Ayer por la tarde, poco antes del
anochecer, fui por un camino cercano al pueblo y corté bastantes cardos. Eran
del tipo mariano, de esos que tienen una corola púrpura con unas puntitas
blancas sobre como una pelota de la que salen unas púas enormes, de esos que
tienen unas hojas y unos tallos muy pinchosos y no mira nadie, aunque son muy
bonitos.
Los cogí con unas tijeras y unos guantes
gruesos y me los traje sin atar ni formar con ellos un pequeño haz, enganchados
unos en las espinas de los otros sobre la mano abierta, el brazo doblado por el
codo, el antebrazo extendido al frente, en una posición ciertamente incómoda
que me obligaba a cambiar de mano de vez en cuando. Iba llamando la atención, me
di cuenta, por poca curiosidad que tuvieran y comprensivos que fueran los
paseantes con los que me crucé, que fueron bastantes. ¿Para qué querrá ese
hombre esa maraña de cardos?, habría dicho yo, y yo soy una persona corriente,
así que eso debió de pensar cualquiera.
Los dejé en el patio y Carmen,
luego, hizo un ramo con los más vistosos, que puso sobre la mesa del comedor. Tampoco
es frecuente un ramo de cardos. «Es original», dijo ella.
Y hermoso, añado yo. Es hermoso
porque las flores se abren en cepillitos de un color blanco y púrpura muy llamativo,
por la increíble forma esférica que toma su capítulo de púas gigantescas y porque
son bonitos su tallo, sus hojas y sus agudísimas espinas.
Y es hermoso por lo que
representa. En tiempos, los cardos marianos tuvieron muchos usos medicinales y hasta
se dice que fueron cobijo para la Virgen en su huida a Egipto (de ahí su
nombre), pero hoy, al menos aquí, no son nada, no sirven para nada. No se les
considera ni siquiera hermosos. Pasan totalmente inadvertidos, aunque son
fundamentales para la armonía del paisaje. Con los cardos ocurre lo que con esas
personas que están ahí, ayudándonos, dando todo lo que tienen dentro de sí, y
es como si no estuvieran. De esas que hermosean el paisaje pero nadie repara en
ellas. De las que tienen cualidades que nadie explota, que nadie quiere.
Los cardos viven en los bordes de
los caminos, en las cunetas, donde hay toda clase de animales que los
devorarían si no se protegieran, expuestos a todos los peligros del que se
halla sumamente a la vista. Los cardos son callados y humildes y, entre tantos
enemigos, no han tenido otra forma de salir adelante que volviéndose ásperos y
pinchudos, como les ocurre a muchas personas calladas y humildes que viven
rodeadas de enemigos. Esas personas, aparentemente rudas, aparentemente ariscas,
son en realidad sumamente tiernas y, como los cardos, guardan dentro de sí un tesoro
que a nadie aprovecha.