“Currito”, dice la gente –y así se
reconoce por la Real Academia de la Lengua–, es un “trabajador que realiza
labores sin importancia”. La vida está llena de simples curritos o, para
decirlo con un sentido más acertado, de personas humildes que prestan labores sencillas,
muchas veces sirviendo a los demás.
A las personas que se pasan la vida
sirviendo a los demás, y solo eso, se las suele querer sin palmas y sin
abrazos. Como no escriben libros ni meten goles, no tienen el reconocimiento
público. Como no dan voces ni se quejan, parece que no necesitan afectos, que
son felices por naturaleza y que siempre están contentas. Son personas
condenadas al olvido en cuanto no se las necesita o no se las tiene presentes.
Casualmente, Currito también se
llama un puente que hay sobre el río Guadalmez, entre Torrecampo y Conquista.
El nombre le viene al pelo porque realizó la poco reconocida labor de ayudar a
cruzar el río a personas y caballerías hasta que llegaron los coches y se hizo
un puente más grande en otro sitio. Entonces, casi todo el mundo se olvidó de
él. Hasta el punto de que yo, que llevó una pila de años trabajando muy cerca
de donde se ubica, no lo había oído nombrar.
Ahí sigue, sin embargo, inútil para
su labor pero tan elegante y tan hermoso como un prejubilado de cincuenta años,
sobre un río que ya no es cruzado por camino alguno. Al verlo y conocer su
nombre, es fácil acordarse de las mujeres que han cuidado o cuidan de sus
hijos, de sus maridos, de sus padres y de sus nietos, de los trabajadores que
echan mano al alba y no paran hasta el anochecer y de los demás curritos del
mundo.
* La ruta que seguimos está aquí.