El cuarto de las patatas
En el cuartel donde el autor de estas páginas
prestó el servicio militar, una de las ocupaciones más ingratas era la que se
realizaba en la cocina. El encargado de esta (un brigada, generalmente, que la
gestionaba durante un mes) repartía las faenas concretas entre los soldados que
le había mandado el furriel, pero cuando uno de ellos terminaba la suya, debía
ayudar al que aún no la había concluido. Existía en el cuartel (en el Ejército
español de aquel tiempo, más bien) la suprema convicción de que los soldados
debían estar siempre empleados en alguna actividad, por estúpida que fuera, de
manera que el encargado no supervisaba el trabajo realizado, sino el ejercicio
de una ocupación, como si los soldados estuvieran colocados en una cadena de
montaje. La consecuencia del método era clara: si el que se esforzaba en
consumar antes su tarea debía ayudar luego al que no se había esforzado, lo
natural era esforzarse cuanto menos mejor. Es decir, se producía una carrera
por ver quién estaba más aparentemente ocupado pero actuaba menos, que sólo se
frenaba porque, al final, el trabajo había que hacerlo, aunque los resultados
siempre eran insatisfactorios.
Para corregirlos, al encargado de la cocina no
se le ocurrió otra solución que pedir más soldados al jefe del cuartel, que
accedió enseguida, pues le era más cómodo mandar efectivos que averiguar lo que
estaba pasando. El encargado de la cocina distribuyó entonces los quehaceres
entre más personal, pero siguió creyendo que teniendo ocupados en todo momento
a todos sus subordinados conseguía más rápidos y mejores frutos, esto es,
castigó a los mejores y premió a los peores, lo que supuso que el resultado
volviera a ser ostensiblemente malo, y si en aquel sitio lo ostensible era lo
que de verdad importaba, mucho más lo era si lo ostensible era manifiestamente
mejorable.
El encargado de la cocina creyó necesario pedir
más soldados al jefe del cuartel, quien los concedió de inmediato. Lo obligado
ahora es exponer que el aumento de los efectivos perjudicó al servicio, pues
los soldados eran tantos que se estorbaban unos a otros.
Había en la cocina un cuarto donde se pelaban
las patatas. Como se comían muchas todos los días, el cuarto era muy trabajoso
y se tenía casi por una condena la fastidiosa labor de limpiarlo, de manera que
todos los soldados se demoraban tremendamente en su arreglo, lo que provocaba
roces entre ellos y un malestar que también le llegaba al encargado. Por eso,
cuando dos soldados se prestaron voluntarios para limpiar el cuarto con la
solicitud de que luego se les liberara de otras ocupaciones, el encargado
aceptó prontamente. Los dos soldados se aplicaron a su trabajo ante el regocijo
de los demás, que los tomaban por tontos, pero cuando terminaron se fueron de
paseo por la ciudad, en tanto que los otros debieron permanecer varias horas
más haciendo como que trabajaban.
Cuando los dos soldados intentaron repetir la
acción, unos encargados la consintieron y otros no. Pero ni siquiera los que
accedieron aplicaron al resto de la cocina lo que autorizaban para el cuarto de
las patatas, quizá porque no eran capaces de sacar conclusiones de lo que
estaba sucediendo, tal era su ofuscación, o, más probablemente, porque sus
jefes nunca podrían entender que hubiera soldados sin hacer nada, por muy bien
que hubieran realizado su cometido.
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