viernes, 2 de noviembre de 2012

El Horcajo, muchos años después


            El color del pelo y de los ojos se hereda, y se heredan los modos y hasta los andares. ¿Pero se heredan los afanes o se aprenden con la educación y la convivencia? Digo esto porque he visto a mi padre recoger en una libreta los lugares por donde pasaba, y los ríos y los montes, como en cierta manera hago yo cuando escribo estas letras, y porque lo veo disfrutar con el mero hecho de subirse en un coche, porque otea los horizontes más nimios con la misma emoción que si lo hiciera desde el Kilimanjaro y porque admira a los que son capaces de aventurarse en lo desconocido, hablan varias lenguas y están preparados para vivir aquí o allá, como los admiro yo.

             El Horcajo (o Minas de El Horcajo) está a un tiro de piedra de Pozoblanco, y si los caminos antiguos (que según la Ley deberían seguir operativos hoy y estarlo siempre) estuvieran abiertos, no sería difícil  ir a esa población desde Torrecampo (hay 20 kms. en línea recta) atravesando el río Guadalmez a la altura del molino de La Jurada y siguiendo el valle por el que discurre el arroyo de La Ribera, que es de aguas permanentes y corre de Este a Oeste. Pero El Horcajo es un enclave diminuto en uno de los mayores latifundios de Europa, la finca de La Garganta, y su propietario, con la aquiescencia de la autoridad, así, en general, y especialmente del Ayuntamiento de Almodóvar del Campo, ha hecho lo que muchos de los latifundistas de la zona, cortar prácticamente todos los caminos públicos, de manera que ahora sólo es posible ir a El Horcajo desde Conquista, por el Sur, por un camino de cabras y con la más que probable intimidatoria presencia de un guarda de la finca detrás de ti, o a través del bonito valle de El Escorial, por el Norte, atravesando el túnel del tren de vía estrecha que llevaba de Puertollano a Peñarroya.

El caso es que para ir ahora a El Horcajo hay que tomar la carretera de Cardeña, desviarse en esa población hacia el Norte por la N420, pasar Fuencaliente y coger un camino a la izquierda a la altura del arroyo Montoro, en una desviación que sólo está indicada para los vehículos que vienen en sentido contrario.

             Toda esa ruta la hicimos el domingo pasado mi padre, mi hermano Eusebio y yo, porque a pesar de lo cerca que está El Horcajo y de lo vinculado que estuvo con nuestros pueblos en el pasado, mi padre, como otros muchos habitantes de Los Pedroches, no lo había visitado nunca y había oído hablar de él en términos laudatorios.

            Nosotros, ya que casi nos cogía de paso, hemos dado una vuelta antes por la aldea de El Cerezo, que queda a unos seis kilómetros de Cardeña y está ubicada en uno de los más hermosos bosques de dehesa de Los Pedroches, donde nos hemos entristecido al verla totalmente desierta y en estado de abandono, después del gasto tan enorme que debió suponer la reconstrucción de las edificaciones para destinarlas a turismo rural y el arreglo del camino de acceso.

Aldea de El Cerezo

             El Cerezo y El Horcajo han llevado, en cierta manera, vidas paralelas. La aldea de El Cerezo fue definitivamente abandonada por sus habitantes, pequeños agricultores y pastores, en los años sesenta del pasado siglo. Los pobladores de El Horcajo eran mineros y, cuando las minas de galena argentífera dejaron de ser productivas, allá por los primeros años del mismo siglo, se fueron a buscarse la vida lejos de aquellos pozos. La aldea del El Cerezo se acabó hundiendo y de El Horcajo no quedaron más que unas cuantas casas en pie. Ambas, El Cerezo y El Horcajo, reciben visitantes ocasionales como nosotros, turistas, que pasean por sus alrededores admirando el paisaje e imaginando lo que debieron ser cuando estaban llenas de vida.

            Yendo hacia El Horcajo, al terminar el recto camino que discurre por el valle de El Escorial, uno se topa con el túnel del antiguo tren de vía estrecha. Como las dimensiones de la galería no permiten el cruce de dos vehículos, hay un semáforo a la entrada que se acciona pulsando un botón. Nosotros lo hemos hecho en coche, pero lo bonito es recorrerlo a pie, aunque en ese caso se debe ir provisto de linternas, pues las luces que se encienden con el semáforo en verde se apagan mucho antes de que se haya llegado al otro extremo.

             Al salir del viejo túnel de vía estrecha, uno se da de bruces con el pequeño valle donde se asienta El Horcajo. A primera vista, el paisaje no es nada del otro mundo, y puede hasta resultar feo. El visitante se encontrará, a la izquierda, la herida enorme de la vía del AVE, que recorre a la intemperie los menos de dos kilómetros que existen entre el túnel que se abre al Norte y el túnel que se abre al Sur, y, a la derecha, la falda de la montaña donde se encontraba la población, de la que ahora no quedan más que las ruinas de la iglesia. Las casas de los pocos habitantes que aún viven (aunque sea temporalmente) en El Horcajo se hallan a la izquierda de la vía que a manera de calle única sigue por la falda de la colina dejando a la derecha las ruinas y una higuera cuyo tronco salta en horizontal hacia el viandante con tal fuerza que para sostenerse en el aire precisa la ayuda de dos gruesas trancas.

            Aparte de lo que de evocador y hermoso puedan tener las ruinas y, especialmente, la ya mencionada de la iglesia y las de los castilletes de los pozos, lo suyo es seguir adelante y, tras dejar a la izquierda una pequeña explanada donde han colocado numerosos bancos de hierro, bajar por la cuesta que va hacia el Sur, dejar a la derecha el polvorín, una caseta de hormigón en ruinas (donde dos amigos y yo dormimos una noche) y un pino ciertamente colosal, andar junto al helipuerto, observar al frente el aire neomudéjar del llamado “castillito” y, tras pasar bajo la vía del AVE, tomar el camino de Conquista (probablemente ante la vigilancia de un guarda de La Garganta), transitar por él unos cuantos centenares de metros disfrutando de la espesura de la vegetación y desviarse luego a la derecha para ver el monumental viaducto del viejo tren, que hace una curva sobre el abismo verde.

 En el viaducto nos hemos hecho unas cuantas fotos y mi padre nos ha recordado los tiempos en que debió coger el tren y pasar por aquí para examinarse por libre en el instituto de Puertollano o para ir a la mili, cuyo campamento hizo cerca de la Seo de Urgel, en un lugar perdido del Pirineo que visité con él hace algunos años, donde descubrimos que, de todo lo que fue su cuartel, no quedaban más que dos barracones dedicados a granjas de pollos.

La aldea de El Cerezo, El Horcajo y el campamento donde sirvió mi padre han sido devorados por el tiempo y se hallan en trance de ser metabolizados. Aún nos quedan rastros de lo que fueron y su memoria, pero incluso la memoria acabará dejando paso al olvido, como ocurrirá con cada uno de nosotros.

Tal vez no sea casualidad que sea el día de los difuntos, especialmente de esos difuntos de los que nadie se acuerda, cuando termino de escribir esto.