El autobús que me ha
traído hasta Saint-Jean-Pied-de-Port estaba lleno de peregrinos, pero me ha
dado la impresión de que todos ellos, en cuanto descargaron del vientre del vehículo
su mochila y se la echaron a la espalda, se fueron con ella a su alojamiento,
donde aguardarían hasta el día siguiente para iniciar el Camino. Yo tengo
pensado iniciarlo hoy, ahora, de modo que le doy una vuelta a las calles más
próximas a la parada del autobús, peatonales, pavimentada con pavés y llenas
de turistas, y enseguida tomo la dirección de esos Pirineos que tengo frente a
mí y me separan de España.
Los días son largos. Hay
tiempo. Aunque ya es más tarde del mediodía, por mal que se me dé llegaré con
luz a mi destino. Me digo todo eso porque tengo una pizca de preocupación. La
información disponible da dos posibles vías. Una, la ruta de Napoleón, la más
difícil y la más bonita. La otra, la de Valcarlos, menos difícil y menos
bonita. La segunda es obligatoria en invierno, cuando los montes están nevados,
y se recomienda como la opción más sensata para gente que no las tiene todas
consigo. Por ejemplo (y esto es cosa mía), para gente que va sola, tiene más de
sesenta y cinco años y el valor se le supone, solo se le supone. Como doy el
perfil de la segunda, al perfil me atengo.
Saint-Jean es un pueblo
pequeño y en cuanto doy unos cuantos pasos me encuentro andando, loma arriba
loma abajo, por un camino asfaltado que me conduce entre granjas y pequeñas
explotaciones agrícolas hasta las primeras cuestas. No veo a nadie andando sino
hasta un par de kilómetros más adelante, que me encuentro a una chica coreana
haciendo fotos con una gran mochila a la espalda. Digo coreana por sus rasgos
asiáticos y porque tengo entendido que son una de las nacionalidades más
proclives a venir, gracias a la influencia que tuvo allí la serie documental The
Way of Santiago, emitida en 2004, que mostró a varios nacionales de aquel
país haciendo el Camino, al que presentó como una experiencia transformadora.
Los coreanos son muy
amables y ceremoniosos. Al menos los coreanos que andan por aquí, que son
muchos. Se protegen a conciencia del sol, incluso con indumentaria oscura. Todos
te sonríen y casi todos agachan la cabeza en señal de respeto cuando te desean
el «buen camino». Esta también hace todo eso. De modo que deja un buen sabor de
boca en mi memoria mientras voy adentrándome en la ruta. Especialmente porque
no veo a nadie más. A ningún caminante, quiero decir.
La ruta deja a la
izquierda una carretera francesa, cuya cercanía se siente o se presiente hasta
que llegas a Arnéguy, un pequeño pueblo en el que he entrado a tomar una Coca-cola
y me han hablado en francés, como en francés hablaban los numerosos parroquianos.
Si digo lo del francés es porque antes, junto con el euskera, he empezado a ver
carteles en español. Luego he visto que hay un puente sobre un río que separa
España de Francia, pero allí, en ese pequeño casco urbano conjunto, yo no supe
si salía de Francia para entrar en España o salía de España para entrar en
Francia. O si he salido y entrado varias veces, pues he tenido la impresión de
que la frontera no existía ni siquiera como algo mental, y que españoles y
franceses compartían el pueblo, y el bosque que nos circundaba, y las montañas,
y el cielo, y el río y todo lo demás, incluido el destino. Algo fabuloso para
los que no creemos en los nacionalismos ni en las barreras.
Desde ahí, el Camino se
ahonda más en el bosque, dejando ahora a la derecha la carretera nacional 135
de España. Iba bien, pero me ha costado subir la cuesta con trazas de pared que
hay antes de Valcarlos, donde he entrado en un bar para pedir una botella de
agua, pues había agotado mis existencias. En un banco de la pequeña plaza que
hay junto al ayuntamiento, me he sentado para tomar el bocadillo. Desde allí he
visto pasar a un peregrino ciclista del que hablaré luego, que me ha llamado la
atención porque iba dando muchos pedales para adelantar muy poco. «Creo que va
más despacio que yo», me he dicho.
De Valcarlos hasta el
puerto de Ibañeta la ruta sigue unas veces por el mismo arcén de la nacional y
otras por mitad del bosque. Cuando vas por la carretera, hay que tener cuidado
con los vehículos, pues el arcén es muy pequeño o no existe. Cuando vas por el
bosque, por senderos en los que apenas cabe una persona, hay que tener cuidado
con las señalizaciones y echar mano de todas tus fuerzas, dado que las
pendientes son muy pronunciadas.
Esto se tarda poco en
escribir y mucho menos en leer, pero puedo asegurar que me ha costado un mundo
llegar hasta la cima del puerto. Y que desde que vi a la muchacha coreana hasta
ahí no he visto a ningún caminante. ¿Habrán salido mucho antes que yo? ¿Habrán
tomado todos la ruta de Napoleón?, me dicho en aquellas soledades. ¿Y si me
tuerzo un tobillo? ¿Y si me pasa algo?
Más de seis horas después
de la salida, he llegado al puerto, ya digo. Y allí me ha adelantado una
muchacha estadounidense (o sea, que no iba tan solo) y me he encontrado con el
ciclista al que antes me referí. Me he dirigido a él y le he hablado. Es de
Murcia y tiene cuarenta y tantos años. Está haciendo por segunda vez el Camino,
pero me ha confesado que no va bien. Le ha costado mucho subir el puerto. «Fíjate
que me han adelantado unos que iban andando por la carretera», me ha dicho
consternado. Pensaba que le iba a ser más fácil, pero con lo que ha sufrido no
sabe qué hará. Le doy ánimos, pero la verdad es que dándole ánimos le miento,
pues creo que no está para seguir.
El que sigue soy yo. Cuesta
abajo ya hasta que llegó a Roncesvalles, donde entró por equivocación en el
patio del albergue, que es lo primero que se pilla viniendo desde el norte, un descampado
no muy distinto al de una prisión en el que quince o veinte peregrinos
descansan medio alelados, como idos, como almas en pena. O como si hubieran
visto llegar a ese muerto viviente que soy yo.
Mi reloj marcaba entonces
27,06 kilómetros.