Todo lo creado surge con el fin de crecer y desarrollar sus potencialidades. Los árboles, por ejemplo, nacen con el fin de tener las máximas raíces, el máximo tronco y la máxima copa, de crear semillas y de formar bosques.
Pero el ser humano puede, también, sembrar esos mismos árboles en una maceta y regarlos, podarlos, abonarlos, limpiarlos, desparasitarlos y hacerles otras labores con el propósito de que no crezcan, alterando así el fin último de la Naturaleza.
Los seres humanos somos criaturas de la Naturaleza y hemos nacido con el fin de desarrollar todas nuestras potencialidades, que son esencialmente espirituales.
Cuando éramos chicos, nos ponían el ejemplo de la estaca que se asienta junto al árbol joven para guiarlo con rectitud.
Como parte de esa obra educacional, nos podaban, nos regaban, nos limpiaban y nos hacían otras labores para que formáramos parte de la civilización, que no es una selva en la que una planta pueda parasitar y estrangular a otra, sino un jardín, en el que hay otros elementos como nosotros con los que tenemos que convivir. La idea de la Educación era (debía ser, más bien) desarrollar todas las potencialidades que tenemos como seres humanos para actuar dentro de ese ecosistema complejo que es la humanidad.
Ahora bien, a algunos jardineros se les iba (se les va) la mano o, directamente, buscaban podar más de la cuenta y, en lugar de crear árboles grandes y hermosos, creaban árboles tan pequeños que cabrían en una maceta.
Para conseguir que un espíritu que tiende a lo máximo acabe en un bonsái, el jardinero (el “educador”) utilizaba y utiliza una herramienta básica que sirve para todo, el miedo, que tiene múltiples formas y caretas, tanto el miedo a la vida, como el miedo a la muerte.