De la Virgen de Luna a Villanueva de Córdoba y vuelta
Cuando el
atolondrado piar de los pájaros se aclaraba, se oían a lo lejos puros sonidos
de campo, como los cantos de algún gallo, los ladridos de varios perros e
incluso el tolón-tolón de cencerros.
Y eso que estábamos en mitad del pueblo. Eran, bien es verdad, las siete y media de la
mañana de un domingo, y a esa hora el pueblo es como un cortijo grande cerrado
a cal y canto, un cortijo de esos que de día son muy altaneros y dan miedo a
las fieras pero de noche cierran sus puertas e intentan pasar inadvertidos.
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21,677 km |
En
la ermita de la Virgen de Luna, no reparamos ni en los sonidos del campo ni en
ningún otro. Y aún más, casi no reparamos en nuestras propias voces. De los
tres que íbamos, dos llevábamos uno de esos aparatos que te van marcando la ruta
y te dicen la velocidad, y la cota, y la dirección, y luego te sacan un plano
del recorrido, y varios gráficos, y un montón de estadísticas, dos llevábamos
uno de esos aparatos –decía– y no hacíamos más que teclearlo y mirar la
pantallita, como hacen todos aquellos que se sientan en un bar y se ponen a
teclear en el móvil, ya estén solos o acompañados, para chatear con el que está
sentado enfrente o para mirar el tiempo que hace en donde están, dos llevábamos
uno de esos aparatos –repito– y anduvimos pendientes de él más tiempo del que
hubiera sido provechoso.
Como
lo provechoso era el campo, el amanecer y la compañía, a cultivar lo provechoso
nos aplicamos en cuanto nos percatamos de lo que verdaderamente nos interesaba.
Estaba recién amanecido, y el sol hacía brillar los prados secos y daba un tono
cobrizo al amarillo de los rastrojos. Tan cerca del horizonte, el sol aún se
deja fotografiar, sobre todo cuando se dispersa detrás de alguna encina, y yo,
que había echado la cámara grande, dejé que se adelantaran mis compañeros y les
hice algunas fotos a contraluz antes de volver a su lado y a su conversación.
El
camino de Villanueva de Córdoba a la Virgen de Luna es estrecho, discurre entre
cercas de piedra y al amparo del civilizado bosque de dehesa, lo que convierte
en uno de los más bonitos de la Jara. En algunos tramos, es curso ocasional de
agua en invierno (como ya tenemos comprobado) y, quizá por eso, tiene mucha
arena, lo que no dificulta el paso, que se puede hacer con ligereza tomando
alguno de los laterales, donde la tierra es más firme.
A unos cuantos
kilómetros del pueblo, empezamos a cruzarnos con coches, con ciclistas, con
corredores y con gente que iba andando, no muchos, los justos para anunciarnos
que había cerca una población y que sus habitantes se había despertado. Y, en
efecto, Villanueva de Córdoba, que se halla oculta detrás de un altozano, se
avistó de pronto al coronar una cuesta. Desde allí, aún nos quedaban unos
cuantos pasos. Los dimos por los ruedos despoblados de encinas y, tras dejar a
la derecha un huerto solar, entramos en el casco urbano por la calle
Pozoblanco.
Aunque
llevamos comida en las mochilas, acordamos aprovechar que estábamos en un
pueblo y tomarnos un café y unos churros, y buscando una churrería atravesamos
la plaza de España, seguimos por las calles Ramón y Cajal y Moreno de Pedrajas,
primero, y, luego, por la ronda del Calvario y la calle San Antonio, donde está
la panadería y churrería “Patillas”, un local en el que había varias personas
esperando. En la terraza del cercano mesón rural "Don Rollero", y a la sombra de
los árboles que confortan a los peatones, nos sentamos a comernos los churros y a
bebernos un café con leche y un vaso largo de agua con hielo que la guapa
muchacha que atiende la barra tuvo a bien servirnos afuera.
Aún
permanecimos un rato allí, disfrutando de la temperatura, de lo acogedor del
lugar y de la paz que da el cansancio, antes de retomar la marcha: nos quedaban
otros tantos kilómetros y el sol se había vuelto menos amigable.