales. En la Democracia, actúa la
convicción de que la verdad sale de la pugna entre esas dos medias verdades, o
de la confrontación entre todas las partes de la verdad, si es que hay más de
dos grupos en conflicto, y que los ciudadanos pueden acceder a ella con la
ayuda de los medios de comunicación, que son libres y, en consecuencia, pueden
destruir las ficciones con las que los políticos de distinto signo intentan
enmascarar la realidad.
Cuando el ciudadano supuestamente libre y consciente de
sí vota, lo hace para designar a dos clases de representantes. Los más
importantes son los que harán las leyes, pues estas regulan la convivencia, dan
seguridad a los múltiples tipos de relaciones y comportamientos y limitan el
poder de quienes ostentan el gobierno, que son los otros representantes a los
que el ciudadano, directa o indirectamente, elige. De hecho, las leyes son la
máxima expresión de la voluntad popular. En las leyes encuentra su
legitimación, por ejemplo, el poder de los interventores públicos, que tienen
por misión controlar que los actos con trascendencia económica de los
gobernantes se ajustan a la normativa vigente.
El imperio de la Ley es un freno racional al ejercicio
del poder político y sin él (sin Estado de Derecho) no hay Democracia, aunque
haya elecciones libres. Tampoco la hay si quienes deciden si se ha cumplido o
no la Ley son los mismos que la promulgaron o quienes están obligados a
cumplirla, si no hay, en fin, órganos ajenos a ambos que la interpretan y fuerzan
a respetarla, esto es, si no hay un poder judicial independiente.
Además, en las democracias modernas, la sociedad
participa en la gestión pública a través de las diversas organizaciones que la
vertebran, que llevan hasta el poder político el sentir y los intereses de los
ciudadanos, y no es infrecuente que las leyes recojan la imposición de consultar
a las más importantes de ellas, como los sindicatos o las entidades
empresariales.
De cuanto se ha dicho hasta este momento se desprende que
la Democracia no procura superar los conflictos, sino institucionalizarlos, a
fin de dotarlos de mecanismos suficientes para la convivencia de quienes
participan en ellos. El resultado es un conjunto de pesos y contrapesos
aparentemente frágil pero que dotan al sistema de una gran estabilidad. Por
algo, sólo los regímenes democráticos triunfan y persisten en las sociedades
modernas, que gozan con ellos del mayor grado de desarrollo y bienestar.
En los últimos tiempos, sin embargo, se ha popularizado la
sensación de que el modelo se ha deteriorado o, al menos, de que no cumple
adecuadamente la función para la que fue establecido. Si antes los ciudadanos
creían que la sociedad abrigaba los políticos que se merecían, ahora muchos
ciudadanos opinan que no se merecen los políticos que los representan, lo que
supone reconocer la persistencia de fallos cruciales en el sistema de
participación política. Ante ello, ha nacido una corriente de opinión, bien es
cierto que no correctamente articulada, que demanda más política, lo que en el
fondo sería más intervención de los políticos. La complejidad de la sociedad, no
obstante, y la circunstancia de que la mayoría de sus problemas tengan que ver
con la economía, parecen reclamar justamente lo contrario. De hecho, buena
parte de la perversión del sistema deviene del exceso de presencia política en
la sociedad, que se ha ido incrementando a medida que, paradójicamente, se
deterioraba la naturaleza del concepto de ciudadanía.
Los ciudadanos han ido adquiriendo más derechos a la par
que perdiendo obligaciones en un proceso sin vuelta atrás, lo que ha
deteriorado gravemente la viabilidad económica del sistema, que se apoya en la
ficción de que es posible gastar con absoluta impunidad lo que no se tiene. No
es la única ficción que se construye en la Democracia actual. En realidad, habitan
en ella e interactúan múltiples ficciones, usualmente con la aquiescencia
tácita de los propios ciudadanos, ya reducidos a su condición de votantes, sólo
de votantes.
El presente libro es consecuencia de la observación de la
sociedad y se realiza con la exclusiva pretensión de ordenar las ideas de quien
lo escribe. No tiene notas a pie de página y se elabora, esencialmente, con los
materiales que el autor tiene en la memoria y la pericia que le da el sentido
común, el mismo que le ha llevado a pensar en la responsabilidad de todos los
implicados como la solución potencial. La responsabilidad de los
representantes, por supuesto, pero también la de los representados.
Suele decirse que, por definición, el pueblo nunca se
equivoca. No es cierto. Como cualquiera que nombra a un representante, el pueblo
puede nombrar a uno incapaz o inmoral para que apruebe las leyes o lo gobierne.
Puede hacerlo por muchas causas, porque prefiere negar la evidencia, porque su
voto está cautivo o porque actúa guiado por los prejuicios de una ideología
dogmática, por ejemplo. Sea como fuere, el que nombra al incapaz o al
deshonesto es más responsable que el incapaz o el deshonesto, sobre todo cuando
la incapacidad y la inmoralidad son conocidas previamente.
Es indudable que los pueblos no tienen con frecuencia los
políticos que se merecen y que los partidos no sirven habitualmente para
facilitar la participación de quienes quieren servir a la comunidad, pero no lo
es menos que los ciudadanos viven en una suerte de feliz obnubilación, y que
son ellos los que, al igual que los telespectadores de la telebasura generan la
telebasura, han generado el déficit democrático y la incertidumbre económica a
fuerza de reducir su papel. Se lo han creído todo porque les interesaba y
porque les era más cómodo. Se lo han creído todo y ahora la sociedad es un
bosque de artificios del que resulta difícil salir, entre otras cosas porque
para hacerlo se necesitan ciudadanos conscientes de sí, y no sólo personas
esclavas de sus intereses espurios o sus prejuicios, se necesitan, en fin,
ciudadanos con derecho al voto, y no sólo votantes.