“Porque
estaba ahí”, dicen que respondió Hillary, el primer ser humano junto con el sherpa Tenzing Norgay en conquistar el Everest, cuando le
preguntaron por qué había decidido subir a esa montaña.
La
sierra de Santa Eufemia se ve desde cualquier altozano del valle de Los
Pedroches, aunque está lejos, y así, lejos, es como se siente. Esa conjunción
de lo presente y lo lejano le dan un aura misteriosa, a la que debe añadirse la
visión del castillo de Miramontes en ruinas y las evocaciones que todas las ruinas provocan en cualquier observador,
a poco sensible que sea. La sierra de Santa Eufemia está siempre ahí, con su
castillo, y resulta una tentación permanente para quienes queremos descubrir el
alma de este territorio a través de su paisaje. Yo he subido al castillo varias
veces y he ido de Pozoblanco a Santa Eufemia andando, pero nunca había ido desde mi casa de
Pozoblanco hasta el castillo de Miramontes andando y sentía la llamada de lo
evidente: si estaba ahí y a mí me gustar andar, ¿por qué no ir hasta ahí andando?
Entre
el aquí, de nuestra comodidad, y el ahí, de la cumbre, hay algo más que una
diferencia de metros, hay un desnivel mental que ni sintió Hillary ni sienten
la mayoría de los montañeros. Yo no soy montañero y no tengo edad para darle
mucho castigo al cuerpo, pero no me gusta ponerme otros límites que los reales
y por irreales tengo los límites que pone el miedo.
A
las nueve menos veinte de la mañana de un día de estos salía yo de mi casa de
Pozoblanco con destino al castillo de Miramontes o hasta donde dieran de sí mis
piernas. Iba solo. El caminante solitario es bastante dado a la ensoñación,
como diría Rousseau.
Pero si la ensoñación del insomne suele ser una condena, la del caminante que
tiene un objetivo es siempre provechosa. En cuanto sobrepasé las casas del
barrio de la Salchi, el último de Pozoblanco por ese lado, mi mente empezó a
hilvanar con espontaneidad un pensamiento detrás de otro. Tenía al frente, tan
a lo lejos como tenía Frodo las Montañas Nubladas, la sierra de Santa Eufemia, y tenía por delante todo
el día o, mejor, todo el tiempo del mundo.
El
camino de Pozoblanco a Dos Torres no es bonito. Los ruedos de los pueblos de
Los Pedroches se han ido deforestando con el tiempo y en ellos se han instalado
explotaciones de ganadería intensiva que afean el paisaje y, en no pocas
ocasiones, que provocan barrizales o lodos que dificultan sensiblemente el
libre paso de los caminantes. Los ruedos de Pozoblanco, Añora y Dos Torres están
prácticamente unidos y en ellos se hallan algunas de las mayores explotaciones
ganaderas de la comarca. Puestos a recomendar caminos a los amables lectores de
esta página, yo recomendaría otros, pero este era el camino
más corto para lo que yo quería (Emiliano Mascaraque, por ejemplo, huyó de Pozoblanco hacia Santa Eufemia poco
después de estallar la Guerra Civil por otro más largo, que pasa por la
localidad de El Guijo, desde donde continuó su marcha montado en un burro).
Para
el que quiera hacer turismo, lo suyo es salir directamente desde Dos Torres después de
haber visitado la localidad, una de las más monumentales y mejor conservadas de
Los Pedroches, y seguir la ruta que tiene señalada la Mancomunidad de esta zona y el propio
Ayuntamiento. Por esta época, además, el caminante quizá se encuentre a una
familia haciendo la matanza del cerdo, como me la encontré yo, una costumbre ancestral que
se halla en vías de extinción.
De
Dos Torres, el camino de Santa Eufemia parte del barrio de Cañete, frente a la
plaza de toros, y se desvía a la derecha, hacia el Norte, cuando se han
recorrido unos doscientos metros de distancia. Aunque también se puede coger en
la rotonda que se ha formado con la nueva circunvalación, como hice yo, y en este
caso debe caminarse medio kilómetro en paralelo a dicha vía y tomar luego el
camino que en los planos aparece como “colada a la Estación de Pedroche”.
