lunes, 23 de junio de 2025

5. Estella o El diablo era un gato

 

Hace calor. Yo soy del Sur y le tengo al calor mucho respeto, pero no veo que algunos compañeros peregrinos le tengan la misma consideración. Al sol se lo tienen los coreanos, que van con sombreros oscuros especiales, de muchos de los cuales cuelgan largas telas atrás, hacia la nuca, como si fueran gorras legionarias o de faldón. Y he visto a mujeres de ese país que también llevan la cara tapada. Al sol, sí, ya digo, pero el calor no es lo mismo que el sol. Tú puedes ir bien protegido contra el sol, pero andar a mediodía por esos caminos de Dios con el calor achuchando no parece de gente prudente, por muy buen sombrero que tengas. Y, aunque la mayoría de los peregrinos son madrugadores, también los hay que salen a horas tardías, o que a horas tardías tienen buena parte del camino por recorrer. 

El calor, además, puede nublar las mentes. No sé si será la causa en la anécdota que voy a contar, pero conviene recordarlo aquí por si pudiera atribuirse al calor buena parte de lo que sucedió. 

Estaba pasando por un pequeño pueblo, en cuesta arriba, e iba ayudándome de los bastones. Era una calle normal, más corta que larga, ni ancha ni estrecha, y no había nadie excepto yo. Entonces, noté que alguien me llamaba a mi izquierda. Que me reñía, más bien. Al principio, no lo entendí. ¿Me hablaban en euskera? Miré hacia donde había salido la voz y vi una imagen no muy distinta de un cuadro que debe describirse bien: había una ventana en la planta baja. Y en la ventana había una muchacha joven, y una maceta, y un gato ceniciento. Lo pongo así y, y, y, para que se entienda bien la separación de los tres elementos, porque la separación es muy importante. La maceta estaba sobre el alféizar, a la derecha, era rectangular y tenía una planta con flores que no supe identificar. El gato también estaba sobre el alféizar, pero a la izquierda, mirándome seguro y relajado, en una postura de pan de molde, con las patas delanteras y las traseras debajo de su cuerpo. La muchacha estaba de pie, entre la maceta y el gato. Era morena y muy joven. 

Cuando vi aquel cuadro, supe que no me habían hablado en euskera, sino en inglés. Y, aunque traduje lo que quería decirme la muchacha, no acababa de entenderlo. Por eso mi respuesta fue una pregunta. 

«¿Me estás diciendo que voy haciendo mucho ruido?», le dije, ya parado. 

«Un ruido del copón», me contestó, así, literal. Y en español, en el mismo idioma que le había hablado yo. 

Me dejó estupefacto. No tanto sin argumentos como sin voz. Así que fue ella la que continuó hablando. 

«Es que no eres tú solo, sino cientos de peregrinos metiendo ruido con sus bastones», me dijo. 

«Perdona. No me había dado cuenta. No volverá a pasar», le contesté. Y seguí subiendo la cuesta, ya sin la ayuda de mis bastones. 

Ahora, lo de «no volverá a pasar» me parece bastante ingenioso, pero yo no soy nada ocurrente y entonces lo dije de buena fe y sin pensar. Fue luego, conforme me iba recobrando de la sorpresa, como fui tomando idea de lo que había pasado: o sea, que una muchacha estaba ahí, con la ventana abierta, parada y esperando a que pasaran los caminantes, para abroncar a los que fueran haciendo ruido con los bastones. ¿Cuánto ruido se puede hacer con unos bastones de senderismo, Dios mío? ¿El mismo o menos que una moto, que un coche, que una bicicleta, que un patinete, que una señora con tacones? ¿Le reñiría, también, a todas las motos, a todos los coches… a todas las señoras con tacones que pasaran frente a su ventana?


 

Las horas del caminante son largas y, en soledad, se hacen más largas todavía. El caminante piensa mucho. Y si ha sido amonestado, piensa mucho en la causa de la amonestación. ¿Le pasaría algo a aquella muchacha? Tal vez tuviera un mal día. Igual estaba preparando un examen dificilísimo y cualquier ruidito se le hacía como el de una discoteca. Pero, entonces, ¿por qué tenía las ventanas abiertas? La casa era de pueblo, grande y de paredes gruesas, y fuera hacía calor. Con las ventanas cerradas habría menos ruido en la habitación y la temperatura sería más confortable. ¿Tendría la muchacha alguna patología relacionada con el oído? ¿Oiría demasiado? Nunca he oído que un oído demasiado bueno pudiera ser un inconveniente, pero uno nunca sabe. ¿Tendría algún trastorno emocional relacionado con los nervios? ¿Tendría palpitaciones, sudoración, temblores, dificultad para respirar? 

Hago todas estas consideraciones para reflejar mejor el ánimo que tenía mientras iba caminando. Y el caso es que al cabo de varios kilómetros dejé de pensar en la muchacha para pensar en el gato. Lo veía quieto, tranquilo y mirándome. Mirándome y como sonriendo por lo bajini, sarcásticamente. Mirándome con inteligencia. Con más inteligencia que la muchacha, que parecía una marioneta de él. El gato es la clave, acabé pensando. El gato es el verdadero dueño de la escena y ahí ha ocurrido lo que ha mandado él. El gato, sí, el gato. 

Más tarde, anduve un tiempo con una pareja de Sevilla que estaba haciendo cinco etapas del Camino desde una base en Pamplona y, a lo largo de la conversación, les expuse lo que me había pasado con la muchacha. Ellos se mostraron bastante comprensivos con ella, quizá porque no usaban bastones. Por lo que pusieran pensar sobre mí, no les revelé las sospechas que tenía sobre el gato. 

De esa jornada, solo me queda decir que al llegar a mi destino mi reloj marcaba 23,53 kilómetros. 




Aquí, la etapa en GRONZE