sábado, 27 de abril de 2013

La influencia de un solo comunicador sobre una masa ingente



Cuando una persona sintoniza fácilmente con las masas, singularmente si actúa en directo ante ellas, decimos que es un gran comunicador. Esa sintonización es intelectual y emocional y conlleva que el mensaje sea rápidamente captado y asimilado por el receptor. Para que ello ocurra, los receptores deben entender como propio el mensaje que les llega, esto es, deben admitir que la idea clara y sistematizada que manda el comunicador estaba ya dentro de ellos, aunque en su interior se manifestaba borrosa y revuelta. 
 La credibilidad del comunicador radica precisamente en la suposición de que no transmite ideas propias, sino que ordena e ilumina las personales de quienes lo escuchan, que al ser una masa de gente son ideas compartidas, sencillas y de puro sentido común. La persona que escucha al comunicador siente por ello la emoción inmensa del que se descubre a sí mismo. Siente, además, la emoción de quien es comprendido por un espíritu ajeno, lo que significa compartir con él algo tan abstracto y subjetivo como es la visión del mundo y, tal vez, un destino idéntico. Y siente, por último, la emoción de quien forma parte de un grupo que comparte ideas y sentimientos.
Son muchas emociones juntas como para no resultar peligrosas si el comunicador no se circunscribe a aclarar lo que estaba oscuro y a ordenar lo que se hallaba mezclado o disperso. El comunicador que empatiza a placer con los espíritus de sus seguidores puede armar con los elementos que encuentra en las almas ajenas ideas distintas a las que pretenderían sus poseedores, quienes seguirán asumiéndolas como propias porque reconocen como suyos los materiales que las conforman y porque le han otorgado al comunicador el beneficio de la certeza. 
 Y es mucho poder sin control ajeno en manos de una sola persona como para que esta no acabe sucumbiendo a los defectos de los dioses, especialmente a la soberbia. Y si los seres humanos son utilizados por los dioses para sus fines privativos, como piezas de ajedrez en aquellos dos magistrales sonetos de Borges (aquí o aquí), nada impide que el comunicador maneje a sus seguidores para dar rienda suelta a sus demonios. 


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