3-5-2020
Me gusta que los niños hagan deporte de grupo, que formen
parte de un equipo y se sometan a unos entrenamientos y una competición, porque
el deporte enseña mucho. Enseña que si te esfuerzas, que si entrenas, mejoras.
Enseña que tu éxito es el éxito del equipo y al revés, de manera que tu
aportación es determinante para el conjunto, igual que lo es la de tus
compañeros. Enseña que no siempre puedes jugar, porque hay otros que
seguramente lo hacen mejor que tú, y así continuará siendo mientras no mejores.
Enseña que si esos que juegan mientras tú estás en el banquillo no lo hacen mejor
que tú, te jodes y te aguantas, porque hay una voluntad superior a la tuya, que
es a la que se le ha atribuido la autoridad. Enseña que te debes ajustar a las
normas del juego, que son iguales para todos. Enseña que hay un adversario al
que debes respetar y, si es mejor que tú, admirar e imitar. Y, entre otras
cosas más, enseña que hay una voluntad superior (arbitraria, si se quiere) a la
cual se le atribuye en exclusiva la potestad de interpretar que los hechos se
ajustan a las reglas, porque siempre es mejor una voluntad arbitraria que (en
el fútbol, por ejemplo) 22 voluntades perfectamente justificadas, cada una con
sus intereses, sus razones y sus excusas.
Es bueno que los niños hagan deporte de competición especialmente
en sociedades como la nuestra, que han renegado de la autoridad paterna, de la
autoridad del maestro y de las demás autoridades, incluida la autoridad política,
con ese cuento de que en toda autoridad anida un autócrata, por muy bien ejercida
que esté, producto seguramente de un complejo colectivo de culpabilidad, consecuencia
de muchos años de dictadura.
Es bueno porque nunca disfrutamos en grupo de las victorias y
nunca sufrimos en grupo las derrotas, ya que tenemos, en general, poco espíritu
de unidad (ni por territorios, ni por ideas, ni por casi nada), de manera que
siempre acabamos atribuyéndonos el triunfo y culpando a los otros de las
derrotas, porque siempre acabamos confundiendo los enemigos con los simples
adversarios y viendo adversarios y enemigos incluso entre los nuestros. Porque
siempre hay alguien que saca una bandera que diferencia, o una consigna que
diferencia, o un himno que diferencia, porque saca una flauta y toca una
melodía mágica, y hay un montón de gente que lo sigue como idiotizada.
Es bueno porque siempre hay voces que ahondan desde un escaño
o una tribuna en la tremenda injusticia que se está cometiendo contigo, contigo
y con nadie más, tú, que te merecerías un equipo para ti solo, unas normas para
ti solo y hasta un árbitro para ti solo. Porque siempre hay un líder que reparte
folletos con una idea difícil de rebatir: que tú eres lo más grande; que tú eres
el hijo y el Estado, tu padre; que tú tienes los derechos y el Estado, las
obligaciones. Porque tenemos muy poca tolerancia a la frustración.
El deporte de equipo y la música orquestal enseñan mucho, yo
creo. Hay entrenamiento o ensayo, normas, autoridad y un resultado común. A la
vista de lo que pasa, quizá deberían federarnos todos en algún deporte o
ponernos en alguna orquesta bajo la batuta de un director. Y cuando digo todos
digo todos, sin excepción.