Hay en la Naturaleza una fuerza
hacia la transformación, lo que es tanto como decir hacia el envejecimiento, a
fin de que la muerte de unos seres suponga dejar paso a otros, nuevos y tal vez
distintos. Pero hay en la Naturaleza, también, una resistencia de los seres
creados a esa fuerza transformadora que quiere liquidarlos, de manera que todos
ellos luchan denodadamente por su supervivencia.
La Naturaleza mantiene esa fuerza
destructiva con las cosas, que se corroen, se erosionan, se destiñen, se
desquician, se desarman, se rompen, se desintegran… y desaparecen. El ser
humano mantiene una lucha titánica contra esa fuerza devastadora para conservar
las cosas que ha creado. Todas ellas necesitan de un mantenimiento, para mayor
fortuna de pintores, albañiles, fontaneros, electricistas, etc., de tal manera
que no se debe tener una cosa si no se puede mantener adecuadamente. Dicho con
un ejemplo, no se debe tener un coche si no se tiene dinero para pagar su
seguro o para sustituir sus neumáticos en mal estado.
Tener algo sin poder mantenerlo es
la mayor señal de decadencia, pues lleva inexorablemente a la desaparición de
la cosa y, en consecuencia, al empobrecimiento de su propietario. Pero el colmo de la
decadencia es hacer que algo se pierda sin haber llegado siquiera a estrenarlo.
Los españoles tenemos en los tiempos que corren múltiples ejemplos de ello, la
mayoría de obras públicas faraónicas que se realizaron sin criterio alguno y
que ahora se estropean poco a poco ante la falta de presupuesto para
mantenerlas. Entre los ejemplos que tenemos los habitantes de Los Pedroches,
uno bien claro es el de la carretera A-435, que une Pozoblanco con la nacional
502, con el agravante de que en este caso se trata de una obra necesaria.
Esta
vía de comunicación está terminada desde hace varios años, pero no puede
utilizarse porque no están ejecutadas las dos conexiones de sus extremos, cuyo
presupuesto es enormemente inferior al que ha costado el resto de la obra y,
desde luego, inmensamente inferior a la suma de los gastos que han debido hacer
sus potenciales usuarios al verse obligados a dar la vuelta por Alcaracejos. La
carretera, en fin, se está deteriorando sin usarse a la par que se deterioran
los vehículos que deberían estar usándola, obligados a recorrer una distancia
superior a la que exige la más mínima razón práctica.
Frente
a la perplejidad (ya no demandas) de los potenciales usuarios de esta vía, la
respuesta de la Administración Autonómica, titular de la infraestructura, es un
rosario de palabras que una y otra vez fijan la apertura para lo inmediato y
que nunca –nunca– hacen un ejercicio de autocrítica o piden disculpas. Lo que
da idea, también, de la falta de mantenimiento de la clase política española,
que –como todo– está sometida a la fuerza destructora de la Naturaleza sin que
nadie (ni sus jefes, ni los líderes sociales, ni los votantes) haga lo más
mínimo por tenerla funcionando adecuadamente y en perfecto estado de revista.
Si
hago esta larga parrafada introductoria es porque en el paseo del domingo último
cruzamos la carretera A-435 y los efectos beneficiosos de esa caminata son
inferiores al malestar que me producen los recuerdos de los desatinos que hemos
padecido y padecemos (y según las trazas que tiene esto, padeceremos) en eso
que aún se llama España.
El
domingo, pues, dejamos el coche en el
camino que sale a la derecha en el km 9 de la carretera que une Pozoblanco con
Villaharta (CO-6410), un poco más allá de los chalets de Cerro Castillo. El día
había amanecido fresco, pero no frío, y sin riesgo de lluvia, negando con ello
los peores vaticinios de los expertos, que nos habían asustado un poco. El
camino en cuestión, denominado de la Atalaya, es la servidumbre natural de diversas
fincas y se encuentra en bastante buen estado, aunque su firme es de polvo de
pizarra, que se vuelve muy resbaladizo cuando está húmedo, como era el caso.
Entre las primeras fincas a las que da acceso se halla una donde hay varias
antiguas granjas de pollos, que ahora, desmanteladas de sus elementos de valor,
producen el feo impacto de cascarones gigantescos.
Más
allá de esas naves abandonadas no hay prácticamente chalets y el caminante
puede disfrutar a sus anchas del paisaje, que es el típico de lo que por aquí
denominamos serrezuela, es decir, llanos cubiertos de chaparros y de jaras, tomillo
y romero con claros ocasionales para prados del ganado y alguna loma desde la
que se ve la cuerda de montañas de Sierra Morena que limita a Los Pedroches por
el Sur.
Franqueada
la citada A-435, que se cruza por un pasaje subterráneo, el camino está pronto
asfaltado y vuelve a haber más chalets y explotaciones de ganadería intensiva,
aunque nunca son tantas como para provocar agobio.
De
una de esas explotaciones ganaderas salió un galga que nos acompañó sin que
hiciéramos nada por ello hasta el hermoso parque de San Martín, que está
formado por la ermita del mismo nombre y una serie de instalaciones y
construcciones recreativas y educativas dependientes del Ayuntamiento de Añora,
que también gestiona dos casas rurales, de cuyo confort puedo dar fe porque las
he visto por dentro.
La
ermita de San Martín es una de las varias que se encuentran en las colinas que
hay al sur de la carretera que une Pozoblanco con Hinojosa del Duque (A-420),
desde las que hay unas vistas impresionantes del valle. Las otras son las de San
Sebastián, en Alcaracejos, de San Gregorio, en Villanueva del Duque, de Santo
Domingo, en Fuente la Lancha (de reciente construcción), y del Cristo de las Injurias, en Hinojosa del Duque, que tiene un monumental vía crucis en el
camino de acceso y es la más hermosa de todas.
De
haber seguido adelante, hubiéramos llegado a la A-420, que pasa a un par de
kilómetros y es la vía natural de entrada al parque, pero allí nos hemos vuelto
y, con nosotros, se ha vuelto la galga, que nos ha acompañado hasta una
explotación ganadera donde debía de tener su morada, en la que ha desaparecido
tal y como apareció, sin que prácticamente nos diéramos cuenta de ello. Tampoco
ha hecho ruido alguno una mastina enorme que nos ha acompañado durante varios
kilómetros sólo un poco después.
Estas
dos perras no se parecen en nada a la mayoría de sus congéneres con que nos
topamos, cuyo única tarea parece ser la de ladrar a los caminantes –sean buenos
o malos–, a los que suelen poner en más de un aprieto. Estas eran perras sin el
oficio de guardar, que necesitan del cariño de los seres humanos y saben que lo
encontrarán en quienes, como nosotros, tienen por afición andar casi de
madrugada por esos caminos de Dios.