(Publicado hace mucho tiempo en el semanario Los Pedroches información con el título «Europa»)
La semana siguiente a la de las Elecciones Europeas he estado en la oficina de la Seguridad Social de Peñarroya para obtener la tarjeta sanitaria europea. Un funcionario amable y eficiente me ha pedido que me siente frente a su mesa y en menos de dos minutos, sin hacer cola ni firmar nada, y sin pagar un céntimo, me ha entregado una tarjeta como las de crédito con la que podré recibir asistencia sanitaria en la mayoría de los países de Europa. En el acto, me asombro con la eficiencia de la Administración y así se lo hago saber al funcionario. En la soledad del camino de vuelta, oigo a Felipe González entrevistado en la radio. La construcción de Europa es irreversible, dice, y pone de ejemplo que a unos jóvenes daneses ya nunca podrá decírseles que para venir a España deben atravesar varios puestos fronterizos.
Yo soy como esos jóvenes daneses, pienso. Con mi tarjeta sanitaria europea en la cartera, puedo recibir asistencia sanitaria en cualquier país de Europa. Con el dinero que ahora tengo en el bolsillo, puedo pagar en cualquier comercio de Europa. Con mi carné de identidad puedo identificarme ante cualquier autoridad europea. Para quien vive en un pueblo de la España interior, todas estas meditaciones pueden parecer tontas ensoñaciones, aspiraciones baladíes. Para mí, no. Sé de sobra que muchas subvenciones y muchas obras públicas se hacen con dinero de Bruselas y sé, sobre todo, que frente a la confrontación aldeana, a los conflictos patrioteros, a la división, a las alambradas y las fronteras, frente a las barreras religiosas y culturales, debe haber una aspiración a la universalidad y a la idea del amor al hombre por el hombre que para mí encarna una Europa tolerante, culta y social, una Europa por la que ahora me propongo viajar y que quizá un día sea el país de mis hijos.
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