De
Logroño, el Camino sale por un bonito parque periurbano, en el que coincidimos
peregrinos y nativos madrugadores que van a hacer ejercicio. El día es soleado,
precioso, y la mañana es lo suficientemente fresca como para que a cualquiera le entren ganas de disfrutar
el día. Y cuando digo a cualquiera, digo a cualquiera. A los hombres y a las
mujeres, a los viejos y a los jóvenes, a los listos y a los tontos... a los
primos y a los «cuñados».
He
puesto primo sin comillas y cuñado con ellas porque la RAE admite para primo la
acepción coloquial «persona incauta que se deja engañar o explotar fácilmente»,
en tanto que para cuñado no admite la acepción coloquial en España que lo toma
por una persona que opina sobre cualquier tema con un aire de
superioridad o de gran conocimiento, aunque en realidad no tenga ni idea o su
argumento esté lleno de tópicos y frases hechas.
Bueno, que me he encontrado con
uno de estos «cuñados». Yo lo vi venir de frente, lo que no era extraño, dado
que como he dicho estábamos en un parque periurbano. Era algo más joven que yo,
creo, y llevaba puesto uno de esos sombreros de senderistas que son de tela y van
curvando el ala, como haciendo olas (yo tengo uno de esos, o dos, y son muy
versátiles, porque puedes meterlos hasta en el bolsillo sin que se deformen).
Se paró frente a mí y en inglés me preguntó que de dónde era. Cuando alguien de
muy lejos me pregunta eso, yo suelo responder de una forma que le resulte
comprensible. Si le dijera a un español que de Pozoblanco, en Los Pedroches, Córdoba,
me entendería, seguro, pero no podía contestarle eso a alguien que me estaba
preguntando en inglés, así que en mi inglés de nivel medio le contesté que de
España, de Andalucía.
«Ah, bueno», me contestó entonces
con un punto de decepción, ya en español. «Es que busco peregrinos para
practicar mi inglés». Podía haberse quedado ahí. Buenos días, buen camino y
adiós. Pero no. Como era un auténtico «cuñado», asumió ese papel y, acto
seguido, me dijo que había estado en Inglaterra trabajando de camarero mientras
aprendía inglés y, para lo que viene al caso, que conocía muy bien Andalucía.
Me habló de Málaga y de otros sitios. Y me dijo que en Extremadura y en Andalucía
había mucha incultura, así, sin anestesia.
Lo que viene al caso es que me lo
estaba diciendo a mí, que soy de Andalucía. Yo enseguida pensé que ese hombre
era tonto, pero por supuesto no se lo dije y tampoco hice gesto alguno para que
se me notara. Intenté convencerlo de lo contrario, eso sí. «Nadie conoce bien
lo que es, ciertamente, pero yo aseguraría que en estos tiempos en Extremadura
y Andalucía hay más o menos la misma cultura que en otros sitios», le dije,
haciendo hincapié en lo de «en estos tiempos». Y allí mismo recordé a esos que
entraban en mi despacho en el ayuntamiento con aire de superioridad solo porque
vivían en Madrid y nosotros seguíamos en el pueblo.
Como me resistía, él no solo
insistió, sino que intentó convencerme, no con razones, sino con el testimonio
de amigos suyos que habían viajado por Extremadura y Andalucía y se habían
asombrado del grado de incultura que había por allí. Fulanito, y Menganito, y zutanito.
Y me daba detalles de quiénes eran. Que si fue por esto o por lo otro, y que si
había estado allí de guardia civil y cosas así.
En un momento determinado, me pudo
la inmodestia y le respondí que yo también era andaluz y no creo que diera el
perfil de las personas de las que me estaba hablando. Le dio igual. Él siguió a
lo suyo, ya conmigo en plan resignación. Así hasta que vio venir a una muchacha
alta, rubia y muy guapa, que iba sola y llevaba una considerable mochila a las
espaldas. Entonces, se apartó de mí sin despedirse ni decir palabra, se puso
enfrente de ella, justo a mi izquierda, y le preguntó en inglés de dónde era.
Era americana. Es que estoy practicando inglés, oí que le dijo. Total, el mismo
rollo que conmigo.
Yo lo miré, con desdén,
evidentemente, y seguí mi camino. Menos mal que en el Camino hay tontos, como
este, y gente fuera de lo común por lo humildes y lo inteligentes. Mucho más
adelante, me encontré con uno de ellos. En esta ocasión fui yo el que, al verlo
venir de frente, lo paré y le pregunté si estaba haciendo el camino de vuelta.
Era un tipo alto, treintañero, tenía la piel curtida y llevaba una considerable
mochila. Con una expresión afable, me contestó que no, que había ido de Sevilla a
Astorga por la vía de la Plata y que de allí había cogido el camino Francés,
porque quería llegar a su ciudad, Ginebra, en Suiza. «¿Andando?». «Andando». Tú
eres un gran hombre, le dije, o algo parecido. A lo que me contestó que no, que
era una persona común, como cualquiera. Pero lo que tú estás haciendo es
extraordinario, me justifiqué. Y él, que no, que cualquiera que hiciera el
Camino es extraordinario, haga el trazado que haga y lo haga de una forma o de
otra.
Para mí, él era extraordinario de
muchas maneras y todas me producían admiración. Pero no insistí. Me limité a
desearle suerte y buen camino hasta su tierra y le dije que me alegraba de
haberlo conocido.
Cuando llegué a Nájera, mi reloj
había computado 25,41 kilómetros.