También por Naturaleza, las agrupaciones humanas tienden a alcanzar el máximo de su potencial. Sin control alguno, las agrupaciones humanas son como bosques cuyos individuos crecen en función de la especie y de las condiciones medioambientales. Las agrupaciones humanas, ya trasformadas en sociedades libres, pueden tener grupos de individuos que crecen más, generalmente a costa de los otros, como en tiempos lo fueron los terratenientes y los burgueses, y pueden sufrir alteraciones anímicas que afecten a su crecimiento, como las motivadas por los extremismos religiosos.
Para que una sociedad libre no acabe convertida en una selva, es necesario limpiar el terreno de elementos nocivos, abonar el suelo pobre, podar lo que sobra, plantar cada elemento donde pueda dar más de sí, administrar correctamente la luz y el agua, impedir que los unos parasiten a los otros y hacer cuantas labores sean necesarias para que, dentro de la armonía necesaria, cada uno de los individuos dé el máximo que tiene dentro o de sí, pues cuanto más bien tengan unos más bien tendrán otros.
Al gobernante de la sociedad le corresponde manipular las condiciones medioambientales para que cada uno de los ciudadanos tenga la máxima envergadura posible, con la seguridad de que el máximo de sí de unos beneficiará a los otros. Si el gobernante (el jardinero), obsesionado con que todos sean iguales, corta los tallos que crecen de los árboles o arranca los brotes que nacen junto a los arroyos, tendrá, en efecto, una sociedad igual, pero una sociedad de suelos pobres, de escasa biodiversidad y de matojos.