Desde
aquí hasta Santa Eufemia, el camino, que discurre por terrenos poco poblados de
encinas, pedregosos y ásperos, está más o menos indicado con postes, que en
algún punto están caídos, si bien al caminante no le son necesarios a poca
intuición que tenga, pues las intersecciones son en forma de cruz y él debe
elegir siempre la que lleva al Norte, que es la que sigue de frente. En una de
esas intersecciones, la del paraje Los Morenitos, hay un hito de piedra con una
leyenda grabada que remite al año 1892, cuyo texto no pude descifrar. Otras
intersecciones importantes (que están nominadas) son las que se tienen con la
colada de El Viso a El Guijo y, mucho más adelante, con la cañada de La Mesta.
En este último cruce se añade, además, un camino que viene de El Viso, más
ancho y de mucho mejor firme, que, junto con el que viene de Dos Torres,
formarán uno solo hasta llegar a Santa Eufemia.
Cuando
esta localidad, que ha estado oculta durante buena parte del recorrido a los
ojos del caminante, se ve de nuevo, el corazón se alegra y se vuelve más llevadero
el paso. Por entonces, yo me encontraba bien y cada vez estaba más convencido
de que podía llevar a cabo mi cometido inicial, por más que en el último tramo
debiera superar un desnivel de cuatrocientos metros.
El
caminante que haga el recorrido entre Dos Torres y Santa Eufemia haría bien en detenerse en el
felizmente conservado casco urbano de esta última población, a fin de
aprovechar verdaderamente el viaje que ha realizado, pero yo venía de más lejos e iba más lejos y, además, lo conozco bastante bien, de manera que pasé por el
pueblo lo más rápidamente que pude y enfilé enseguida la carretera que lleva
hasta la estación de Belalcázar (CO-8407), a cuyo comienzo un cartel advierte
al viajero que se halla, en realidad, ante un camino en mal estado.
El
camino hacia el castillo se toma a la derecha como a un kilómetro del pueblo y
es, supuestamente, una vía de paso para la estación repetidora que tiene Radio
Televisión Española un poco antes de la cumbre (así reza un cartel al inicio
del mismo), aunque a esta estación se han ido añadiendo antenas y más antenas
de otras emisoras de televisión y telefonía. Su estado es difícilmente
catalogable. Estuvo asfaltado, pero no creo que nadie se haya preocupado nunca de
mantenerlo, y ahora es un pedregal encabritado por el que yo –resolví mientras
subía– creía poco menos que imposible el paso de un turismo hasta que vi bajar
a uno conducido por un buen amigo mío, que es a la sazón el electricista
encargado del mantenimiento de la estación de Televisión Española, con el que
estuve bromeando un rato antes de seguir ascendiendo.
Dicha
estación repetidora se queda bastante más abajo de la cumbre. Para llegar hasta
la explanada que pone fin al camino, aún hay que andar unos centenares de
metros, y el que quiera subir hasta las ruinas del castillo deberá gatear otros
doscientos más por una empinada senda. Cuando, finalmente, recorra cuanto he
mencionado, se verá en lo que fue el patio del castillo de Miramontes, desde
donde podrá contemplar, a sus pies, el pueblo de Santa Eufemia y, hasta donde
la vista alcanza, un espacio inmenso, que incluye el valle de Los Pedroches,
las montañas de Sierra Madrona y el valle de Alcudia, algo impresionante de
veras que se cincela en la memoria con la profunda resolución de los traumas.
Y
si tiene suerte, quizá se encuentre arriba con el especialista de uno de los
programas de gestión medioambiental que operan sobre estos territorios. Yo me
encontré con uno y, tras pedirle que me hiciera la foto de rigor, charlé con él
durante un rato sobre linces, águilas, buitres y otros habitantes de estos contornos
antes de iniciar el camino de bajada.
Cuando
entré en el bar-restaurante La Paloma, donde había quedado con Carmen, estaba
empezando el telediario de las tres de la tarde. Aunque me esté feo declararlo,
me hallaba bastante bien, mucho mejor de lo que había supuesto, y eso que no me
había sentado desde que salí de mi casa.