Roncesvalles en una leyenda y unas cuantas casas. Cuando se lo digo a un amigo que me llama por teléfono, casi no se lo cree, porque Roncesvalles es muy renombrado. «Hay dos cafeterías, un hotel, un albergue y una colegiata a oscuras que se ilumina si pones un euro en una caja que hay a la entrada. Poco más, y, aun así, la fama que tiene es bien merecida», le digo. «¿Por qué?», me pregunta. «Porque el paisaje es espectacular, porque es tierra de frontera y ha sido el escenario de grandes hechos históricos y porque unos inician aquí la aventura de su peregrinación y otros aún están sobrecogidos por la dureza de la jornada anterior, que los obligó, partiendo de Saint Jean, a cruzar los Pirineos».
¿Será todo el Camino así?, estoy seguro
de que se preguntan con preocupación estos últimos, por más que hayan leído
sobre la naturaleza del trazado.
La hoja de ruta de hoy habla de
ríos y riachuelos, de caminos ásperos y de veredas que discurren entre bosques
frondosos, y dice que, aunque hay algunas cuestas arriba, la etapa es
mayoritariamente cuesta abajo. Y así es, en efecto. Aunque a veces esas cuestas
abajo son auténticos caminos de cabras, demasiado pronunciadas como para no
suponer un riesgo y con las láminas de los estratos geológicos levantadas en
vertical, amenazantes como cuchillas afiladas.
No es el único riesgo del Camino.
Lo digo porque hoy he tenido que auxiliar a dos compañeros peregrinos que se
habían perdido. La primera, también me había perdido yo, que ando por ahí
ensimismado en mis cosas y en las cosas más etéreas del mundo y enseguida dejo
de mirar donde debo, esto es, a las flechas amarillas que indican la dirección
a tomar. Pero yo, cuando me pierdo (lo que ocurre con cierta frecuencia), miro
mi reloj o mi teléfono y rectifico. Me había perdido, ya digo, y me encontré
con una señora americana que también se había perdido.
Y ahora quiero hacer dos
puntualizaciones. La primera, sobre el adjetivo. Cuando digo «americana» quiero
decir estadounidense (y así ocurrirá en el futuro de estas narraciones). La
segunda, sobre el sustantivo. Y es que cuando digo «señora» quiero decir que
tenía cierta edad. ¿Cuánta, más o menos? La verdad es que me cuesta ponerle
edad a las señoras. No sé si tenía más o menos edad que yo, vaya. Yo la veía
mayor, pero a saber. Para ser mayor que yo tiene que ser muy mayor. Así que no
sé.
Bueno, que la señora se había
perdido y me pidió por favor que le dijera por dónde tenía que seguir. A mí
aquello me preocupó un poco. ¿Y si no me encuentra a mí? ¿Puede alguien
lanzarse a hacer lo que estábamos haciendo confiado solo en las conchas y en las
flechas amarillas? Yo enseguida le señalé el camino verdadero y le dije que me
siguiera hasta que diéramos con las flechas, lo que ella agradeció e hizo de
inmediato. No mucho después, entramos los dos en un pueblo y ella se encontró
con lo que debía ser el resto de su grupo, que estaba tomando un refrigerio en
la terraza de un bar, que es donde suelen reunirse los caminantes, aunque a lo
largo del Camino haya muchas iglesias, muchas ermitas, muchas basílicas, muchos
conventos y muchas colegiatas por todas partes, todas antiguas, monumentales y
hermosas.
El otro compañero que se había
perdido era de Holanda. De mi edad, más o menos, o quizá más joven. Sí, un poco
más joven. Lo digo porque la edad de los hombres la calibro mejor que la de las
mujeres. En este caso, es que no estaba claro por dónde había que seguir y yo
le enseñé mi reloj y le indiqué la dirección correcta. Con el holandés he ido
hablando al tiempo que andábamos, aunque ahora no recuerdo muy bien de qué. De
eso que se habla con cualquiera en cualquier parte, seguramente. Hablamos hasta
que él se dio cuenta de que íbamos muy deprisa y me despidió con un «sigue tú,
que yo tengo que parar un rato».
Luego he tenido un encuentro curiosísimo. Cerca de Bizcarreta, nada más pasar un arroyo, me encontré con lo que parecía un puesto ambulante de libros y botas, aunque si leías un cartelito que había en varios idiomas colgando de una cuerda, como si fuera ropa tendida, te dabas cuenta de que aquello era la biblioteca Kili-kili y los libros te los podías llevar para leerlos en el Camino.
Justo enfrente de aquello, había
un señor labrando un huertecillo. Me acerqué a él y le pregunté si tenía algo
que ver con aquellas botas y aquellos libros. «Yo no. Hable usted con el señor
que hay adentro». Yo miré hacia aquella especie de puesto. Detrás,
efectivamente, había una pequeña senda y unas escaleritas que conducían por un
hueco abierto en una barrera vegetal. «Vaya, vaya, y hable con él», me animó el
hortelano. Como me apetecía, lo hice. Caminé, subí las escaleritas y crucé la barrera.
Y más allá había una especie de campamento circular, con distintas tiendas, carromatos y tenderetes. De una de ellas, salió un hombre. Pedro, se llamaba. Yo me presenté y le hice saber mi curiosidad. Al parecer, forma parte como voluntario de la asociación Los traperos de Emaús, de la que yo no recuerdo haber oído hablar, aunque luego he sabido que es bastante famosa. Pedro, con una voz dulce y cadenciosa, me enseñó lo que había en cada uno de los tenderetes y me explicó lo que se ofrecía en ellos y a lo que se dedicaba la asociación a la que pertenecía. Y, más específicamente, a lo que se dedicaba aquel lugar, que, en resumen, era ofrecer descanso y cultura a los caminantes.
Descanso y cultura me ofreció a mí su conversación, sobre la que estuve meditando buena parte del camino que me restaba hasta Zubiri, a donde llegué sin mayores problemas después de haber recorrido 22,75 kilómetros, según mi reloj.