Como
los brigadas encargados de la cocina del que fue mi cuartel, a los que me he referido un par de entradas más abajo, muchos jefes
de la Administración no intentan solucionar los problemas de fondo del sistema.
Por un lado, siguen obligando a parte del personal al ejercicio de un trabajo
excesivo sin el acompañamiento de una mayor gratificación, y, por otro, para
superar la exigua productividad de sus subordinados y sus propios errores
acuden a la fórmula de incrementar el número de los recursos humanos.
En general,
la Administración española posee más servicios de los que se puede permitir de
acuerdo con los recursos del país, dedica a su funcionamiento y al control de
las relaciones entre las instituciones que la integran unos recursos
desmesurados, tiene algunos servicios escasamente dotados de personal, que
salen adelante por el enorme compromiso de quienes trabajan en ellos, y dispone
de muchos otros dotados en demasía o en los que la sociedad se gasta más de lo
que recibe como retorno. Dicho de otra forma, las pretensiones de la
Administración están muy por encima de sus posibilidades, su actividad podría
ser muy inferior sin menoscabar sus resultados, el número de sus efectivos es
superior a lo que necesita, sus recursos están mal distribuidos y, normalmente,
en cada uno de los servicios no hay una adecuada organización del trabajo.
A esa
excesiva dotación de personal debe añadirse el exceso de cargos políticos,
muchos de ellos con dedicación exclusiva o parcial, así como el impresionante
número de personal de su confianza, casi totalmente prescindible, que trabaja
más para los partidos políticos que para la institución que les paga.