El Horcajo, muchos años después
El color del pelo y de los ojos se
hereda, y se heredan los modos y hasta los andares. ¿Pero se heredan los afanes
o se aprenden con la educación y la convivencia? Digo esto porque he visto a mi
padre recoger en una libreta los lugares por donde pasaba, y los ríos y los
montes, como en cierta manera hago yo cuando escribo estas letras, y porque lo
veo disfrutar con el mero hecho de subirse en un coche, porque otea los
horizontes más nimios con la misma emoción que si lo hiciera desde el
Kilimanjaro y porque admira a los que son capaces de aventurarse en lo
desconocido, hablan varias lenguas y están preparados para vivir aquí o allá,
como los admiro yo.
El Horcajo (o Minas de El Horcajo) está
a un tiro de piedra de Pozoblanco, y si los caminos antiguos (que según la Ley
deberían seguir operativos hoy y estarlo siempre) estuvieran abiertos, no sería
difícil ir a esa población desde
Torrecampo (hay 20 kms. en línea recta) atravesando el río Guadalmez a la
altura del molino de La Jurada y siguiendo el valle por el que discurre el arroyo
de La Ribera, que es de aguas permanentes y corre de Este a Oeste. Pero El
Horcajo es un enclave diminuto en uno de los mayores latifundios de Europa, la
finca de La Garganta, y su propietario, con la aquiescencia de la autoridad,
así, en general, y especialmente del Ayuntamiento de Almodóvar del Campo, ha
hecho lo que muchos de los latifundistas de la zona, cortar prácticamente todos
los caminos públicos, de manera que ahora sólo es posible ir a El Horcajo desde
Conquista, por el Sur, por un camino de cabras y con la más que probable intimidatoria
presencia de un guarda de la finca detrás de ti, o a través del bonito valle de
El Escorial, por el Norte, atravesando el túnel del tren de vía estrecha que
llevaba de Puertollano a Peñarroya.
El caso es que para ir ahora a El
Horcajo hay que tomar la carretera de Cardeña, desviarse en esa población hacia
el Norte por la N420, pasar Fuencaliente y coger un camino a la izquierda a la
altura del arroyo Montoro, en una desviación que sólo está indicada para los
vehículos que vienen en sentido contrario.
Toda esa ruta la hicimos el domingo pasado
mi padre, mi hermano Eusebio y yo, porque a pesar de lo cerca que está El
Horcajo y de lo vinculado que estuvo con nuestros pueblos en el pasado, mi
padre, como otros muchos habitantes de Los Pedroches, no lo había visitado
nunca y había oído hablar de él en términos laudatorios.
Nosotros, ya que casi nos cogía de
paso, hemos dado una vuelta antes por la aldea de El Cerezo, que queda a unos
seis kilómetros de Cardeña y está ubicada en uno de los más hermosos bosques de
dehesa de Los Pedroches, donde nos hemos entristecido al verla totalmente
desierta y en estado de abandono, después del gasto tan enorme que debió suponer
la reconstrucción de las edificaciones para destinarlas a turismo rural y el
arreglo del camino de acceso.
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Aldea de El Cerezo |
El Cerezo y El Horcajo han llevado,
en cierta manera, vidas paralelas. La aldea de El Cerezo fue definitivamente
abandonada por sus habitantes, pequeños agricultores y pastores, en los años
sesenta del pasado siglo. Los pobladores de El Horcajo eran mineros y, cuando las
minas de galena argentífera dejaron de ser productivas, allá por los primeros años
del mismo siglo, se fueron a buscarse la vida lejos de aquellos pozos. La aldea
del El Cerezo se acabó hundiendo y de El Horcajo no quedaron más que unas
cuantas casas en pie. Ambas, El Cerezo y El Horcajo, reciben visitantes
ocasionales como nosotros, turistas, que pasean por sus alrededores admirando
el paisaje e imaginando lo que debieron ser cuando estaban llenas de vida.
Yendo hacia El Horcajo, al terminar
el recto camino que discurre por el valle de El Escorial, uno se topa con el
túnel del antiguo tren de vía estrecha. Como las dimensiones de la galería no
permiten el cruce de dos vehículos, hay un semáforo a la entrada que se acciona
pulsando un botón. Nosotros lo hemos hecho en coche, pero lo bonito es recorrerlo
a pie, aunque en ese caso se debe ir provisto de linternas, pues las luces que
se encienden con el semáforo en verde se apagan mucho antes de que se haya
llegado al otro extremo.
Al salir del viejo túnel de vía estrecha,
uno se da de bruces con el pequeño valle donde se asienta El Horcajo. A primera
vista, el paisaje no es nada del otro mundo, y puede hasta resultar feo. El
visitante se encontrará, a la izquierda, la herida enorme de la vía del AVE,
que recorre a la intemperie los menos de dos kilómetros que existen entre el
túnel que se abre al Norte y el túnel que se abre al Sur, y, a la derecha, la
falda de la montaña donde se encontraba la población, de la que ahora no quedan
más que las ruinas de la iglesia. Las casas de los pocos habitantes que aún
viven (aunque sea temporalmente) en El Horcajo se hallan a la izquierda de la
vía que a manera de calle única sigue por la falda de la colina dejando a la
derecha las ruinas y una higuera cuyo tronco salta en horizontal hacia el
viandante con tal fuerza que para sostenerse en el aire precisa la ayuda de dos gruesas trancas.
Aparte de lo que de evocador y
hermoso puedan tener las ruinas y, especialmente, la ya mencionada de la
iglesia y las de los castilletes de los pozos, lo suyo es seguir adelante y,
tras dejar a la izquierda una pequeña explanada donde han colocado numerosos
bancos de hierro, bajar por la cuesta que va hacia el Sur, dejar a la derecha el
polvorín, una caseta de hormigón en ruinas (donde dos amigos y yo dormimos una
noche) y un pino ciertamente colosal, andar junto al helipuerto, observar al
frente el aire neomudéjar del llamado “castillito” y, tras pasar bajo la vía
del AVE, tomar el camino de Conquista (probablemente ante la vigilancia de un
guarda de La Garganta), transitar por él unos cuantos centenares de metros
disfrutando de la espesura de la vegetación y desviarse luego a la derecha para
ver el monumental viaducto del viejo tren, que hace una curva sobre el abismo verde.
En el viaducto nos hemos hecho
unas cuantas fotos y mi padre nos ha recordado los tiempos en que debió coger
el tren y pasar por aquí para examinarse por libre en el instituto de Puertollano
o para ir a la mili, cuyo campamento hizo cerca de la Seo de Urgel, en un lugar
perdido del Pirineo que visité con él hace algunos años, donde descubrimos que,
de todo lo que fue su cuartel, no quedaban más que dos barracones dedicados a
granjas de pollos.
La aldea de El Cerezo, El Horcajo
y el campamento donde sirvió mi padre han sido devorados por el tiempo y se
hallan en trance de ser metabolizados. Aún nos quedan rastros de lo que fueron
y su memoria, pero incluso la memoria acabará dejando paso al olvido, como
ocurrirá con cada uno de nosotros.
Tal vez no sea casualidad que sea
el día de los difuntos, especialmente de esos difuntos de los que nadie se
acuerda, cuando termino de escribir esto.