martes, 23 de abril de 2013

Sin oficio ni beneficio



                Ya he hablado en otras ocasiones de lo que evocan las ruinas, cuya representación más palpable en nuestra zona son las aldeas mineras abandonadas. A una de ellas, El Soldado, voy de vez en cuando por el valor estético que tienen, por lo accesibles que están y por lo que me suponen de recuerdos personales, a los que –quienes me leen lo saben– no trato con nostalgia casi nunca, y esta no es una excepción. 
                 El pasado domingo nosotros hicimos una ruta circular de unos diez kilómetros prácticamente llanos que parte de Villanueva del Duque y, tras pasar por El Soldado, vuelve a Villanueva del Duque, por lo que es muy fácil y está al alcance casi de cualquiera. Para ello, dejamos el coche en la calle San Blas, que es la primera a la izquierda si entras desde Pozoblanco, y tras seguir por la calle Luna, enseguida tomamos el camino asfaltado que lleva hasta la ermita de San Gregorio, una pequeña cuesta que se asciende cuando las fuerzas están intactas y con el sumo placer de ir descubriendo poco a poco a Villanueva del Duque, que aparece a la derecha o sobre los campos sembrados de cereales o entre las espaciadas copas de unos olivos de exigua fronda. 
                 Los ruedos de la ermita de San Gregorio tienen un mirador hacia el Norte desde el que se divisa buena parte de Los Pedroches y de las sierras que le ponen límite por el Noroeste, ya en las provincias de Ciudad Real y Badajoz. También tienen varios arriates con flores, unos cuantos bancos y una cruz de piedra. La cruz es prácticamente lo único que queda de lo original de aquel lugar, pues la ermita estuvo en ruinas hasta que fue reconstruida a principios de los años 90 del pasado siglo. Todo el espacio está limpio y muy bien cuidado, se nota que es querido por los vecinos y se intuye (no me atrevo a decir más) que es respetado por los delincuentes y por los gamberros, que tienen otros lugares más alejados donde dejar las huellas de sus vilezas, como luego veremos.
                 El itinerario que seguimos nosotros baja levemente de cota enseguida, con lo que se pierde la vista del valle, y toma a continuación la primera desviación a la derecha. Los campos son aquí de pizarra, grises y ásperos, y tienen una escasa arboleda de encinas, pero en primavera (y más en una primavera como esta) están alfombrados con hierba y con flores, y al caminante le es grato andar sin sombrero, con la vista al frente, hacia Peñaladrones, que destaca entre la cuerda de montañas del sur, o detenerse a hacer fotografías, como hice yo con toda suerte de flores y con unas babosas que intentaban cruzar el camino y, tal vez sorprendidas por lo largo y árido de su viaje, se volvían a mitad de ruta hacia la cuneta de la que habían partido.
                Pasados unos tres kilómetros, frente a una pequeña edificación, el caminante debe virar 90 grados a la izquierda para tomar la senda por la que discurría antes la vía del tren que unía Puertollano-San Quintín con Fuente del Arco, en lugar de seguir adelante por el camino que los planos llaman del Cerro de los Mochuelos. La plataforma del ferrocarril, ahora reconvertida en camino, deja a la izquierda toda el área de ruinas de El Soldado, cuyo elemento más visible es una montaña de escorias impresionante, que aquel día dominaba el paisaje tras un campo de cebada a medio germinar. Aunque quizá el elemento más emblemático del entorno es la estación del ferrocarril, que fue rehabilitada hace algunos años por el taller de empleo “Semillero de empresas innovadoras”, según un reza un cartel con cinco agujeros (quizá de otras tantas pedradas), y ahora, sin oficio ni beneficio, sufre el mismo destino que los castilletes de las minas y las casas de los ingenieros, es decir, se pudre ante el irremisible embate del tiempo, ya desposeído por los delincuentes de parte de sus puntos de valor, como algunos elementos eléctricos y ornamentales.
                 Sin pensar en el “oficio o el beneficio final” se construyeron en Los Pedroches (en España, en general) una considerable cantidad de edificios públicos cuando todos (Administraciones y ciudadanos) vivíamos del dinero prestado y nos creíamos ricos. Entonces, las Administraciones construían no por el afán de invertir en futuro, sino para llamar la atención (los llamados edificios emblemáticos), para satisfacer necesidades imposibles o no demandadas por los ciudadanos (piscinas cubiertas, estadios deportivos sobredimensionados, aeropuertos…) y para tener a la gente trabajando mientras tanto, como el que cava una zanja y luego la tapa. Hasta los talleres de empleo, que por ser educación (políticas “activas”, en teoría) debían proyectarse mirando al futuro, se han realizado y se realizan todavía casi con el exclusivo fin de tener contratada a la gente durante un largo periodo de tiempo (de darle el pez, como dice el tópico), en lugar de con el objetivo de prepararla para que se busquen la vida (de enseñarla a pescar).
                 El resultado es que tenemos un país con un montón de edificios que se mueren poco a poco y que el dinero que ahora necesitamos para realizar inversiones debemos destinarlo, entre otras cosas, a mantener la descomunal Administración que surgió de aquellos años de fiesta y a pagar los intereses de la deuda, que a pesar de los recortes efectuados subieron durante 2012 unos 400 millones de euros cada día, hasta alcanzar los 882.339 millones de euros.
                 Es primavera y hay flores en el campo, pero qué quieren que les diga, también hay por el campo edificios públicos que se mueren en soledad (“centros de interpretación”, por ejemplo, los hay de todo tipo) y al verlos uno no puede dejar de pensar en los muchos errores que se han cometido y en los muchos que se están cometiendo. Y creo que los amables lectores de esta página prefieren que saque a la luz estas comeduras de coco, aunque me vaya por las ramas de vez en cuando.
                 El caso es que seguimos el camino, que nos detuvimos a ver desde fuera las bonitas edificaciones de la casa rural El Soldado, que tenía varios coches en el patio interior, y que llegamos a la explanada de la ermita de San Gregorio, a cuya vera, sentados en un banco y con la hermosa vista de Villanueva del Duque y de buena parte de Los Pedroches frente a nosotros, nos detuvimos a comer. Era temprano y todavía teníamos todo el domingo por delante.