miércoles, 16 de enero de 2013

De Cerro Castillo a San Martín



            Hay en la Naturaleza una fuerza hacia la transformación, lo que es tanto como decir hacia el envejecimiento, a fin de que la muerte de unos seres suponga dejar paso a otros, nuevos y tal vez distintos. Pero hay en la Naturaleza, también, una resistencia de los seres creados a esa fuerza transformadora que quiere liquidarlos, de manera que todos ellos luchan denodadamente por su supervivencia.

            La Naturaleza mantiene esa fuerza destructiva con las cosas, que se corroen, se erosionan, se destiñen, se desquician, se desarman, se rompen, se desintegran… y desaparecen. El ser humano mantiene una lucha titánica contra esa fuerza devastadora para conservar las cosas que ha creado. Todas ellas necesitan de un mantenimiento, para mayor fortuna de pintores, albañiles, fontaneros, electricistas, etc., de tal manera que no se debe tener una cosa si no se puede mantener adecuadamente. Dicho con un ejemplo, no se debe tener un coche si no se tiene dinero para pagar su seguro o para sustituir sus neumáticos en mal estado. 
             Tener algo sin poder mantenerlo es la mayor señal de decadencia, pues lleva inexorablemente a la desaparición de la cosa y, en consecuencia, al empobrecimiento de su propietario. Pero el colmo de la decadencia es hacer que algo se pierda sin haber llegado siquiera a estrenarlo. Los españoles tenemos en los tiempos que corren múltiples ejemplos de ello, la mayoría de obras públicas faraónicas que se realizaron sin criterio alguno y que ahora se estropean poco a poco ante la falta de presupuesto para mantenerlas. Entre los ejemplos que tenemos los habitantes de Los Pedroches, uno bien claro es el de la carretera A-435, que une Pozoblanco con la nacional 502, con el agravante de que en este caso se trata de una obra necesaria.

Esta vía de comunicación está terminada desde hace varios años, pero no puede utilizarse porque no están ejecutadas las dos conexiones de sus extremos, cuyo presupuesto es enormemente inferior al que ha costado el resto de la obra y, desde luego, inmensamente inferior a la suma de los gastos que han debido hacer sus potenciales usuarios al verse obligados a dar la vuelta por Alcaracejos. La carretera, en fin, se está deteriorando sin usarse a la par que se deterioran los vehículos que deberían estar usándola, obligados a recorrer una distancia superior a la que exige la más mínima razón práctica.

Frente a la perplejidad (ya no demandas) de los potenciales usuarios de esta vía, la respuesta de la Administración Autonómica, titular de la infraestructura, es un rosario de palabras que una y otra vez fijan la apertura para lo inmediato y que nunca –nunca– hacen un ejercicio de autocrítica o piden disculpas. Lo que da idea, también, de la falta de mantenimiento de la clase política española, que –como todo– está sometida a la fuerza destructora de la Naturaleza sin que nadie (ni sus jefes, ni los líderes sociales, ni los votantes) haga lo más mínimo por tenerla funcionando adecuadamente y en perfecto estado de revista. 
 Si hago esta larga parrafada introductoria es porque en el paseo del domingo último cruzamos la carretera A-435 y los efectos beneficiosos de esa caminata son inferiores al malestar que me producen los recuerdos de los desatinos que hemos padecido y padecemos (y según las trazas que tiene esto, padeceremos) en eso que aún se llama España. 
 El domingo, pues, dejamos el coche en  el camino que sale a la derecha en el km 9 de la carretera que une Pozoblanco con Villaharta (CO-6410), un poco más allá de los chalets de Cerro Castillo. El día había amanecido fresco, pero no frío, y sin riesgo de lluvia, negando con ello los peores vaticinios de los expertos, que nos habían asustado un poco. El camino en cuestión, denominado de la Atalaya, es la servidumbre natural de diversas fincas y se encuentra en bastante buen estado, aunque su firme es de polvo de pizarra, que se vuelve muy resbaladizo cuando está húmedo, como era el caso. Entre las primeras fincas a las que da acceso se halla una donde hay varias antiguas granjas de pollos, que ahora, desmanteladas de sus elementos de valor, producen el feo impacto de cascarones gigantescos. 


Más allá de esas naves abandonadas no hay prácticamente chalets y el caminante puede disfrutar a sus anchas del paisaje, que es el típico de lo que por aquí denominamos serrezuela, es decir, llanos cubiertos de chaparros y de jaras, tomillo y romero con claros ocasionales para prados del ganado y alguna loma desde la que se ve la cuerda de montañas de Sierra Morena que limita a Los Pedroches por el Sur.


Franqueada la citada A-435, que se cruza por un pasaje subterráneo, el camino está pronto asfaltado y vuelve a haber más chalets y explotaciones de ganadería intensiva, aunque nunca son tantas como para provocar agobio.

De una de esas explotaciones ganaderas salió un galga que nos acompañó sin que hiciéramos nada por ello hasta el hermoso parque de San Martín, que está formado por la ermita del mismo nombre y una serie de instalaciones y construcciones recreativas y educativas dependientes del Ayuntamiento de Añora, que también gestiona dos casas rurales, de cuyo confort puedo dar fe porque las he visto por dentro. 
 La ermita de San Martín es una de las varias que se encuentran en las colinas que hay al sur de la carretera que une Pozoblanco con Hinojosa del Duque (A-420), desde las que hay unas vistas impresionantes del valle. Las otras son las de San Sebastián, en Alcaracejos, de San Gregorio, en Villanueva del Duque, de Santo Domingo, en Fuente la Lancha (de reciente construcción), y del Cristo de las Injurias, en Hinojosa del Duque, que tiene un monumental vía crucis en el camino de acceso y es la más hermosa de todas.
 De haber seguido adelante, hubiéramos llegado a la A-420, que pasa a un par de kilómetros y es la vía natural de entrada al parque, pero allí nos hemos vuelto y, con nosotros, se ha vuelto la galga, que nos ha acompañado hasta una explotación ganadera donde debía de tener su morada, en la que ha desaparecido tal y como apareció, sin que prácticamente nos diéramos cuenta de ello. Tampoco ha hecho ruido alguno una mastina enorme que nos ha acompañado durante varios kilómetros sólo un poco después. 
 Estas dos perras no se parecen en nada a la mayoría de sus congéneres con que nos topamos, cuyo única tarea parece ser la de ladrar a los caminantes –sean buenos o malos–, a los que suelen poner en más de un aprieto. Estas eran perras sin el oficio de guardar, que necesitan del cariño de los seres humanos y saben que lo encontrarán en quienes, como nosotros, tienen por afición andar casi de madrugada por esos caminos de Dios.