La
ruta que propone Adroches para Pedroche corre unos cuantos metros junto a la
carretera de circunvalación y gira enseguida al sur para tomar el camino por el
que los pedrocheños hacían la romería de la Virgen de Luna. Los ruedos de
Pedroche están escasamente deforestados y por este camino el bosque de dehesa se
alcanza a la primera revuelta. Las últimas lluvias, insuficientes aún para los
arroyos y la capa freática, le han dado un vigor juvenil a la superficie de la
Tierra, que muestra unos colores intensos y limpios, como si el paisaje
estuviera recién pintado.
Después de esa pequeña y deslavazada
introducción, que viene muy a pelo para lo que sigue, voy a incumplir el noveno mandamiento del buen esparraguero, que es no citar el lugar donde uno encuentra
los espárragos: el caso es que ayer por la tarde (del día de abril que escribo
esto), cuando hacía ese recorrido, nada más entrar en la dehesa encontré un
espárrago enorme a la vera del camino. Un hallazgo así es una llamada de
atención inmediata. Cualquier esparraguero, ante semejante descubrimiento,
tiene la misma impresión que quien se tropieza con una pepita de oro y piensa:
si este espárrago enorme sigue aquí, tan a la vista, es porque debe haber un
tesoro de espárragos escondido entre las numerosas esparragueras que pueblan
este territorio. Y, a continuación, se pone a buscar espárragos.
Pero anochecería pronto y yo no iba en
el papel de esparraguero, sino en el de caminante (no iba a Rolex, sino a
setas). «Igual es el único espárrago que me encuentro –me dije–, y tendré que
portearlo todo el camino. Seguramente no haya más espárragos tan cerca del
pueblo. Es más, probablemente ese siga ahí porque está tan a la vista que la
gente que pasa por este camino no le ha prestado atención, como de común no se
le presta a las cosas importantes que tenemos más a mano».
Seguí andando, me puse a pensar en lo
poco que estimamos a las grandes personas que tenemos más cerca y hasta me
acordé de aquel vecino de Pedroche que debió ir a Porcuna para encontrar la
fortuna en su propia casa, lo que solo estaba remotamente relacionado con el
asunto del espárrago que me había encontrado. Andaba y pensaba. Y andando me
topé con otro espárrago enorme. «Son dos, solo dos. Es decir, uno –me dije
entonces–, porque el otro ya me lo he dejado atrás y no es caso que me vuelva
para cogerlo». Lo dejé y, de nuevo, seguí adelante, pero cualquier paciente lector
de estas páginas entenderá que ya no iba tan pensativo, sino más bien mirando a
un lado y a otro para comprobar si veía más espárragos.
Y, en efecto, me topé con ellos. Digo
topé porque seguía sin buscarlos, porque los veía sin esfuerzo asomando su cabeza
soberbiamente sobre las matas de esparraguera, por encima de la hierba y hasta
sobre las paredes de piedra que por allí delimitan el camino, como llamándome, seguramente
un punto cabreados, como si estuvieran pensando pero bueno, ¿y a este tío qué
le pasa?
Podía haber dejado el camino de
Adroches para otro día, que días hay muchos, haber sacado la navajilla que
siempre llevo cuando voy al campo y haberme puesto a coger los espárragos que
había en el mismo camino. Pero conforme más andaba más sentía que la mayoría de
los espárragos me los había dejado atrás y que el día estaba dando sus últimas
luces. «Como días hay muchos, vendré mañana con más tiempo», me dije, y con eso
me sosegué un poco. Y fue así como pude mirar el paisaje, que es hermoso en
todo el trazado y espectacular cuando muestra el este de Los Pedroches, con la
silueta gris de sierra Madrona en el fondo izquierdo.
El día siguiente (ese en el que iba a
ir a coger los espárragos que dejé) es hoy. Hoy, ya se puede imaginar el
lector, no he tenido tiempo hasta ahora para ir al campo, pero el tiempo que
tengo ahora lo he dedicado a escribir esto. Hoy, en fin, ya ha pasado y mañana
seguramente sea demasiado tarde.
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