2-5-2020
El día, como recién hecho, de esos que debía haber en el
Génesis para mayor gloria de quien, solo unos días más tarde, tuvo la santa
ocurrencia de crear a los hombres y a las mujeres, esos seres desagradecidos que
acabaron estropeándoselo todo. El sol, en el sitio de siempre, que es el mejor
de los posibles, brillando como es maravilla, dando una luz tan diáfana que parecía pasada
por una depuradora y una calidez mansa, que alegraba la cara sin provocar calor.
Una nubecillas blancas de adorno con formas sugerentes. Una temperatura que era
la ideal para todos, algo que de tan increíble parecería milagroso incluso para
personas como yo, que soy muy dado a la incredulidad: para los que les gusta más
alta, más alta, para los que les gusta más baja, pues más baja. Como a gusto
del consumidor. Y así todo.
Las cosas, como del escaparate de una pastelería, todas
diciendo cómeme, de puro seductoras, exuberantes y cremosas. Las tejas, por
ejemplo, sin máculas de suciedades ni humedad, de un «rojerío» rojo que era digno
de llamar a asombro. Las paredes blancas de un blanco nuclear, como las de
aquel anuncio en el que una señora mayor decía que la ropa de sus nietecitos quedaba
blanca como la naca utilizando ahora no recuerdo qué detergente. Y así todos
los colores. Y todos perfectamente conjugados, en una armonía que llenaba el
alma de blandura y felicidad. Y otro tanto podría decir de las formas, de
manera que donde debía haber una línea curva, había una línea curva, y donde
una línea recta, había una línea recta. Y podría decirlo de las texturas: la de
ladrillo, la de madera, la de granito, que por aquí se lleva mucho, y todas las
demás, que se podían palpar con la mirada y era como si se hubiera puesto uno
un guante de seda en los ojos.
La vegetación enorme, disparatada, como la que recuerdo de
aquella Historia Sagrada que venía en la enciclopedia Álvarez Pérez, donde yo
estudiaba cuando era chico. Eso que aquí llamamos «avenas locas», por ejemplo,
casi tan altas como yo. ¡Qué digo casi, como yo! O no, más altas, sí, mucho más
altas que yo. Los jaramagos no demasiado grandes, que a esas hierbas parece que
le sienta mejor el mal tiempo que el bueno, pero grandes de todas formas. Las
malvas, impresionantemente hermosas, todas con unas flores tan vistosas como no
se han visto nunca. Las amapolas a millones, en los bordes de la calzada y en
la lejanía, donde formaban manchas compactas entre los distintos tonos de hierba,
formando una imagen que a buen seguro guardarán en la memoria los pintores para
llevarla a esos cuadros que idealizan la primavera. Y había más, que no nombro
porque estoy viendo que de puro júbilo la crónica se me está yendo de las manos.
¿Y la gente? Lo que cuento era por el borde norte de Pozoblanco,
avenida Carlos Cano, en el tramo nuevo del camino del «Colesterol» tal día como
hoy, hace un rato. Desde ahí se puede ver la línea de montañas de la sierra de
Santa Eufemia, el pueblo de Añora, un sinnúmero de casitas de campo y el campo
mismo, que está como no se recuerda, de lo mucho que ha llovido en abril. El alma, en
fin, se regocija siempre paseando por esos lares, pero más con las trazas
que tiene ahora todo, como vengo diciendo. Así que la gente estaba contenta.
Eso se veía enseguida. Le ha sentado bien salir un rato y andar por donde
solía.
Yo creo que hasta le ha sentado bien el confinamiento a sus
cuerpos, por mucho que digan lo contrario sus dolientes. Los he visto a todos
más lozanos, a ellos y a ellas. Más «tiposos», incluso, como más en su ser
natural, que es el más agradecido. A los que les sientan bien los kilos, por
ejemplo, los he visto un poco más gorditos. Y a los que les sienta mejor la
delgadez, con menos kilos que antes. Las mujeres, en particular, iban de una belleza
subida. ¡Qué talles más tentadores, qué ojos por encima de esas mascarillas, con
qué finura me han obsequiado aquellas con las que he hablado, qué extremosa delicadeza
verlas venir desde lejos o verlas irse a su paso, con esa gracia de movimientos
que parecía obra de la brisa!
Dirán que exagero, pero no, no exagero ni un ápice. Hoy todo
era así. Yo soy fedatario público y no puedo ni exagerar ni echar mentiras.